Norte
Edmundo Paz Soldán

Alquiló una habitación en la calle Guerrero. A una cuadra de la pensión estaban los burritos Tony (de mole, aguados) y al frente al parque Burunda. Una noria herrumbrosa, con dibujos de gusanos de ojos saltones y lenguas largas a los constados de los asientos, giraba haciendo crujir sus goznes. Los carros chocones sacaban chispas y parecían conducidos por choferes endemoniados. Las tazas giratorias daban vueltas con tanta rapidez que deformaban los rostros de quienes se encontraban en su interior. Los niños disparaban rifles con balines a patos de plástico, pescaban en palanganas decoradas como estanques, arrojaban anillos a botellas de vidrio.
A Jesús le gustaba sentarse en uno de los caballitos de madera del carrusel, el que tenía una oreja mutilada y estaba pintado de amarillo chillón, y quedarse suspendido en el aire, aferrado al tubo de metal que ensartaba al caballito y le impedía escaparse. Se dejaba llevar por el retintín de la música. A veces descubría cerca de una chiquilla retechula y se le cruzaba por la cabeza seguirla y atacarla por detrás en una calle vacía y violarla y destriparla a cuchillazos. Pero luego se decía que era mejor no meterse en problemas y aguantárselas.
En una de sus vueltas por el carrusel llegó a la conclusión de que el final de Braulio no le había dado pena ni lo había sorprendido. El destino tenía sus formas de manifestarse, había que dejarlo actuar. Lo difícil, lo importante, era encontrar ese destino, escuchar sus instrucciones.
Starke había quedado atrás, ¿qué lo aguardaba en el futuro? ¿Qué hacer?
Una tarde vio al Innombrable sentado en un caballo negro junto al suyo. En su rostro cadavérico no había ojos y su boca estaba congelada en una expresión de pavor, como si aullara ante la presencia de un ser harto más inquietante que él mismo.
Jesús quiso bajarse del caballito pero no pudo. De su oreja mutilada salían hormigas con tenazas a manera de dientes. Se llevó las manos a la espalda, con miedo a que las hormigas lo picaran.
El Innombrable se bajó del caballo y pasó por su lado y se transformó en un señor de sombrero y bigotes. Alguien le tocó el hombro. Era María Luisa.
¿Nomás qué haces aquí?
Señor, es que ya terminó.
Era la mujer encargada del carrusel.
Jesús bajó del caballito y le pidió disculpas.  
Llegó a la conclusión de que era mejor evitar la ola de violencia indiscriminada en la ciudad. No tenía nada que ver con el ca ir lejos. o concentrarse en El Paso, porque no quero lado. Eso era fad. No tenártel, pero quizás alguien se acordaría de sus antiguas conexiones con Braulio.
Miguel lo puso en contacto con un tío que se dedicaba a la venta de carros robados al otro lado. Eso era fácil, ese idioma todavía lo entendía. Utilizaría Juárez como centro de operaciones, pero trataría de pasar allí el menor tiempo posible.
Intentó al principio concentrarse en El Paso, porque no quería ir lejos. Sin embargo, luego de un incidente en el que la policía lo detuvo y lo dejó libre después de un brutal interrogatorio, decidió buscar territorios más alejados de la línea. Tampoco quiso volver a cruzar por los puestos fronterizos de siempre; no se sentía tan protegido como antes.
Casi sin darse cuenta había vuelto a abordar los trenes de carga. Iba y volvía, iba y volvía: la línea parecía no tener secretos para él.
Trabajó durante dos meses en las plantaciones de tabaco y en Kentucky, un mes en San Diego con una compañía encargada de proveer de baños portátiles a estadios, parques, carreteras en las que se llevaban a cabo reparaciones. Era el encargado de limpiar los baños y se la pasaba vomitando. Fucking chamba de mierda, repetía entre dientes, orgulloso de su juego de palabras. ¿Qué hacía la gente en esos baños, por qué tan limpia en sus casas y asquerosa en lugares públicos?
