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Artes escénicas y performativas
El problema de la participación

“Situation Rooms” de Rimini Protokoll
“Situation Rooms” de Rimini Protokoll | © Ruhrtriennale / Jörg Baumann

La participación se ha convertido en una auténtica palabra mágica en las artes escénicas y performativas. Para muchas personas dedicadas al teatro, liberar al espectador de la oscuridad del patio de butacas lleva en sí la promesa utópica de una sociedad en la que todos participen. Pero en ese punto de vista se olvida con frecuencia en qué se diferencia el teatro de otras prácticas culturales.
 

De Gerald Siegmund

Organizando proyectos inclusivos con discapacitados o migrantes, o debates e incluso congresos, por todas partes los teatros buscan estar a la altura de su cometido educativo y, para ello, intentan atraer a sus instalaciones a otras clases de público. Muchos teatros amplían los elementos de su programación yendo más allá de la representación tradicional; en la participación ven un recurso comprobado para reducir las barreras de acceso a instituciones culturales. Si la participación en el teatro se entiende aquí como un medio en favor de la participación social, tanto quienes hacen el teatro como los espectadores parece que no tendrán problema en declararse de acuerdo. En cuanto a si tales proyectos resultan logrados artísticamente, eso, seguramente, solo se podrá decidir caso por caso.

Más difícil se vuelve la cuestión si atendemos a proyectos artísticos que no se sitúan en primer término en la intersección con proyectos de carácter social. En estas prácticas, estéticas en un sentido más estricto, la participación sirve para legitimar la relevancia política del arte, la cual, suele pensarse, se caracteriza por lograr que la gente haga algo en común. Tras ello se esconde toda una serie de oposiciones que dividen implícitamente el teatro en teatro bueno y teatro malo. El teatro malo hace al espectador pasivo, lo individualiza ejerciendo ante él una prestidigitación con el fin de que dé por verdaderos los espejismos que se le muestran. El teatro bueno, por el contrario, abole la ilusión y fija a los espectadores en el aquí y el ahora de la situación teatral compartida, la cual les confiere poder de actuar.

Desde este punto de vista, activar al espectador significa abolir su condición de tal y convertirlo en un ser que actúa, entendiéndose que la efectividad postulada de la acción presupone necesariamente que la acción desarrollada en el marco teatral tendrá efectos directos en la acción social. Pero esta premisa es ya de por sí dudosa, pues el teatro como forma artística es siempre una acción con consecuencias rebajadas y que lleva aparejado el momento lúdico de un hacer-como-si. Y justamente ahí radica la libertad del arte: poner a prueba cosas que, aunque sean acción, no son precisamente acción con efectos reales en la sociedad ni, afortunadamente, tienen por qué llegar nunca a serlo. El teatro, entendido como una forma específica del hablar y el actuar, deja las circunstancias reales en vilo. En eso precisamente se diferencia del accionismo, la pedagogía social, la terapia o la política, aunque todas ellas incluyan momentos teatrales que, por descontado, son un objeto excelente para que el teatro juegue con ellos y sobrepase límites. En vez de usar la palabra clave participación para pasar por alto y ocultar estas diferencias respecto a otras formas de la práctica social y cultural, también los proyectos participativos, y justamente ellos, deberían tomar en serio la diferencia para poder jugar con ella y hacerla fructífera. Porque desde el principio se trata también de tomarse en serio al espectador.

Ser espectador es una actividad

Se debe al filósofo francés Jacques Rancière la que quizá fue una de las manifestaciones más señeras en contra de condenar por su pasividad la actividad del espectador teatral. A decir de Rancière, el teatro se basa en la igualdad de todos los implicados. El encuentro de espectadores, actores y artistas tiene como base la escenificación, que no es algo que puedan controlar solos ni quienes la hacen ni quienes la contemplan. La producción teatral abre así un tercer espacio que aparece junto al espacio del escenario y la zona destinada al público. En la tarea de enfrentarse a la puesta en escena, también el espectador es parte activa de la representación teatral. Si se le permite o no hacerlo, eso no depende, por tanto, de que hayamos eliminado la tarima y el foso y roto la cuarta pared, sino que depende de cómo esté hecha la puesta en escena. ¿En qué medida el modo y manera de la escenificación deja a los espectadores espacios libres que puedan acoger sus asociaciones, imágenes o percepciones personales? ¿En qué medida la escenificación introduce en el juego la inteligencia y conocimientos del espectador concreto? ¿O quizá, por el contrario, la puesta en escena prescribe a los espectadores lo que tienen que entender o, incluso, aprender? La emancipación de los espectadores radica en la libertad de poder involucrarse en la producción teatral usando su imaginación y sus recuerdos, y ello no solo en proyectos participativos, sino también, justamente, cuando están sentados en la oscuridad del patio de butacas.

En el teatro es imposible abolir al espectador

Que la supuesta pasividad del espectador haga de él hoy un problema para tantos dramaturgos y coreógrafos induce a creer que en el teatro sería posible abolir al espectador y otorgar los mismos derechos a todos los que intervienen en el juego. Para legitimar este modo de ver las cosas suele aducirse la concepción de Bertolt Brecht sobre las piezas didácticas. Como es sabido, en la pieza didáctica solo pueden intervenir participantes que van a aprender en el juego. Y, sin embargo, las obras esbozadas por Brecht se desarrollan de modo que siempre hay actuantes que contemplan la acción de otros actuantes. La pieza didáctica se limita a hacer subir al espectador al escenario, pero sin eliminar del teatro su posición estructural. Al cambiarse los papeles, grupos de intervinientes se encuentran entonces en una posición local contemplativa que hace que la acción compartida represente siempre también al mismo tiempo la acción que puede observarse en la situación misma.

