Artículo
Cuando el tiempo vuelve a suceder

En esta crónica sobre el recorrido performático y el 'work in progress' de los cuatro episodios, los artistas y curadores lanzan las primeras piedras a las aguas de unas memorias que respiran futuro.   

 
ESMA 5 Recorrido performático por el Museo Sitio de Memoria ESMA. | Foto: © Gustavo Correa/Goethe-Institut Buenos Aires Estría en el ojo:
para que se conserve
un signo llevado a través de las tinieblas,
animado por la arena (¿o el hielo?) de una época
extraña para siempre y aún más extraño,
y afinado como una muda
consonante que vibra

Paul Celan.

Las nubes son como una herida abierta en el cielo de esta tarde de sábado demasiado gélida. “El futuro de la memoria”, proyecto regional impulsado por el Goethe-Institut, está por empezar en el Museo Sitio de Memoria ESMA. En cada uno de los “Episodios”, el recorrido performático y el work in progress, se desplegarán las primeras exploraciones de la investigación artística en la que están trabajando los artistas y curadores Gabriela Golder, Marcelo Brodsky, Mariano Speratti y el colectivo Etcétera, integrado por Loreto Garín Guzmán y Federico Zukerfeld. Alejandra Naftal, la directora de este Museo, que se inauguró en mayo de 2015, le da la bienvenida al público en uno de los salones donde funcionó el Casino de Oficiales de la Escuela de Mecánica de la Armada. Naftal advierte –parafraseando a Walter Benjamin– que hay que utilizar “la luz del pasado para iluminar el presente de otra manera”. Uwe Mohr, director del Goethe, dice que creció en un país donde se cometieron “actos terribles” contra la humanidad. “La pregunta es siempre cómo se puede vivir con el pasado –agrega Mohr–. Lo más importante es no olvidar”.
 
“No me resulta fácil hacer una presentación en este antro medio lúgubre, no solo por el clima externo, sino por lo que aquí sucedió”, reconoce el fotógrafo Marcelo Brodsky con la bronca agazapada en la lengua. La gris desolación del techo de cemento parece desplomarse sobre nuestras cabezas y amenaza con aplastarnos. El fotógrafo y artista visual está sentado a pocos centímetros de una de las columnas de hormigón que tiene “El Sótano”, al que los represores llamaban “Sector 4”, el primer y el último lugar por donde pasaron los 5.000 detenidos-desaparecidos que estuvieron en la ESMA.
 
El predio de diecisiete hectáreas fue cedido por el entonces Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires al Ministerio de Marina para que fuera utilizado como centro de instrucción militar. A partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, en esta sede educativa funcionó paralelamente uno de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio más emblemáticos de una red conformada por más de 500 centros que operaron en todo el país. En este “antro” estaba la enfermería, donde los que eran “trasladados” –eufemismo con el que se referían a quienes serían tirados desde aviones a las aguas del Río de La Plata– eran inyectados con Pentotal antes de los “vuelos de la muerte”. Fernando, el hermano de Brodsky, llegó a este sótano el 14 de agosto de 1979.
 
Como si el presente y el pasado se amalgamaran en un mismo plano en este “Archivo vivo” que propone el artista, el rostro de Fernando o “Nando” –el segundo de la foto, empezando de izquierda a derecha–, exhibe las huellas de la tortura en un gesto de dolor atenuado. Detrás de esas fotos en blanco y negro, hay una historia. Víctor Basterra, obrero gráfico que militó en la agrupación Peronismo de Base, fue secuestrado junto a su esposa y su hija, recién nacida, en agosto de 1979. En 1983, aún detenido-desaparecido en la ESMA, se encontró con la fotografía de su propio rostro que le había tomado el aparato represor-desaparecedor, contra la misma pared en la que todos los detenidos fueron fotografiados. Metió la mano en esa pila de imágenes y sacó lo que pudo al azar. “Me guardé los negativos que pude agarrar, los escondí entre la panza y el pantalón, ahí los puse, cerca de los huevos”, lee Marcelo un texto escrito especialmente para su libro Memoria en construcción. El debate sobre la ESMA (2005). Entre las once fotos arrebatadas a la quema estaba la de Fernando.
 
