Seúl, São Paulo
Gabriel Mamani Magne

Para entender lo que Tayson hará esta tarde hay que retroceder algunos años. Hasta su nacimiento:
 
Tayson nació en São Paulo, Brasil, el mismo día que Bolivia jugaba la final de la Copa América de 1997. El partido era en La Paz; el rival, la canarinha de Ronaldo. Mi tía Corina, su madre, habla sobre el miedo que le congeló el cuerpo al notar que los enfermeros llevaban audífonos en los oídos.
Me daba miedo, dice. En ese país todos están locos por el fútbol. Peor que aquí. Capaz y por escuchar el partido el médico cortaba algo que no debía cortar. Capaz, si Bolivia ganaba, por venganza, los enfermeros aumentaban la temperatura de la incubadora y tu primo salía quemado.
Pero Bolivia perdió. Tayson no se quemó.
Al contrario: nació más claro que el resto de la familia Pacsi.  
Su infancia fue una batalla constante entre la lengua de sus padres y la lengua de su pasaporte. Mucho portuñol. También algo de aymara. La familia vivía en un barrio de bolivianos, entre tucumanas y pollos a la broaster. Era El Alto en Brasil, cuenta el tío Waldo. Era como si nunca hubiésemos pasado de la Garita de Lima. Mi compadre –sigue el tío Waldo– tenía una peluquería en Coímbra. Igual que en la Pérez: podías escoger entre firpo u honguito.
Contra todo pronóstico, mi primo escogió ondularse el pelo.
Tenía trece años, la edad en la que se escogen muchas cosas:
Se hizo corinthiano.
Se puso a trabajar.
Decidió que se enamoraría.  
 
Agarro el mapamundi y veo la ciudad natal de mi primo y me cuesta asimilar que alguien pueda nacer tan al oriente. Tan cerca del mar, tan sin aguayos. Tayson me contó que su primer beso fue con una boliviana recién llegada al Brasil. Se enamoraron, se hicieron daño. Tayson dice que la superó al rato. Miente. Una vez, mientras bebíamos con unos camaradas de la Fuerza Aérea, me confesó que luego de la boliviana solo tuvo dos novias más. Ambas brasileñas. Con la primera duró dos meses; con la otra, menos de una semana.
Culpa de la boliviana, dijo mientras me mostraba una foto de ella en su teléfono. Ahora no sé amar en portugués.
 
Y Tayson consiguió el mejor trabajo del mundo. Pero antes tuvo que pagar su derecho de piso en el taller de su padre. 
El tío Waldo cuenta que Tayson era bueno con la máquina de coser. Lo malo era ese celular, dice, distraía a tu primo, distrae a todos. Me acuerdo cuando los celulares parecían marraquetas. Puta que pariu, era mejor dejarlo así.
Todo cambió el día que la tía Zulma (boliviana-boliviana) le dijo a la tía Ana (boliviano-brasileña) que al parecer Tayson había heredado algunos rasgos de su abuela Nilda (boliviana de nacimiento, argentina por el padre, italiana en sus sueños). La tía Corina observó a su hijo y dijo que sí. Tiene su tez.
Fue así como Tayson entendió por qué su vida siempre había sido más fácil. O menos difícil: si lo jodían en el colegio, era porque era el más chismoso de todos, no por boliviano. Si las universitarias sensuales que subían al metro evitaban sentarse al lado del tío Waldo, con Tayson no había problema: una vez, incluso, una rubiezota de Pinheiros se acomodó a su derecha, se desabrochó la camisa, desenvainó su monumental seno y dio de lactar a un bebito que vestía un enterizo del Santos.  
Estaba gostosa, cuenta Tayson. Desejei ser el bebé.
Su blancura también le rindió frutos a la familia. En aquel tiempo, coreanos y bolivianos competían por dominar el área de la costura. Se envidiaban mutuamente. Se plagiaban.
Un boliviano no podía entrar al almacén de un coreano. Un coreano no podía entrar al almacén de un boliviano. Los guardias de los locales –brasileños, siempre– la tenían bastante fácil.

En eso nos parecemos a los asiáticos, cuenta el tío Waldo. Por más que queremos, no podemos esconder lo que somos. 
De modo que entrar a los almacenes de la competencia, comprar su ropa, copiar sus modelos, mejorarlos, era un trabajo de espías. O bien adiestraban al comerciante menos aymara de Coímbra y le ponían una gorra con una visera grande; o bien contrataban a un negro indigente y lo monitoreaban desde las afueras del almacén para que no se escapara con la plata.

El resultado –si es que había resultado– era una chaqueta tipo bolero que a las dos semanas aparecía mejorada por manos bolivianas: puños y coderas de tartán, el detallazo de la palabra ARMANI en el medallón del cierre.
Tayson borraría esa burocracia con solo mirarse al espejo.
En su primera incursión a tierras coreanas, además de un cupón de descuentos, se ganó el número de la dependienta más linda.
 
