Riqueza y distancia  El virus de los pobres

 Foto: Nestor Barbitta

La distancia es algo valioso, decide sobre la vida y la muerte. Mientras los ricos se compran el mejor distanciamiento de la sociedad, los pobres están abandonados a su propia suerte.

Cuando la pandemia comenzó en Alemania y el virus superó las compuertas de seguridad y las fronteras nacionales, cuando fue a los festejos de Carnaval y al restorán, cuando se puso en la fila del supermercado y asistió a la iglesia, en aquel momento todavía había un lugar seguro: la propia casa. El coronavirus fue un desplazamiento de las placas continentales. La sociedad se deshizo en pequeñas islas, que nosotros podemos llamar hogar, familia nuclear, sistema de turnos o comunidad de infección. Algunos estaban muy a su pesar en la misma isla, otros pudieron elegir con quién pasar el tiempo. La distancia se convirtió en el más preciado de los bienes.

Las islas, las islas metafóricas, que habitamos durante la pandemia, tienen diferentes tamaños. Puede ser un apartamento, dos habitaciones para cinco personas o la propiedad rural con bosque propio, puerta de hierro y entrada de grava. Mientras a unos los desesperaba la estrechez, los otros apenas se enteraron de las medidas de seguridad y las nuevas reglas contra el virus. La isla solitaria, propia, es sueño y pesadilla a la vez. Desde Robinson Crusoe, el náufrago de Daniel Defoe, que pasó veintiocho años en una isla, existe el género literario llamado robinsonade, que habla del aislamiento total. La isla era castigo, porque era exilio. Pero también es paraíso, naturaleza intacta, un tiempo de descanso o incluso la posibilidad de desaparecer de la sociedad para siempre.

La distancia se compra

Ahora bien, la distancia empieza por las pequeñas cosas: un auto propio en lugar del metro, una casa con jardín en lugar de un apartamento alquilado, piscina propia en lugar de la piscina pública, negocios en lugar de economía doméstica. El que tiene más dinero consigue más espacio. La distancia se compra. Por otro lado, la sociedad es imprevisible. No podemos decidir quién se mudará al lado o si los ruidosos camiones recogerán o no los residuos a las siete de la mañana. Podemos votar y hacer manifestaciones, pero no dictar leyes. No somos nosotros los que determinan quién se sienta en la mesa contigua del restaurante o si el grupo que está en el otro extremo del pasillo del hotel pondrá o no la música a todo volumen. No podemos controlar nuestro entorno. Sin embargo, una cantidad de dinero suficiente parece contener la promesa de que sí podemos.

Apenas el distanciamiento social llegó a Alemania, aparecieron los primeros ingeniosos que dijeron que se trataba mucho más de una distancia física que de una social. Y por supuesto tenían razón: no cualquier distancia es distancia. Los que tienen dinero quieren conservarlo. Lo que unos consideran injusto, otros lo califican de envidia social. El porcentaje más rico de nuestra sociedad posee actualmente el 35% del patrimonio neto y si los pobres exigen más, esto implica menos para los ricos. El cuento maravilloso del ascenso social que cualquiera podría lograr, el de la riqueza obtenida cuando uno ha trabajado con el suficiente empeño es una idea hermosa, pero es un cuento, repetido una y otra vez por los ricos como una tranquilizadora historia de buenas noches. El país es desigual. El desplazamiento de las placas continentales empezó antes, mucho antes que el coronavirus.

Distancia: clave de la salud

La distancia se vuelve una necesidad. Para satisfacer esa necesidad se precisa justamente... dinero. Pero desde el coronavirus la distancia ya no es una necesidad exclusiva de los más pudientes, surgida de su propia condición de pudientes, sino que se ha vuelto la clave de la salud. La diferencia entre salud y enfermedad está dada por la intensidad con que uno puede distanciarse. ¿Uno trabaja en casa o con personas? ¿Uno viaja con mascarilla en metro o puede viajar en taxi o en el auto propio? ¿Sale de compras o hace que le entreguen a domicilio? La distancia cuesta dinero y promete salud.

La primera ola del virus alcanzó a todos. Se propagó desde Wuhan a todo el globo terrestre, fue arrastrada y traída por aquellos que viajaban por el mundo o sólo habían ido a esquiar. Fueron los ricos los que distribuyeron el virus por el mundo, y al principio los ricos se enfermaron igual que los demás. Algunos meses después, el coronavirus es una enfermedad de los pobres: las tres torres del bloque de viviendas Iduna en Göttingen, dieciocho pisos, setecientas personas, en cuarentena; el edificio de la Berliner Ostbahnhof, seis pisos, doscientas personas, en cuarentena; el populoso barrio de Neukölln, en el que casi cuatrocientos hogares de siete zonas diferentes quedaron en cuarentena, y allí viven por apartamento hasta diez personas; la productora de carne de Coesfeld y la productora de carne Tönnies. Es un virus de la estrechez.

Islas de infectados

Cuando el virus cayó sobre la planta de carne del grupo Tönnies y todavía se discutía sobre el aislamiento, Karl-Josef Laumann, ministro de salud del estado Nordrhein-Westfalen dijo que en “el caso de estos infectados, se trata sobre todo de personas que no participan de amplios ámbitos de la vida social”. Por eso no era necesario cerrar los restaurantes o los gimnasios. Las islas de los infectados flotan muy lejos del resto de la sociedad. Si al principio se trataba de mantener el virus afuera, ahora se trata de mantenerlo adentro. En el apartamento, en el bloque de viviendas, en el barrio, y con un cerco, si es necesario.