Marcelo recuerda el acto de resistencia que implicó registrar imágenes fotográficas de un campo de detención y exterminio nazi. Se trataron de cuatro fotografías sacadas por miembros del Sonderkomando –grupo especial de prisioneros que trabajaban en las cámaras de gas y los crematorios de los campos de concentración nazi– al crematorio V de Auschwitz con el objetivo de dar testimonio de lo que sucedía. Por cada foto de su hermano lee un texto que escribió. Hay una serie de imágenes tituladas “Jugando a morir”. “Estamos en Yeiporá, la quinta de Billy, yo con un pulóver rojo, Fernando con uno oscuro. Jugamos a matarnos con arco y flecha. Las flechas se dirigen al blanco con precisión. Caemos al suelo aparatosamente, y morimos casi juntos, yo primero, aunque parecía que iba a morir antes él. No podemos pensar que faltaban apenas diez años para que uno de los dos muriera de verdad. Veintidós años no es una edad para morir –subraya Marcelo–. Cuando a los doce, jugábamos a hacerlo, creíamos que éramos inmortales”…
 
“Negro, negro, negro, negro, negro, negro y negro…–dice Marcelo mientras pasa las siete páginas negras con las que empieza uno de sus libros–. Negro es el color que me sugiere este lugar”. 
 
La imagen de Fernando tomada aquí, hace treinta y ocho años, no tiene fin. Marcelo cuenta que junto con Basterra fueron al Juzgado Número 12, donde se tramita la causa ESMA, para ver el expediente. Apareció la foto de su hermano, pero completa. “De los hombros continuaba hacia abajo, hacia la cintura. Y se veía la camiseta. Una prenda desgarrada, irregular, básica. Una camiseta mínima, arrugada, envolviendo un cuerpo púber después de una sesión de tortura”, lee Marcelo “La camiseta”, incluido en su libro Buena memoria (1997). El final de este relato es un testimonio arrojado al futuro: “Una cosa le dijeron los nueve a Basterra, un día que consiguieron reunirse con él con la complicidad de un guardia ‘bueno’, asomando sus cabezas por el hueco de esos cuartuchos. Le preguntaron ‘qué será de nosotros’. Silencio. Víctor no sabía, no podía ni quería imaginar lo que sería. Él había conseguido cambiar de escalafón: ahora era fotógrafo: lo necesitaban para algo más que para darle máquina. ‘Que no se la lleven de arriba, Víctor’. Eso le dijeron, los nueve, a oscuras. Que no se la lleven de arriba”.
 
Goethe-Institut Buenos Aires
 
Aire. Se necesita respirar un poco de aire. Salir del encierro, de la grisura de este sótano que desintegra el ánimo. El actor Mariano Speratti, en “Reverberaciones del Futuro”, representa a un viajero proustiano en busca del tiempo perdido. Tiene un piloto verde oliva, una mochila del mismo color y unas antiparras. Deambula al aire libre, en la zona donde está la “Instalación Carta a la Junta”. De pronto se detiene y saca una pala de la mochila. Cava y remueve la tierra. ¿Qué está enterrado en ese pozo? ¿Qué es lo que hay que desenterrar una y otra vez, como un ritual que nos interpela como sociedad? La gran mano del actor encuentra un estuche negro protegido de la humedad y el deterioro del tiempo por un cierre hermético transparente. Mariano es hijo de Horacio Speratti, periodista militante de Montoneros, fanático de los automóviles, que fue secuestrado de su taller mecánico de Florida, en la zona Norte del Gran Buenos Aires, el 6 de junio de 1976, y llevado a la ESMA. Desde entonces permanece desaparecido.
 
Abre el estuche y aparece un spinner, un juguete girador antiestrés de moda entre los niños. Algunos soltamos unas cuantas carcajadas: somos homo ludens que no podemos sobrevivir sin el juego. En ese estuche negro hay algo más. Un pequeño dispositivo electrónico con grabaciones en loop. Saca una exigua antena de la mochila con la que intentará amplificar la escucha de algo que está roto, que regresa en fragmentos sonoros deshilachados, en retazos apenas audibles de un cuchicheo infinito. Estamos en 2076 –nos dirá la voz de un niño–, en el año del centenario del Golpe. “Ford Falcon, el clásico argentino”, eslogan de una publicidad de 1978, le pone la piel de gallina a más de uno. Este automóvil considerado “un fierro” pronto devino el vehículo preferido de la dictadura para secuestrar personas. En esos autos se cargaron los cuerpos maniatados, encapuchados o con los ojos vendados en los baúles o entre los asientos de miles de detenidos-desaparecidos. “En Argentina no hubo 30 mil desaparecidos; fue una mentira que se construyó en una mesa para obtener subsidios”, dice Darío Lopérfido, entonces ministro de Cultura de la Ciudad.
 
El ruido de un avión interrumpe la escucha. Todos nos acercamos más, nos inclinamos levemente hacia la mochila de Mariano para volver a recuperar los sonidos obturados. A la mente viene el vestigio de una frase de La escritura o la vida de Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald: “El verdadero problema no estriba en contar, cualesquiera que fueran las dificultades. Sino en escuchar… ¿Estarán dispuestos a escuchar nuestras historias, incluso si las contamos bien?”.
 
