Sobre el cine de Christian Petzold (II)
La maqueta y la ciudad

Al hilo de la retrospectiva completa en Tabakalera, seguimos repasando la trayectoria del cineasta.
De Miguel Muñoz Garnica
Undine trabaja como guía de una exposición de antiguas maquetas de Berlín. Diríamos que estudia su historia urbanística, pero cuando a mitad de metraje desaparezca descubriremos que algo latía de su historia personal. La tensión entre ese paisaje en miniatura y su versión real se resuelve cuando el segundo, con su fugacidad inmobiliaria y laboral, parece habérsela tragado. O eso pensaríamos, si no supiéramos que se ha desvanecido en un medio mucho más primitivo: el lecho del río, origen del asentamiento y del nombre mismo de Berlín (“lugar pantanoso”). En Undine (2020), el origen de los nombres es una fuerza gravitatoria.
El fantasma de Undine no permanece en las arquitecturas desafectas de Berlín, sino en los ecos de un mito tan remoto como el río (las ondinas, ninfas de agua) que le da su nombre y finalmente su devenir. Hacia el desenlace, la protagonista reaparece bajo el agua, como una antigua maldición, y toma de las manos a su amado. Todo apunta a que lo va a raptar, pero enseguida descubrimos que el gesto guardaba un afecto aún mayor. Undine le entrega la estatuilla de un buzo, símbolo del nacimiento de su amor. En lugar de arrastrarle a la muerte, le da su bendición para la vida. Un gesto afectivo tan profundo como el dejar ir.
Transferencias
El mismo proceso de transferencia entre muerte y vida ocurre entre Historia y mito, o entre arquitectura y romance. El amor naif de Undine carga de afectividad a los no-lugares que atraviesa. Una afectividad que le es entregada a Christoph, buzo de profesión, mediante ese mini-buzo. La miniatura insufla vida. Extrapolando un poco, la maqueta se emancipa de la ciudad por la magia del afecto.
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