También los happenings de la década de 1960, en los que, como constató Susan Sonntag ya en 1964, se sacrificaba al espectador, hacían esto mismo, pero no en primer término por el medio de agitar a los espectadores. Al posicionarse los espectadores en la sala según una distribución abierta y, con frecuencia, libremente elegida, surge una cercanía corporal a los fenómenos que tiene por efecto un modo distinto de percepción. El happening o la performance posibilitan una percepción sensible que no surge, en cualquier caso, del hecho de que el espectador haya abandonado de repente su actitud receptiva. Antes bien, la sensorialidad de la representación lo sitúa en condiciones de observarse a sí mismo mientras está percibiendo.

La cuestión del poder

La errada creencia de que el teatro existe sin espectadores lleva vinculado otro espejismo: que la participación promete igualdad, pero esta no es algo sencillo de instaurar tampoco en una representación teatral en situación abierta. A fin de cuentas, siempre habrá habido un grupo de artistas que planearon la situación y fijaron las reglas de juego que tienen que seguir los espectadores. La comunicación es comunicación dirigida también en los formatos participatorios. Con ello se establece innegablemente una relación de poder entre el equipo artístico y los espectadores. En muchas producciones, como por ejemplo Situation Rooms de Rimini Protokoll, llega un momento en el curso de la representación en el que el juego escénico deja al descubierto el sistema de control y, con él, las relaciones de poder. Si estas están veladas, la promesa ética de la participación se corrompe convirtiéndose en un obsceno gesto de poder. Se está manipulando al espectador.

La doble dirección comunicada a lo dicho

El teatro no es quedar un grupo de gente para tomar café. Hablar y danzar en un escenario se diferencia de una conversación cotidiana precisamente por la circunstancia de que se desarrolla en un escenario, sea abierto o cerrado, que tiene una historia. En el teatro, las palabras de los actores y el baile de los danzantes van destinados en una doble dirección. Por una parte, desde luego, están destinados al público asistente al que se dirige la producción. Por otra, los asistentes son siempre meros receptáculos de algo general que sobrepasa la individualidad de cada espectador concreto. De ello es signo la forma del idioma o el lenguaje corporal, en cuya configuración se articula eso que justamente no puede estar presente. Los dioses que se habían retirado en el desvanecerse de la tragedia griega no han abandonado el escenario, en el que siguen aunque sea in absentia, porque hablar y danzar en un escenario mantiene siempre en vigor el vínculo con lo ausente –sea sagrado o social– que no puede ser representado tal como lo que es.

El teatro nunca tiene lugar única y exclusivamente en el aquí y el ahora

Actuar genera situaciones. Las situaciones se configuran y desarrollan en el aquí y ahora de la situación en que se halla la representación teatral. Al constatarlo así, el objetivo de una representación teatral es única y exclusivamente el presente de la acción, con lo que la temporalidad del teatro se reduce a la del puro tiempo actual. Pero el presente, y así lo sabía ya el fenomenólogo Edmund Husserl a comienzos del siglo XX, nunca es solo presente. Está atravesado por lo pasado y lo futuro, sin los cuales no tendríamos nada presente. Que el presente esté desplegado en tiempos diferentes hace que el asirse al aquí y ahora de la situación se convierta en una forma de representar el presente que, en sentido estricto, ni existe en absoluto ni puede ser siquiera objeto de experiencia. Es frecuente que efectos e ideas tarden en llegar hasta después de terminada la representación teatral, y el espectador hace reflexiones fructíferas aunque haya pasado ya mucho tiempo de ella. A la inversa, cualquier representación teatral juega con el recuerdo de un material social y, por tanto, también con el recuerdo de los espectadores, del mismo modo que con sus facultades para imaginarse cosas. Ambos modos causan grietas en el presente. El presente se despliega, se hace espacial, sin dejarse coartar comprimido en el punto de un ahora. De ahí que el tiempo que compartimos en el teatro sea siempre también un tiempo repartido: un intercambio de tiempos diferentes no sincronizados.

En vez, por tanto, de glorificar la participación como la panacea para sanar déficits de la sociedad, conviene que artistas y público en la misma medida se pregunten por qué y en qué forma les hace falta realmente la participación en el sentido empático del término. En efecto, quienes terminan en casi todos los casos participando en el teatro son los mismos que ya participan en la sociedad desde siempre, con lo cual la participación se convierte en una hoja de parra antes que en un compromiso efectivo. Cuando es realmente necesaria, puede ser divertida sin resultar obscena. En una época en que a través de los medios de comunicación digitales se nos hace cada vez más cercano y perentorio el imperativo de presente, es cuando más hace falta algo de distancia en la situación para restablecer vínculos, nuevos y distintos, consigo mismo y con otros. Un teatro, por tanto, basado en distancia: en una distancia que posibilite que los espectadores desplieguen su tiempo propio a partir de sus ideas y recuerdos, una distancia que no se consuma en el aquí y ahora compartidos de la situación generada y sus coerciones.

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