Playboy. Siempre que cuenta la historia, Tayson utiliza esa palabra: playboy. Así se sentía por aquellos tiempos. Como un playboy. Muy diferente a lo que es ahora. Un premilitar con las mejillas p’asp’as. Un bolibrasuco perdido en Bolivia, sin mujer y sin plata, y con ganas de gritar.
Saludaba al guardia. Entraba a la tienda. Escogía una vendedora. Conversaba con ella. Le hacía el charle –gosta do forró?– y se daba el lujo de mandarla a rodar solo porque una mulata con cintura de avispa le había hecho ojitos desde la sección de zapatos.
El coreano dueño del local lo saludaba desde la caja. Tayson le respondía con una sonrisa. La sonrisa más hipócrita del mundo, pues detrás de esos dientes parejos y blanqueados su lengua peleaba por encontrar una ranura y soltar todo eso que la colonia boliviana quería gritarle en la cara a los coreanos: chinos de mierda, ¿por qué no vuelven a su país?

Pero no era por nacionalista, aclara Tayson. Era la costumbre. Me gusta Corea. Me gusta su cultura.

Una sonrisa pícara ensancha su cara siempre que recuerda esos días: pese a los años, la felicidad generada en aquella época todavía le alcanza para liberar algunas dosis de endorfina.

En el barrio lo recibían como a un héroe. Bajaba del taxi, mostraba el botín –bolsas de shopping, decenas de ellas– y todo el mundo –niños, costureros, comerciantes– se aproximaba. Igual que grupis que sin querer se han topado con su cantante a la salida del cine. Igual que las palomas de la plaza Murillo cuando oyen el chasquido del maíz impactando contra el suelo.

La tía Corina lo recibía en casa con un plato de su comida favorita. La tía Ana le preparaba gelatina con crema chantillí. El tío Waldo abría una lata de Skol –la primera de tantas– y brindaba porque su hijo era un fodão y porque Corea no era rival para Bolivia.  
Hasta tenía una tarjeta de crédito, cuenta la tía Corina. Y además tenía novia, agrega Tayson.

Con quince años, muchos chicos están boludeando frente a la cámara delantera de un celular; con quince años, mi primo ya había decidido cuál sería su destino y qué pasos seguiría para llegar a él: haría tratos con los peruanos, con los turcos, con los demás bolivianos, ahorraría plata, se casaría, se largaría a Río de Janeiro.
Mientras revolvía en los últimos lanzamientos de la temporada otoño-invierno, Tayson imaginaba que ese vientecito producido por los ventiladores del local era la brisa del fin de la tarde en Ipanema.

Me lo cuenta con esas palabras: pensé que estaba en la playa. Se compraría un coche, trabajaría como taxista, estudiaría para arquitecto.
Tendría un hijo, al que llamaría Ayrton, y jamás se acordaría de São Paulo. De su frío, de su garúa, de sus edificios de mierda. 
Estaba en esas alucinaciones cuando el coreano le tocó el hombro.  

Bolivianos não, le dijo el asiático.
Tayson no entendió nada.
El coreano hizo una señal con las manos: un dependiente se acercó a ellos. Con tono amable, el muchacho le pidió a Tayson que por favor devolviera todas las prendas que había separado.
Lo tomó del brazo, lo acompañó hasta la puerta.
Era la primera vez que sucedía. Ya en el taller, luego de escuchar lo ocurrido, el tío Waldo tuvo una crisis nerviosa. El negocio está arruinado. Putacarajo, justo ayer me han aprobado el préstamo para el carro. 

Al llegar a casa, mi primo se encerró en su cuarto y estudió su rostro frente al espejo.
¿Sería la adolescencia? ¿Sería que Bolivia empezaba a florecer en su cuerpo, junto con el acné y esos pelos finitos que crecían en su barbilla?

Dos días después, las cosas se calmaron. El tío Waldo y Tayson fueron a pasear a la feria de bolivianos. Se alimentaron bien. Se emborracharon. (Era la primera vez que mi primo bebía: desde entonces, asocia la cerveza a la bolivianidad, la bolivianidad a su padre, su padre al trago: un círculo sin fin).  

No te preocupes, dijo el tío Waldo mientras llenaba el vaso, debe ser por el sol.
            …                                                                                   
            Has ido a jugar fútbol, ¿no?
            Sí.
            Entonces es eso. El sol te ha quemado. Estás más moreno. Punto.
            Pero no es cuestión de color, pensó Tayson. Solo por si acaso, compró el protector solar más caro que halló en la farmacia y se lo aplicó a diario durante una semana. No funcionó. Una vez más, mientras revolvía en la sección de jeans, el coreano le tocó el hombro y le dijo que los bolivianos no eran bienvenidos. Esta vez, quien lo escoltó hasta la salida fue la mulata bonita.  
Cuando el tío Waldo lo vio regresar al taller sin las bolsas de shopping, con una sonrisa que rumiaba una resignación, le dijo:
Ahora que eres boliviano: ¿Tigre o Bolívar?

Gabriel Mamani  © Foto: © Ignacio Mamani Magne Gabriel Mamani Foto: © Ignacio Mamani Magne
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