Distancia en la filosofía  Evita la multitud

 Foto: Nestor Barbitta

Filósofos de todas las épocas han recomendado la distancia. Ahora, obligados, nos aproximamos a ese ideal. Esto puede ser emocionante y, además, inspirar sentimientos elevados.

La crisis del coronavirus pone nuestro sistema frente a un dilema: sólo puede ser salvado (en el caso de que se quiera salvarlo) con medios que no se pueden extraer del sistema mismo. Esto puede observarse con bastante claridad si se compara la situación actual con otro fenómeno extremo, los ataques del terrorismo islámico. Dos semanas después del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush expuso las líneas que desde entonces tendrían validez. No exhortó a la opinión pública, por ejemplo, a que practicara la abstinencia. “¡Vayan de compras!”, exclamó y llamó a los estadounidenses a continuar con las formas habitales de la diversión: “¡Viajen a Disneylandia, a Florida! Lleven a sus familias, disfruten la vida tal como todos queremos disfrutarla”.

Pero Disneylandia está –o estuvo– cerrado, igual que nuestros templos de consuelo, los centros comerciales. La crisis hasta se metió en los engranajes de las grandes maquinarias-pasatiempos, de los Juegos Olímpicos y del fútbol, y acaso sea así durante mucho tiempo, pues según una vieja verdad, la pospandemia es la prepandemia. Y ni siquiera el consumo pequeño es lo que era. En principio, para mí ya desaparecieron el agradable bullicio del mercado semanal, la breve y excitante sensación de cercanía, cuando entre dos personas no hay más que una caja de rubicundas manzanas. Y también desapareció para mí porque el mercado al que voy está en el adinerado oeste de Hamburgo y yo supongo que muchos de sus visitantes fueron de vacaciones a esquiar en Ischgl y transformaron ese mercado en el más eficaz dispersor de virus de toda la república.

Ahora bien, si ni el consumo ni los pasatiempos brindan consuelo, ¿qué podrá consolar en esta situación? La mejor respuesta que encontré fue: los filósofos. Pues todos los grandes pensadores nos advirtieron sobre la cercanía excesiva y nos recomendaron esa distancia que hoy, obligados, practicamos.

Séneca, por ejemplo, amonestaba en sus cartas a su discípulo Lucilio del modo siguiente: “Evita la multitud” y agregaba que cada vez que él, Séneca, se encontraba con gente, regresaba más vil. En el siglo XVII Blaise Pascal sostenía: “Toda la desdicha de los hombres proviene únicamente del hecho de que no son capaces de quedarse en su habitación”. Y Friedrich Nietzsche evocó a finales del siglo XIX en la alpina Sils Maria (“Seis mil pies más allá del hombre y la época”) un “pathos de la distancia”, entendido como “la voluntad de ser uno mismo, de elevarse”.

Pero ciertamente, primero hay que poder costearse el aislamiento, el quedarse tranquilo en la habitación. Esa era la opinión de Virginia Woolf, que en su ensayo Un cuarto propio se escandalizaba porque, si bien a lo largo de la historia las mujeres habían conducido los hogares, la mayoría nunca había tenido habitación propia: ¿cómo podrían entonces haber consagrado su vida a la filosofía o al arte, que exigen una concentración extrema, apartamiento y calma?

Las mujeres se ven perjudicadas

Hoy, durante la crisis del coronavirus, fueron otra vez principalmente las mujeres a las que no se les permitió el retiro, porque trabajaban en la salud o debían sentarse en las cajas de supermercados. Y quien necesita asistencia o vive en condiciones habitacionales precarias no le será precisamente de mucha ayuda la “voluntad de ser él mismo”. Esto es válido especialmente para los países menos privilegiados. En Delhi, cada persona dispone en promedio de tres metros cuadrados. A los berlineses, en cambio, les corresponden cuarenta metros cuadrados de cielo raso por cabeza.

Pues sí, los privilegios son un aspecto que siempre hay que considerar. Aun así pienso que es una buena noticia, en estos tiempos sombríos, saber que la filosofía ha predicado la distancia. Tal vez las semanas de distanciamiento social se puedan soportar mejor al saber que desde hace milenios las mentes más lúcidas intentan convencernos para que llevemos ese tipo de vida.

En cierto modo, este anhelo de la distancia está en la esencia misma de la filosofía: quien quiera entender y describir el mundo, tiene que mantenerlo lejos de su cuerpo. La separación puede favorecer el conocimiento. Esto significa, por otra parte, que a pesar de toda la capacidad de observación de los agudos virólogos y los analistas de la sociedad, la crisis del coronavirus sólo se entenderá de forma adecuada una vez que haya pasado.

Del mismo modo, la creciente distancia temporal nos ayuda a entender mejor a algunos filósofos. Por ejemplo esta frase del filósofo francés Maurice Blanchot: “Allí donde se forma una comunidad pasajera entre dos seres que han sido creados o no el uno para el otro, se levanta una máquina bélica o mejor dicho la posibilidad de un desastre que, aunque sea en una dosis infinitesimal, porta en sí la amenaza de una aniquilación universal”.

Cuando leí la frase, hace unos años, dibujé al lado un gran signo de interrogación, en el sentido de: “Está bien, entre dos personas algo puede salir mal, pero ¿por qué se da ahí, aunque sea en una dimensión mínima, la posibilidad de una aniquilación universal?” Ahora, sin embargo, que se evita todo contacto, la frase me parece una descripción absolutamente correcta y precisa del principio viral. Si gracias al encuentro de dos seres el virus llega a un nuevo huésped, se multiplicará millones de veces y con cada contagio tendrá otra vez millones de posibilidades de mutar en un germen patógeno con un potencial asesino de una dimensión totalmente diferente de la actual.

