Música brasileña  El reencuentro tras la Diáspora

 Foto: Nestor Barbitta

La distancia que la perspectiva blanca impone –por ignorancia o racismo expreso– entre Brasil y África tiene como contraposición un dato objetivo: Brasil es, en gran medida, África. Más que próximos, están imbricados como madre e hija.

En medio de la confusión de voces, una se afirma y convoca: “Vamos ao batuque! Vamos ao batuque!” [¡Vamos a la batucada!¡Vamos a la batucada!] Pero entonces lo que se oye no es un tambor sino una guitarra que marca el ritmo originario urbano de las batucadas de negros de la Río de Janeiro de aquella época. Batucadas estas, a su vez, procedentes de las batucadas bantú del centro oeste africano, de donde vino casi la mitad de los negros esclavizados traídos a Brasil. Es decir, en esa guitarra tocada por un negro –el payaso, poeta, cantor, compositor y violinista Eduardo das Neves– cabían siglos de historia de la música brasileña. Una historia fundamentalmente negra, como refuerzan las palabras cantadas sobre el sonido de las cuerdas, mezcla de yoruba y portugués callejero: “Oi, cangorô/ Cangorô a mê/ Já virô miriritá”. 

Lanzada en 1908, la grabación de Uma festa na Penha [Una fiesta del barrio Penha] (que es más un sketch cómico que una canción, dado ya que la parte musical comienza veinte segundos antes del final) es señalada por el investigador José Ramos Tinhorão como “el documento más antiguo y aparentemente más correcto del ritmo negro de batucada grabado en Brasil”. Registrado en un disco de la Casa Edison, el documento expone la relación umbilical entre Brasil y África (la proximidad). Al mismo tiempo, allí se revela la adecuación de formas originales africanas al mercado y a las transformaciones que se dieron en suelo brasileño, movidas por la diversidad y el racismo (la distancia).
 

El historiador Luiz Antonio Simas identifica esa relación entre Brasil y África cuando advierte, con absoluta pertinencia, sobre la diferencia conceptual entre la Diáspora y la cultura de la Diáspora. Mientras la primera esparce (aleja), la segunda aglutina (aproxima). Es decir, toda cultura diaspórica nace de una dispersión pero su producto –en este caso, la música brasileña– siempre apunta a un rencuentro.

La violencia simbólica del borrado

La violencia física implicada en el proceso de la Diáspora está acompañada de una violencia simbólica, no siempre consciente pero no por eso menos perversa. El proceso de la cultura africana en la música brasileña se caracterizaba notoriamente, entre otros, por la represión de las formas culturales de los negros esclavizados o, más tarde, por la persecución policial de la samba y las religiones afrobrasileñas con base en la “ley de vagancia” (en realidad, un dispositivo legal laxo, que le permitía a la policía criminalizar a cualquier persona que quisiera, o sea, a cualquier negro que desearan perseguir).

Es sintomático y revelador, en este sentido, que el acervo histórico más valioso que se tiene de la cultura negra del Brasil urbano esté en los archivos de la policía, ya que la prensa y demás instancias de la sociedad no estaban interesadas en la vida de aquellos hombres y mujeres pobres, recién salidos de la condición de esclavos.

Pero había borrados más sutiles y, tal vez, justamente por eso más insidiosos. Es de todos conocido que antes del surgimiento de la grabación mecánica la única forma de registro musical era la escrita. Pero es importante tener en cuenta que la tablatura de formas musicales negras, cuando se hacía, la hacían blancos. Como la estructura de la música de origen africano tiene bases armónicas, melódicas y rítmicas completamente distintas de la música europea, muchas veces el musicólogo “corregía” en la partitura lo que, para sus oídos y su concepción de la música, sonaba “desafinado”. Es decir, hasta las prácticas de conservación (el registro permanente de la escritura) portaban la estructura social que generaba un acto de promoción del olvido.

Los instrumentos revelan la proximidad

La herencia africana, sin embargo, encontró los medios para seguir viva y seguir destacándose, con una resistencia ya negociada (con los gobiernos, el mercado y la prensa) ya sostenida de modo arduo. Los instrumentos musicales cargan con gran parte de esa historia. La mpwita de los mbundu y la khwíta de los chokwe (pueblos de la región hoy conocida como Angola) se continúan en la cuíca de las escuelas de samba y, antes, en la puíta del jongo.
 