Quien es pobre no puede sino recurrir a la sociedad. A espacios públicos como bibliotecas, clubes de jóvenes y la piscina pública. A un transporte público que funcione, a un seguro de salud establecido por ley y a las tiendas de descuento. La sociedad debe ser para todos, la sociedad carga sobre sí solidariamente a los débiles.

El coronavirus directamente suspendió estas reglas. Las tiendas de descuentos fueron las primeras en vaciarse y los que no tenían dinero para comprar reservas de alimentos, los que no reciben dinero por mes, tuvieron que hacer fila muy temprano delante de los supermercados comunes para llegar a conseguir algo. Entonces la vida pública desapareció. Ya no pudieron abrir las bibliotecas, las escuelas ni los cafés del barrio. Y por algunas semanas, ni siquiera los comedores populares.

El virus primero transformó a la sociedad y después se transformó a sí mismo. Los focos de infección ahora están allí donde muchos tienen poco. El virus se volvió social, en vez de global. El distanciamiento social debe entenderse literalmente: la distancia con otros grupos sociales nos mantiene sanos... en la medida en que estamos en el grupo correcto. Pero ya antes del coronavirus los grupos sociales preferían no mezclarse. La semejanza del otro nos protege de algo más, de la sensación de que en Alemania las cosas son bastante injustas.

Cercanía y generosidad

Tres investigadores del Instituto de Trastornos Nuerológicos y Accidentes Cerebrovasculares demostraron que en nuestro cerebro hay una región que corresponde al altruismo. La conducta desinteresada no es una máxima social, es parte del ser humano. Nuestro cerebro no soporta bien la injusticia, pero tiene una solución: sencillamente apaga ciertas regiones. Keely Muscatel, una neurocientífica de la UCLA mostró a diferentes voluntarios fotos de niños enfermos de cáncer y observó su actividad cerebral: el cerebro de los ricos mostró menos movimiento. Era como si hubieran perdido la compasión. Tener dinero y ver pobreza pone al cerebro en una situación de tensión muy difícil de soportar. Pero uno puede protegerse permaneciendo entre gente igual a uno.

Ahora bien, ¿es grave querer estar con los iguales? ¿Acaso no preferimos todos estar con quienes se parecen? ¿No nos sentimos especialmente bien en nuestra cámara de eco? Depende, la cuestión es no dejar vagar la mirada. Cuanto más cerca están los hombres entre sí tanto más generosos son. Los sin techo, que comparten el pan y el lugar para dormir, los ricos que sin dudarlo llevan a sus amigos de vacaciones. El catedrático de psicología canadiense Stéphane Côté, que también participó de la investigación sobre el reconocimiento de emociones, quiso saber si los ricos son más avaros que los pobres y, en principio, comprobó que sí. Pero no es la riqueza en sí lo que vuelve avaras a las personas sino la diferencia entre pobres y ricos. Allí donde la desigualdad era extremadamente visible y la distancia grande, los ricos eran menos generosos que allí donde había cercanía. Si las personas sentían que el que buscaba ayuda tenía derecho a ser auxiliado, ayudaban menos.

La distancia estrecha la mirada

El derecho a la ayuda muestra al mismo tiempo la distancia y la proximidad. Le puedo dar a alguien algo que no tiene, eso nos diferencia. Pero ese derecho existe sólo porque todos somos iguales, porque estamos cerca. En teoría. El hombre ayuda al otro cuando puede reconocerse en él. Si nos ponemos límites a nosotros mismos, ¿cómo habremos de encontrar los puntos en común? Alemania es un Estado de bienestar, así funciona este país. Los impuestos financian el espacio público, financian las calles, subvencionan a las empresas de transporte, pagan la educación, la cultura, la seguridad nacional y la política. Y ahora pagan muchas de las medidas contra el coronavirus. La mayor parte de los ingresos por impuestos viene de los ricos, esto lo demostró el Instituto de Economía Alemana. Pero ¿qué pasa si uno piensa que no depende de ese Estado y no quiere darle a ese Estado nada más?

Si se quiere, el dinero puede mantener lejos de uno a la sociedad. Si normalmente nos necesitamos los unos a los otros y por esto también debemos soportarnos, la riqueza convierte las relaciones sociales en mercancía y así las vuelve objeto de intercambio. Como un niño caprichoso, uno puede irse si la familia ya no le cae bien, o si no le caen bien los amigos, los compañeros de trabajo, la ciudad o directamente el país. La distancia torna la vida más controlable y, supuestamente, amplía el mundo propio.

Pero la distancia, sobre todo la social, estrecha la mirada, la mirada con que uno ve a las otras personas y las otras realidades de vida, con que aprende algo sobre el ser humano. La sociedad se beneficia con los ricos, pero los ricos también se benefician con la sociedad. La distancia puede haberse convertido en un bien preciado pero ningún hombre es una isla.

Una versión más extensa de este texto apareció por primera vez el 15 de julio de 2020 en Zeit Online.

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