Debió ir varias veces por la madrugada a plazuelas y calles de distintas ciudades, donde venían a buscar ilegales para trabajos mal remunerados. Los escuchaba, obsesivos en su miedo a la migra y en su odio a los coyotes que los habían hecho cruzar y se habían quedado con sus ahorros y pertenencias. Uno había pasado treinta horas encerrado en una caja de frutas. Otro cruzó por Tecate a través de un agujero en una malla de metal y luego canales de desagüe llenos de mierda. Otro por la mallas ciclónica en Tijuana, perseguido por el mosco de la migra, siguiendo a un coyote hasta una camioneta en una calzada, y luego a bajar y a atravesar la autopista a las carreras. Un salvadoreño, en una noche sin luna, por Tijuana, con culebras y ratones entre la hojarasca, y luego caminar por cerros hasta un puente en el que esperaba un pick-up con campera. Un güero flaco, escondido bajo el vagón de un tren, de cuclillas, agachado en una esquina durante diez horas, rogando no rajarse. Una mujer de manos temblorosas, detenida por la migra dos veces y deportada, violada por el coyote, había logrado pasar a la tercera. Un buey llegado de Oaxaca, cruzó en una van a la que le habían quitado  los asientos, metido en un hueco escuchó a los perros olisqueando y se puso a rezar y se fueron. Un colombiano, perdido en el desierto con su mujer, la había visto morir y luego se topó con  un coyote que lo salvó. Otro, también en el desierto, salvado por un pozo en el que había un charco de agua maloliente y llena de moscas al lado de una cueva con una estampa de la Virgen de Guadalupe. No manches, cabrón, le dijo el gordo que estaba a su lado. Te creo lo del pozo pero no lo de la Virgen. Que mi viejita se quede paralítica si estoy mintiendo. Pos seguro que ya se quedó.
¿Y tú, buey? Jesús no abría la boca. Tenía historias mucho más interesantes para contar, pero no estaban relacionadas con el cruce al otro lado. Estaba más cerca de los coyotes, que iban y venían por la línea como si fuera la cosa más normal del mundo, que de toda esa bola de huevones que no conocía la realidad de la frontera y era esquilmada y con suerte sobrevivía. Era cuestión de ser arrojado, de no tener miedo. El miedo hacía que uno oliera diferente, los hijos de puta de la migra se daban cuenta de eso.
Fue electricista, jardinero, albañil. Odiaba chambear para los gringos. Era injusto terminar la jornada con veinte dólares en el bolsillo. Ese dinero se le iba en alcohol y coca barata, adulterada. Para comer y dormir, usaba los refugios para la gente sin hogar que administraban diferentes organizaciones religiosas, The Salvation Army, grupos de derechos humanos. Se acostumbró a comer sopa de lentejas y pollo frito. Por las noches dormía en catres de campaña; su sueño se volvió ligero, intranquilo, con el ruido de fondo de hombres que se quejaban de dolores en el cuerpo o se masturbaban o cogían apenas se apagaban las luces. Había negros, güeros, latinos. A veces, debido a su apariencia frágil, a su rostro joven, trataban de abusar de él. Se escabullía y terminaba la noche durmiendo tirado sobre cartones en un callejón. En un par de ocasiones debió comprar su tranquilidad masturbando a negros inmensos; en otro incidente, un tipo fornido lo violó repetidas veces, y Jesús no quiso admitir que eso que le dolía en el culo también le producía placer.

 

Edmundo Paz Soldán © Edmundo Paz Soldán Foto: © Liliana Colanzi Edmundo Paz Soldán Edmundo Paz Soldán Foto: © Liliana Colanzi
Tres preguntas con... Edmundo Paz Soldán


"Sentirse realizado es sentir que ya se acabó todo. A mí me gusta construir mundos narrativos y luego dinamitarlos y comenzar de nuevo"​ Mas...

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