Instrumentos marciales –a los que los negros tuvieron acceso en las bandas militares– fueron subvertidos y adaptados a la estructuración musical de tradiciones africanas y formaron la base de las baterías que desfilan hoy en el sambódromo Marquês de Sapucaí. También objetos no pensados como instrumentos testimonian ese proceso de supervivencia creativa. Es el caso del tambor llamado surdo, cuya invención se atribuye a Alcebíades Barcelos (Bide, compositor fundamental del grupo Turma do Estácio), hecho a partir de una lata grande de manteca, y del prato-e-faca, que combina la técnica del raspado venida del reco-reco con el timbre agudo y metálico de un agogô.

El hecho de que dos medios de prensa brasileños se hayan extrañado y considerado exótico el uso del prato-e-faca en una presentación reciente de Caetano Veloso y sus hijos (transmitida en vivo desde la casa del artista durante la cuarentena) es la demostración inequívoca de todo el proceso de borrado abordado en este texto. El episodio, sin embargo, muestra que ese borrado encuentra una fuerza de resistencia que es todavía mayor: tradicional en el samba-de-roda y originario de la samba urbano carioca, el instrumento es usado en toda su potencia contemporánea en discos de artistas como Mart’nália, Adriana Calcanhotto, Maria Bethânia y Arnaldo Antunes.

Como en un pagode de Vila Isabel

La distancia que la perspectiva blanca impone –por ignorancia o racismo expreso– entre Brasil y África tiene como contraposición un dato objetivo: Brasil es, en gran medida, África. Más que próximos, están imbricados como madre e hija. Entre 1970 y 1990 artistas brasileños viajaron al continente africano (en particular, a Angola) y sus relatos (en entrevistas y canciones) eran de reconocimiento, rencuentro. A su regreso, Caetano cantó: “No meu coração da mata gritou Pelé, Pelé / Faz força com o pé na África” [En mi corazón de la selva gritó Pelé, Pelé, empuja con el pie en África]. Chico Buarque celebró a la Morena de Angola. Djavan relató su “bautismo” en Luanda: “Num grito da Mãe Oxum/ Dizendo: ‘Menino/ Onde é que tu anda?/ Eu te batizo africamente/ Com o fogo que Deus/ Lavrou tua semente’” [En un grito de la Madre Oxum, que decía: “Muchacho/ ¿dónde estás? Te bautizo áfricamente/ Con el fuego con que Dios/ cultivó tu simiente”].
 


Martinho da Vila experimentó la sensación de estar en familia: “Oí muchas historias iguales a las que me contaban mis abuelos. Comí mufete de carapau, un delicioso pescado frito, entero y con escamas. Bebí caporroto, una especie de cachaça. Conversé como si estuviera en un pagode de Villa Isabell”. Gilberto Gil construyó su Refavela, disco en el cual evoca las fiestas del barrio de la Penha en la época de Eduardo das Neves y otros ancestros, exhibiendo afrofuturismos avant la lettre:

O filho perguntou pro pai
“Onde é que tá o meu avô
O meu avô, onde é que tá?”
O pai perguntou pro avô
“Onde é que tá meu bisavô
Meu bisavô, onde é que tá?”
Avô perguntou ô, bisavô
“Onde é que tá tataravô
Tataravô, onde é que tá?”
Tataravô, bisavô, avô
Pai Xangô, Aganju
Viva Egum, babá Alapalá”


[El hijo preguntó al padre:
“¿Dónde es que está mi abuelo?
Mi abuelo, ¿dónde es que está?”
El padre preguntó al abuelo:
“¿Dónde es que está mi bisabuelo?
Mi bisabuelo, ¿dónde está?”
El abuelo preguntó al bisabuelo:
“¿Dónde es que está el tatarabuelo?
El tatarabuelo, ¿dónde está?”
Tatarabuelo, bisabuelo, abuelo
Padre Xangô, Aganju
Viva Egum, padre Alapalá].
 

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