Solos y, sin embargo, juntos

Blanchot escribió la frase en 1983. Se refería a las experiencias de violencia del siglo XX, en las que el individuo fue devorado por comunidades (populares) durante el nacionalsocialismo o colectivos durante el socialismo. La respuesta que daba Blanchot era la idea paradojal de que podría haber una comunidad de aquellos que no conforman una comunidad. Solos y, sin embargo, juntos... ambas cosas al mismo tiempo y ¡sin contradicción!

Un sueño muy parecido, que tal vez hoy es más actual que nunca, abrigaba Roland Barthes, contemporáneo de Blanchot. En 1977 le dedicó todo un seminario a la pregunta de “Cómo vivir juntos”. El manuscrito de las clases ofrece rico material ilustrativo sobre todas las formas de vida ermitaña.

Barthes diferenciaba entre la vida en el monasterio y la anacoresis. Rechazaba la vida del monasterio, en la estricta reglamentación veía una anticipo de la fábrica y la escuela modernas. Ahora bien, valoraba mucho la anacoresis. Según él, significaba “no absoluta soledad sino más bien rarefacción de los contactos con el mundo + individualismo”.

Encerrado cuarenta días

Sin embargo, tampoco en este tipo de vida ermitaña todo da lo mismo. “¿Quién se encerrará mejor, por más tiempo?” se preguntó Barthes en relación con la historia de la anacoresis y describió una verdadera “olimpíada de las ascesis”. Por ejemplo, estaba el asceta Simeón Estilita, que pasó todo un verano enterrado hasta el cuello en un jardín. Habiéndole tomado el gusto, se hizo encerrar cuarenta días. Por fin, en el año 423 subió a lo alto de una columna para vivir veinte metros más arriba que sus prójimos y más cerca de Dios.

Barthes, sin embargo, descubrió su ideal en el monte griego Athos. Allí se desarrolló una forma de la vida ermitaña para la que él inventó el concepto de idiorritmia. Allí los ermitaños vivían solos o con dos o tres compañeros de orden y seguían en todo el propio ritmo, pero estaban incluidos en una comunidad monacal mayor con la que mantenían encuentros esporádicos. Para Barthes, esta era la utopía de una vida libre que se mantenía justo en el punto medio entre las formas represivas del monasterio, de la escuela, de la fábrica y de la no menos represiva soledad total.

Seguramente, el desafío mayor que la mayoría de nosotros tiene en estos días es encontrar ese ritmo propio que celebraba Barthes. Para los niños quizás sea una gran oportunidad: ¡ya no hay que levantarse tan temprano! Y no hay que sostener la atención cuarenta minutos, algo que los adultos no pueden hacer ni siquiera diez sin que se vuelvan necesarios el siguiente cigarrillo, la siguiente taza de té o el siguiente episodio de una ensoñación diurna de contenido inapropiado.

Ritmo de aprendizaje individualizado

El corona virus está imponiendo lo que la pedagogía de avanzada ha reclamado desde siempre, una individualización del ritmo de aprendizaje según los alumnos. Ayer mi hijo pequeño estuvo de nueve a once de la noche concentrado estudiando el número Pi, entre reiterados descansos en una silla de playa y golpes a una bolsa de boxeo. Por la mañana había jugado dos horas al Fortnite. A Barthes le habría gustado.

Su colega Derrida fue un paso más lejos cuando directamente unió las categorías de cercanía y distancia más allá de los proyectos concretos de vida. Derrida lo aplicó al caso de la diferencia entre escritura y lengua hablada. Comúnmente se asume que la escritura sólo es un reemplazo derivado de la lengua hablada, por eso los textos parecen tener menos poder comunicativo que una conversación. Derrida consideró esto una concepción errónea y argumentó: ambas existen sólo simultáneamente, ambas tienen el mismo valor y siempre están entrelazadas.

Distancia erógena

Derrida traspone esta idea a una “lógica del suplemento” que deriva en que el reemplazo puede ser tan satisfactorio como la cosa misma. De hecho, Derrida tiene en mente también la masturbación. Yo prefiero pensar en videoconferencias, que permiten nuevas, felices formas de presencia y ausencia: me quedo mirando la pantalla, parezco escuchar al colega que habla, pero en realidad estoy leyendo su último texto, más interesante que lo que está diciendo.

Pero ya que con Derrida llegamos a la sexualidad, no hay duda de que las distancias son tan erógenas como las prohibiciones. Lo que sabemos lejano y difícil de alcanzar nos excita, generalmente, más que lo familiar. Y a menudo la demora y el aplazamiento –bien lo sabrá quien alguna vez haya ayunado o tenido una relación a distancia– hacen que el placer posterior sea mucho más bello.

Hasta que llegue ese momento, podemos vivir por elección la vida de los eremitas, de los filósofos o, si estas figuras nos parecen demasiado desaliñadas, de los dandys. Pues el dandy, así lo definió de modo sucinto el poeta Charles Baudelaire, “debe vivir y dormir delante de un espejo”, en una autorreferencia excesiva. Y para eso acaso no haya habido jamás un momento más adecuado que este, en el que el mejor modo de proteger a nuestros prójimos es no abandonar nuestra casa. Por algunas semanas, ocuparse sólo con uno mismo y al mismo tiempo servir a todos los otros no son cosas contradictorias.

Este texto fue publicado originalmente en el diario alemán „tageszeitung“ (taz) del 28 de abril de 2020.

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