“El desaparecido es una incógnita –afirma el genocida Jorge Rafael Videla en 1979–. No tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”.
 
El lenguaje de la muerte no puede mascullar la última palabra. El testimonio en nombre de otro se actualiza al leer cartas escritas por presos políticos y exiliados que pertenecen a la colección “Cartas de la Dictadura” de la Biblioteca Nacional. El viento agita las ramas de los árboles y desprende las hojas como preludio azaroso de “Allí estaban ellos, dignos, invisibles”, el performance de Gabriela Golder que adopta el título de unos versos del poeta estadounidense T.S.Eliot. Patricia Borensztejn lee una de las cartas que les escribió a sus padres desde la cárcel de Villa Devoto, donde estuvo detenida durante seis años. No parece la carta de una persona privada de su libertad. “Vamos a representar una obra de Alejandro Casona. Yo hago un personaje”, cuenta con el entusiasmo de una adolescente que descubre que interpretar otras vidas es como un relámpago en medio de la oscuridad. “La muy mala suerte de mi detención, a fines del 74, fue muy buena suerte porque fuimos presos legales, tanto yo como mi marido –explica Patricia, después de la lectura–. Y encima tuvimos muy buena suerte porque salimos juntitos los dos, expulsados hacia Barcelona, donde vivimos muchos años, tuvimos nuestros hijitos, hicimos nuestra otra vida y volvimos aquí”.
 
“La memoria del futuro, del saqueo y la explotación”, anuncia, megáfono en mano, Federico Zukerfeld del colectivo Etcétera, acompañado por la otra integrante del grupo, Loreto Garín Guzmán. “¿Cuál va a ser la memoria cuando no quede nada más por sacar? ¿Cuál va a ser la memoria cuando nos hayan extraído hasta el último fragmento mineral, cuando el aire esté lleno de pesticida y el agua contaminada de glifosato? ¿Cuáles son los desaparecidos que están surgiendo ahora, las víctimas de toda esta tragedia? —se pregunta Federico intentando reunir los eslabones de una cadena narrativa donde las preguntas horadan silencios y complicidades.
 
El colectivo Etcétera, que anuda pasado-presente-futuro en “Deriva a través de la Memoria Extractiva”, invita a marchar desde la plaza de los Derechos Humanos del predio hacia el auditorio de la Casa de las Abuelas de Plaza de Mayo, con consignas que vinculan los crímenes de lesa humanidad y la expoliación extractivista. En una de las pancartas se exige la “Aparición con vida” de Santiago Maldonado, el joven que permanece desaparecido desde el 1° de agosto, luego de un operativo que Gendarmería realizó dentro del territorio de la comunidad mapuche Lof Resistencia Cushamen en la provincia de Chubut. Loreto reparte pancartas con los nombres de las empresas que se enriquecieron durante la dictadura cívico-militar: Loma Negra, Siderca, Sygenta, Swift, Ford, Mercedes Benz, Ingenio Ledesma, Las Marías, Grafa y Grafanor, entre otras.
 
“El Museo del Neo-Extractivismo es un museo que no existe, pero existe. ¿Cuáles son los fetiches de la memoria, qué va a quedar, qué se va a recordar? ¿Alguien se va a acordar de esto en el futuro de la memoria? ¿Cómo les vamos a explicar a las próximas generaciones que teníamos que alimentarnos con transgénicos?”. Los interrogantes que arroja Federico tienen una respuesta político-artística. Pero hay límites precisos. “Es difícil cuando uno está denunciando corporaciones a las que todos los días les compramos algo queriendo o sin querer –admite el artista–. Está de moda la responsabilidad corporativa, ¿por qué no podría estar de moda la complicidad empresarial? ¿Por qué no se puede discutir quiénes fueron los que financiaron el Plan Cóndor? Esos permanecen en el silencio, los vemos todos los días en las publicidades, al final de cada programa. Esos están presentes ahora y siempre. ¿Qué vamos a hacer con el futuro de la memoria? Vamos a aprovechar este momento para pedir justicia por todas las víctimas del pasado y todas las del presente, también por las víctimas del futuro, por las personas que están naciendo con malformación o con problemas de salud gravísimos como cáncer. Este nuevo genocidio que se está dando ahora no discrimina, no necesita hacer un interrogatorio porque nosotros mismos les estamos dando toda la información”.
   
Anochece en la ESMA. Los artistas lanzaron las primeras piedras a las aguas de unas memorias que respiran futuro.