Luis Noriega  Cómo no leer a Marx

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“Se suele reprochar al marxismo el desconocimiento de la naturaleza humana, pero yo empezaba a temer que tuviera un problema igual de serio con la naturaleza de la literatura.” El escritor colombiano Luis Noriega recuerda sus experiencias de juventud con Marx y los fanáticos marxistas.

En enero de 1989 el muro de Berlín parecía tan sólido como lo había sido a lo largo de toda la década. Quizá por eso un adolescente provinciano con ínfulas de escritor podía irse a la capital para convertir las ínfulas en algo más y creer que Marx podía ser un ingrediente clave del proceso. Por eso había elegido estudiar Literatura en la Universidad Nacional de Colombia. Como el espectro del comunismo recorría Europa en el famoso comienzo del Manifiesto, en 1989 el espectro del marxismo todavía campaba a sus anchas en la universidad pública. Respecto a mis ilusiones la directora de la carrera tenía una buena y una mala noticia: la mala era que yo no estaba en la universidad para ser escritor; la buena, que el primer curso de crítica marxista me esperaba en segundo semestre. Obediente, asumí que lo mejor era guardar al escritor en el armario y prepararme para ser un buen crítico marxista.
 
Todo se torció desde el primer día, en la cafetería, donde mis nuevos compañeros me enseñaron que mi escritor preferido era un “facha”; mis géneros favoritos, “poco dialécticos” o sencillamente “alienantes”; mi idea de la vocación literaria, “pequeño burguesa”; y mi marxismo de bachillerato, “jesuítico”. Para casi todos esos adjetivos necesité traducción: era un recién llegado, no hablaba la lengua nativa. Algunos compañeros comprensivos intentaron ser didácticos (aunque tuve la impresión de que les interesaba más hablar de Pinochet que de literatura); otros no: el más vehemente amenazó con llevarme al patíbulo cuando triunfara la revolución. Buscando a los marxistas, había topado con los mamertos.
 
Hoy sé que la confusión mental de la izquierda universitaria de finales de los ochenta tenía poco que ver con Marx, pero a los dieciséis la opción más sencilla era andar con otra gente y, en lo posible, huir de ciertos temas, corriendo si además se oían petardos durante las manifestaciones en la universidad. Ese primer semestre solo saqué una vez al escritor del armario. Fue para enseñarle a una profesora un relato sobre un cadáver contado por él mismo. El que el narrador estuviera muerto le pareció escandaloso y, compasiva, me ofreció una breve introducción a la teoría del reflejo. Supongo que faltaban años para que los zombis volvieran a ponerse de moda. Nunca volví a enseñarle nada a un maestro.
 
Se suele reprochar al marxismo el desconocimiento de la naturaleza humana, pero yo empezaba a temer que tuviera un problema igual de serio con la naturaleza de la literatura. De modo que para cuando llegamos al primer curso de crítica marxista, yo ya era un desertor. Por suerte, apenas si nos asomamos más allá de la crítica hegeliana, algo por lo que siempre le estaré agradecido al profesor. Luego cayó el Muro, y aunque tengo la impresión de que en la Universidad tardarían varios años en entender las implicaciones, mi coqueteoó con el marxismo había terminado. Por desgracia, el escritor continuó encerrado en el armario hasta que terminé la carrera.

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