Inteligencia artificial
El origen de las respuestas

Inteligencia artificial
Inteligencia artificial | Foto (detalle): © Adobe

Sobre diferencias insalvables entre seres humanos y máquinas. Un ensayo.

En 1997, el especialista en cibernética británico Kevin Warwick comenzaba su libro March of machines con un escenario futurista bastante sombrío. Warwick sostenía la opinión de que a más tardar a mediados del siglo XXI la población terrestre sería dominada por una Inteligencia Artificial (IA) conectada y por robots superiores que, en el mejor de los casos, considerarían al ser humano un elemento que aporta un poco de caos en el sistema.

¿Alguna vez las máquinas sentirán vergüenza de haber sido creadas por los seres humanos, así como el hombre se avergonzó cuando averiguó que descendía del mono? En los años ochenta, Edward Feigenbaum, pionero en IA estadounidense, imaginó que en las bibliotecas del futuro los libros se comunicarían entre sí y aumentarían su saber de modo autónomo. El comentario de su colega Marvin Minsky fue: “Quizás nos conserven como mascotas”. Minsky fue uno de los coorganizadores del congreso en el Dartmouth College de New Hampshire en el que surgió por primera vez el concepto de artificial intelligence: Inteligencia Artificial.

Todavía nos servimos de las máquinas como mascotas. ¿Sera al revés en algún momento? Todavía nos servimos de las máquinas como mascotas. ¿Sera al revés en algún momento? | Foto (detalle): © picture alliance / dpa Themendienst / Andrea Warnecke Las promesas de una extensión informática de la inteligencia eran espectaculares. Pronto cerebros electrónicos resolverían problemas de toda clase. La mayoría de esas expectativas se vio frustrada o cumplida sólo después de décadas y en ámbitos estrechamente limitados, como el ajedrez o el reconocimiento de patrones. Sin embargo, los avances tecnológicos de los últimos años han otorgado a este proceso una nueva dinámica. Nuevas técnicas de almacenamiento, computadoras de cada vez mayor rendimiento, nuevas concepciones de bases de datos para el procesamiento de gigantescas cantidades de información, inversiones millonarias de consorcios internacionales y, por último, una competencia entre países por dominar el mundo recurriendo a “ventajas algorítmicas” reavivan los antiguos miedos a la Inteligencia Artificial.

En mayo de 2018, cuatro célebres científicos –el premio Nobel de física Frank Wilczek, el cosmólogo Max Tegmark, el informático Stuart Russell y el físico más conocido del mundo, Stephen Hawking– se dirigieron con un llamado a los lectores del periódico británico The Independent. Allí advertían sobre el error que significaba minimizar las máquinas inteligentes como pura ciencia ficción: “Poner en marcha exitosamente una inteligencia artificial sería el el mayor acontecimiento de la historia de la humanidad. Lamentablemente, también podría ser el último, si no aprendemos a evitar los riesgos que conlleva”.

¿La destrucción de la humanidad?

Llama la atención que la investigación de la Inteligencia Artificial esté dominada por varones en cuyo exaltado deseo creador tal vez esté operando una forma invertida de la envidia del pene, una envidia del parto, podríamos decir. Es el indomable deseo de oponerle al organismo viviente –al que la evolución hace pasear por la Tierra en formas cada vez más refinadas desde el surgimiento de la vida hace cuatrocientos millones de años– un desarrollo computarizado autónomo de rango equivalente, más aún, uno que supere al hombre y lo degrade a fase de transición entre el mono y la más reciente cúspide de la creación.

Esta visión se llama “Inteligencia Artificial dura” y se basa en la conjetura de que toda función de la existencia humana es informatizable, pero sobre todo, en que el cerebro humano funciona como una computadora. Todas las advertencias sobre máquinas que se vuelven locas y empiezan a matar coinciden en punto álgido, el de la singularidad. Es el momento a partir del cual una máquina puede mejorarse a sí misma y su rendimiento crece de manera explosiva. Los amonestadores agitan el miedo de que, una vez puesta en marcha, esa hipermáquina desarrollará un núcleo esencial propio. Un yo inteligente.

El temor de que objetos caprichosos destruyan la humanidad tiene raíces profundas. Está relacionado con el temor, pero también con la esperanza, de que cosas inanimadas cobrarán vida, por ejemplo, con ayuda de la magia. Los antiguos egipcios les ponían a los fallecidos pequeñas figuras en la tumba –ushebti, los que responden–, que debían despachar para ellos los trabajos en el más allá. Por primera vez aparece allí la idea de la computadora: del representante que responde, que cumple cualquier orden. Las instrucciones escritas en las estatuillas se parecen de modo asombroso a la sucesión algorítmica de un programa moderno de computadora:

Muñeco mágico, ¡escúchame!
Cuando me llamen
a cumplir la tarea...
debes saber que en mi lugar tú estás
determinado por los guardianes del más allá
para sembrar los campos
llenar los canales con agua
y sacar de allí la arena...

Al final dice:

Aquí estoy y obedezco tus órdenes.

Los que responden de la Antigüedad: ushebti depositados en la tumba para que realizaran trabajos en el más allá. Los que responden de la Antigüedad: ushebti depositados en la tumba para que realizaran trabajos en el más allá. | Foto (detalle): © picture alliance / akg / Bildarchiv Steffens Hoy lo llamaríamos “guía del usuario interactiva” y diríamos que la creencia de que unas palabras mágicas podrían darle vida a un figura de barro es una superstición. Pero esta creencia ha sabido llegar hasta al presente. Los defensores de la Inteligencia Artificial dura están convencidos de que en las computadoras en algún momento se conformará algo parecido a una conciencia viviente. Sostienen la hipótesis de que el pensamiento puede ser reducido a un procesamiento de información independiente del material soporte. Es decir que el cerebro no resulta indefectiblemente necesario y, de modo análogo, el espíritu humano puede cargarse en una computadora. Para Marvin Minsky, que murió en enero de 2016, la Inteligencia Artificial era el intento de hacerle una trampa a la muerte.

