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"98 segundos sin sombra"
Giovanna Rivero

 
Fragmento de "98 segundos sin sombra"  (Giovanna Rivero)



La mejor parte de mi vida son las mañanitas, cuando camino sola las dos cuadras que separan mi casa de la parada del autobús escolar. Siempre pienso en cuánto odio a mi padre y en cómo nuestras vidas, la de mamá y la mía, y claro, la de Nacho, podrían convertirse en algo fantástico, una fábula, tan solo si él tuviera la decencia de morirse. Si alguien me pregunta por qué odio tanto a papá, no puedo explicar las razones. No es malo, no exactamente… Lo odio por intruso. Es un  extraño. Y sí, es cierto que él estaba antes de que yo naciera, por una cuestión de secuencia, pero tengo la súper certeza de que es un intruso. Inés entiende cuando digo estas cosas. Ella misma se siente una intrusa y dice que un día va a regresar al lugar donde realmente pertenece, aunque descubrirlo, saber cuál es ese sitio, le tome la vida entera. Sin embargo, Inés dice también que todo pasará al ser jóvenes en serio, no “capullos”, como nos llaman las monjas; por lo menos hace tres años que científicamente hablando ya no somos púberes, dice, y esa palabra me estruja el estómago. Púberes. Una esdrújula patética que comienza con “pu”. Inés sospecha de todo lo que comienza con “pu”: pus, puerta, púa, puerca, purga, puñado, puta. Pútrido todo. Igual, me encanta cuando entrecierra los ojos y se pone a hablar como una poseída: Esta edad, dice Inés, es difícil, es dura, es patética, es un infierno. Todo cambiará cuando salgamos bachilleres y entonces tengamos que largarnos juntas a estudiar en alguna universidad del interior. Para eso falta un año y cuatro meses. Estoy de acuerdo, las cosas cambiarán, no sé cómo, no sé si algo verdaderamente importante le pasará a la mente, al espíritu, al ánima, cuando por fin se termina la esclavitud escolar.

Papá no es como los otros padres, cancheros, orgullosos de sus niñas, casi enamorados. Padre es un señor que está aquí por accidente. Una vez, cuando yo era chica, Padre quiso suicidarse con la soga de la hamaca, pero la soga estaba podrida y terminó soltándose. Fue un desastre total. Se le dañaron las cuerdas vocales (desde entonces Padre habla con esa ronquera enfermiza que Inés considera sexy) y se le brotó mejor, como un huevito recién cagado, el bulto de la nuca. Pocas veces he puesto mi índice en ese bulto, me revuelve el sistema digestivo y más abajo, y no puedo decir que es asco. Siempre tengo  problemas para saber con exactitud lo que siento. Uno puede decir asco cuando se trata de curiosidad. Una curiosidad horrible, el deseo de que ese bultito funcione como una humilde bola de cristal opaco y me cuente algo de Padre que yo no sé, algo que podría reconciliarnos. Algo mío a través suyo. What planet is this?

Al principio yo le tenía pena a papá, me sentía culpable, aunque no sabía exactamente por qué. Dos veces hice penitencias por no saber o no poder quererlo. Inés me acompañó en esas penintecias. A pan y agua, lo juro. Hambrear la entusiasma más que tomar Coca Cola con aspirina; la pone en estado de santidad psicodélica. En mi caso, lo único que hizo ese vacío en la panza fue despertar voces, como esos rugidos de ultratumba que brotan de los discos cuando hacés que la púa los raye al revés. ¿Eran mis propios mensajes subliminales? Oh, sí.

Desde hace un tiempo creo que Padre es simplemente un cobarde. Mamá le ha dicho infinidad de veces que tenemos el chance de irnos a Italia, tenemos derecho a pasaportes italianos aunque solo sepamos decir “espaguetti”.  Allá trabajarían de lo que sea para darnos una mejor calidad de vida. ¿Qué dejaríamos atrás? La casa con las paredes descascaradas. El olor feroz de la zafra que nos invade en las madrugadas como un fantasma en hedionda pena. El río amenazándonos cada vez que se desploma un turbión. Eso. Pero a papá el mundo le hace orinarse en los calzoncillos. Irse es de “vendepatria”, se excusa. “Irse es de yanquis”.

Siempre he sabido que yo no soy la hija que Padre anhelaba, él quería un chico, y para lo que me importa. Hay que verlo cuando me acerco a poner la mesa o a ayudar con las cosas de Nacho, ¡podría calcinarme con la mirada! No le deseo una muerte dolorosa, lenta, no es eso, bastaría con una soga en perfectas condiciones, estoy harta de que vivamos fingiendo. Madre  no me conoce bien, no puedo mostrarle mi verdadero ser. Nadie me conoce. Y a decir verdad, yo tampoco entiendo mucho a Madre. No terminó la escuela porque se empreñó justo un año antes de graduarse, de mí, de mi existencia; tuvo que asistir a una secundaria nocturna para adultos y desde entonces, según yo, asocia el estudio con la luna y el ocultismo. Sin embargo, eso debe ser lo que nos ha mantenido unidas, a pesar de que no siempre me gusta lo que en verdad hay debajo de sus vestidos, de su carne. A las dos nos encanta el cielo. El cielo de noche. A eso yo le llamo una “paradoja”.

Desde que Nacho nació, Padre y Madre casi no hablan en el almuerzo. Nadie habla. Metemos nuestras narices en el fideo y solo las levantamos para tomar agua. De a ratos alguna tos endemoniada de Clara Luz o las canciones collas que la niñera le canta a Nacho, pese a que Padre detesta lo colla. La palabra que más odia es “guagua”, y también “imilla”, las dos cosas que la niñera repite novecientas veces al día, lo cual demuestra que no es difícil domar a mi padre, solo hay que tener voluntad y ovarios y no estoy segura de que Madre tenga lo primero. Y lo segundo sin lo primero solo sirve para darle descendencia a un hombre. “Descendencia” es la palabra que las monjas utilizan para referirse al acto sexual. Todos venimos de ese acto, ¿pueden creerlo? Solo los extraterrestres se reproducen de otra manera. Entre nosotros ya hay ese tipo de seres, criaturas depositadas por arcas celestiales en lugares remotos y que se han mezclado con esta civilización sin hacer mucho escándalo. No van a venir a decirte con toda la frescura del mundo: “Hola, me llamo Beta u Omega y soy extraterrestre”. Eso sí sería una gran estupidez. Los extraterrestres se portan igual que los comunistas: melancólicos, silenciosos, nostálgicos, contradictorios, como Padre.

 Le he suplicado a mamá, al borde de los estigmas, que se divorcie, no es tan malo, no te va a salir un salpullido ni nada que realmente te marque. Si caminás por la calle es imposible que alguien diga: “esa mujer es divorciada”. La propia tía Lu es una mujer divorciada y todo el mundo le sigue diciendo “señora”, lo cual la pone de un humor brutal. Son otras las maldades que se notan en una cara. Robar, por ejemplo. Tenés la R de ratera, de rata, de roñosa tatuada en la frente. Además, no soy tan injusta como podría pensarse. Yo no dejaría a mamá parada en medio del desierto. Le aseguro que mi amor le bastará para enfrentar los problemas, le juro de corazón que no estará sola.
 
Giovanna Rivero Foto: © Irene Antúnez Rivero Tres preguntas con... Giovanna Rivero

En cada cuento o novela que escribo me entrego de manera radical y eso es lo que me da cierta paz de conciencia artística.
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