Luiz Ruffato  Mi amigo Karl Marx

 © Revista Comando

Durante cuatro años, Karl Marx fue mi compañero de silla en la escuela primaria Flávia Dutra en Cataguases. Lo único que nos separaba era el fútbol.

Para Humberto Werneck

C. Tenía una amplia casa en Vila Teresa, el barrio en el que habitó mi infancia, en Cataguases. Bajo, más tirando a gordo que a flaco, calvo, trataba con impaciencia a los vecinos, a los que consideraba una bola de ignorantes. Irritadizo, recorría malhumorado las calles irregulares de adoquines sobre su lambretta azul con blanco.
 
No obstante, pese a ser poco simpático, tenía veleidades políticas: aspiraba a sentarse en uno de los curules del Concejo Municipal. Pero, en plena dictadura militar, convivía con un fantasma que lo atormentaba día y noche.
 
En el pasado, entusiasmado con la prédica de un mundo mejor, cimentado en la justicia, la libertad y la igualdad social, C. se había puesto a disposición del Partido Comunista. Cuando se casó, convenció a su mujer, L. de ponerle a su hijo el nombre de Karl Marx, homenaje sencillo a aquél que, según creía, había cambiado el rumbo de la historia de la humanidad. Karl Marx apenas si tuvo tiempo de inhalar los aires democráticos: nacido en 1961, tres años después los militares daban un golpe de estado e instalaban un régimen de fuerza que se arrastraría durante veinte largos y tenebrosos años.
 
Tiempos difíciles para todos, más aún para alguien que vivía en un municipio pequeño, donde los ojos y oídos estaban al servicio de la represión, presidida por un delegado de policía al que le gustaba torturar personalmente a los presos. Perseguido, C. fue a dar varias veces a la cárcel, cosa que lo intimidó tanto que, cuando nació su hija, se resistió a la tentación de llamarla Rosa, en homenaje a Rosa Luxemburgo, o Clara, en homenaje a Clara Zetkin, ambas importantes líderes feministas comunistas. La bautizaron con el nombre de Karla — sólo la “K” dejaba ver los resquicios de su obstinación.
 
El 13 de diciembre de 1968, C. escuchó, pálido, al locutor de Radio Tupí anunciar la clausura del Congreso y del recrudecimiento del régimen. Azotado por vientos desfavorables, C. enmudeció: caminaba con la cabeza gacha evitando a la gente en la acera, porque quería volverse invisible. Su mujer, una vez más encinta, ansiaba tener tranquilidad para criar a sus hijos, mientras C., encerrado en la parte trasera de la casa, en su taller de reparaciones de aparatos eléctricos y electrónicos, reflexionaba. Tenía que hallar una manera de convencer a los vecinos de que había dejado de ser un elemento nocivo para la sociedad.
 
Cuando nació el niño, fuerte y saludable, a principios de 1969, Cicinho ya había resuelto el problema. Salió del hospital inmediatamente después de ver a su hijo y a su esposa, y se dirigió al registro civil. Una vez allí, insistió en decir sílaba por sílaba el nombre de su hijo menor, pues no quería que ninguna letra quedara fuera de lugar. Robert Kennedy, en homenaje al senador y precandidato a la presidencia de Estados Unidos, brutalmente asesinado en junio del año anterior. Karl Marx había sido un arrebato juvenil: Robert Kennedy representaba el futuro.
 
Durante los cuatro años que duraba la primaria, Karl Marx fue mi compañero de pupitre. Nos sentábamos juntos en los salones del Grupo Escolar Flávia Dutra. Nos hicimos amigos, pues nos gustaban las mismas cosas: correr, jugar futbolito, lanzarnos en avalancha, subirnos a los árboles, acostarnos en el suelo de la cancha de tierra para observar las nubes que avanzaban hacia el sur. Lo único que nos separaba era el futbol: yo ocupaba la posición de lateral izquierdo en el equipo del barrio, mientras que de mi amigo no se acordaban ni para la banca.
 
Pocos sabían que, detrás del nombre sencillo y puro con que conocíamos a Carlitos —apodo que suscribíamos todos, sobre todo su padre y su madre— se alzaba la sombra del peligrosísimo Karl Marx. Por eso sus problemas sólo surgieron en la adolescencia. Cuando fue a inscribirse al servicio militar, el sargento, horrorizado, le exigió que se cambiara de nombre. Vivíamos los estertores de la dictadura, pero hasta su padre consideraba que tal vez sería mejor renunciar al homenaje: Karl Marx se convirtió en Carlos Marcos. Su hermano, algunos años después, ya en pleno proceso de democratización, no sufrió la misma contrariedad: conservó a lo largo de su vida el nombre de Robert Kennedy. Y C., frustrado, nunca llegó a ocupar un curul en el Concejo Municipal. Su mujer, L. sí que fue elegida y reelegida en diversas legislaturas.

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