La ilusión del yo mecánico

En 1965, el informático Joseph Weizenbaum desarrolló en el Massachusetts Institute of Technology un programa llamado Eliza con el que uno podía charlar escribiendo. Weizenbaum le hizo asumir a ELIZA el papel de un psicoterapeuta que mantiene una conversación con un paciente. “Mi madre está rara”, escribe el hombre. “¿Desde cuándo está rara?”, pregunta la computadora. ¿Se han despertado las computadoras? ¿Qué es lo que nos interroga y nos hace sentir que en el interior de las máquinas surgen esencias propias que pueden confundirse con las humanas?

Hasta entonces los aparatos se habían manifestado sólo bajo la forma de señales impersonales – “Presión de aceite baja”, “Avería”. Weizenbaum quedó azorado al ver lo rápido que las personas que conversaban con Eliza desarrollaban una relación emocional con la máquina ataviada de algoritmos. Cuando su secretaria probó el programa, al poco rato le pidió a Weizenbaum que abandonara la habitación, porque ella estaba dando detalles íntimos. Como sea, una máquina a la que un programador lo ha ordenado decir YO, no por eso tiene efectivamente un yo.

El cerebro como computadora no tiene nada que ver con el saber científico sobre el cerebro, la inteligencia humana o el yo personal. Es una metáfora moderna. Primero se supuso que el hombre estaba hecho de lodo y que un dios le insuflaba el espíritu. Más tarde se volvió popular un modelo hidráulico, la idea de que el flujo de los “humores” del cuerpo eran los responsables del funcionamiento físico y espiritual. Cuando en el siglo XVI se construyeron los autómatas con resortes y engranajes, los pensadores de avanzada, como el filósofo francés René Descartes, llegaron a la idea de que los hombres eran máquinas complejas. A mediados del siglo XIX, el físico alemán Hermann von Helmholtz comparó el cerebro con un telégrafo. Y el matemático John von Neumann constató que la función del sistema nervioso humano es digital y trazó nuevos paralelos entre los componentes de la calculadora de entonces y los del cerebro humano. Sin embargo, hasta ahora nadie encontró en el cerebro un banco de almacenamiento que funcione de modo remotamente parecido al almacenamiento de una computadora.

De los investigadores en el campo de la Inteligencia Artificial son pocos a los que inquieta una superinteligencia ávida de poder. “Toda la comunidad está muy lejos de desarrollar algo que pueda inquietar a la opinión pública”, nos tranquiliza Dileep George, cofundador de la empresa de Inteligencia Artificial Vicarious. “Como científicos estamos obligados a explicarle a la opinión pública la diferencia que hay entre Hollywood y la realidad.”

Una máquina con derechos civiles: el humanoide Sophia mantiene conversaciones y muestra emociones y es el primer robot con ciudadanía. A finales de 2017 fue reconocido por Arabia Saudita como persona jurídica. Una máquina con derechos civiles: el humanoide Sophia mantiene conversaciones y muestra emociones y es el primer robot con ciudadanía. A finales de 2017 fue reconocido por Arabia Saudita como persona jurídica. | Foto (detalle): © picture alliance / Niu Bo / Imaginechina / dpa En el caso de Vicarious, que ha recibido más de cincuenta millones de dólares de Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, se está trabajando en un algoritmo que ha de funcionar como el sistema perceptivo del cerebro humano. Un objetivo más que ambicioso. Las grandes Redes Neuronales Artificiales que hoy funcionan en las computadoras tienen alrededor de mil millones de conexiones, es decir, mil veces más que hace algunos pocos años. Sin embargo, en comparación con el cerebro, el número es mínimo y casi despreciable: corresponde aproximadamente a un milímetro cúbico de tejido cerebral. En una tomografía sería menos que un vóxel, el correlato tridimensional de un píxel.

El problema central de la Inteligencia Artificial es la complejidad del mundo. Para abordarla, el humano recién nacido ya está dotado de un potencial transmitido genéticamente de sentidos, de un cúmulo de reflejos que son importantes para la supervivencia y, tal vez lo más importante, de eficaces mecanismos de aprendizaje que le permiten modificarse rápidamente, de modo que puede interactuar cada vez mejor con su mundo aun cuando este sea completamente diferente al de sus antepasados.

La computadora, por el contrario, no puede contar ni hasta dos, sólo conoce el uno y el cero y hace sus intentos a partir de una mezcla de estupidez y velocidad, y acaso también de reglas generales, lo que llamamos métodos heurísticos, y una buena cantidad de ambiciosas matemáticas (aquí la expresión clave es: Redes Neuronales). Para entender al menos los fundamentos del modo en que el cerebro hace funcionar el intelecto humano, posiblemente deberemos conocer no sólo el estado actual de los ochenta y seis mil millones de neuronas y sus cien billones de conexiones, no sólo las diferentes intensidades con las que están conectadas, y no sólo las más de mil proteínas que hay en cada punto de conexión sino también la manera en que cada actividad instantánea del cerebro aporta a la integridad del sistema en su conjunto.

A esto se agrega el carácter único de cada cerebro que ha de remitirse al carácter único de la historia de vida de cada hombre.