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Vivir en el campo
9 cosas que no te contaron antes

El autor del artículo Iñaki Berazaluce trabajando sentado encima de una piedra en un entorno de lo más idílico
Iñaki Berazaluce, se mudó del barrio madrileño de Lavapiés a San Carles en Ibiza disfrutar de la tranquilidad del campo y seguir trabajando como “neofreelance”. | © Rita Chimienti

Puede que tras el eterno confinamiento quieras dejar la ciudad e irte a vivir al campo. ¡Quieto parao! Los que ya llevamos años allí te contamos unas cuantas cosa que seguramente no conozcas.

De Iñaki Berazaluce

La crisis sanitaria del coronavirus ha puesto de relieve algo que muchos intuíamos: las ciudades son unas ratoneras, especialmente para quienes tenemos que vivir hacinados en mini-apartamentos. Los datos más recientes (septiembre de 2020) confirman que existe una correlación casi lineal entre la renta per cápita y la propagación del coronavirus en los distintos barrios de las ciudades españolas. Es de cajón: cuanto más humilde es un barrio, más pegados viven sus habitantes y más forzados están a ir a trabajar cada día en el Metro atestado.

Algunos lo vimos venir. No la pandemia, claro, sino el progresivo deterioro de las condiciones de vida en la ciudad. Tomando prestada la metáfora de Al Gore en Una verdad incómoda, los habitantes de las ciudades somos como la rana sumergida en agua y que empiezan a calentar poco a poco, hasta morir abrasada.

Somos, no. Éramos. El autor de estas líneas decidió dejar Madrid, su ciudad natal, en 2014, para irse a vivir a Ibiza, lo más parecido que puedas encontrar al paraíso a una hora de avión de tu familia. En sentido estricto, no me he vuelto un “neorrural”, ese feo término para denominar a los que emprenden el camino contrario del éxodo rural: sigo teletrabajando, igual que hacía, pero en lugar de ver coches y escuchar cláxones desde mi ventana, veo el bellísimo paisaje ibicenco y las ovejas de mi vecina cruzar por mi ventana.

Mi “huida” de la ciudad sucedió poco después de cumplir cuarenta años, y seguí los pasos de unos cuantos amigos que, más o menos en la misma época, hicieron lo propio. Entre todos hemos elaborado esta miniguía para futuros disidentes de la ciudad.

1. Vivir en el campo es mucho menos ecológico que hacerlo en la ciudad. 

Primera sorpresa: en la ciudad te puedes mover a pie, en transporte público o, como era mi caso, en bici. En el campo todo está lejos, por definición, así que necesitas el coche para todo, desde visitar a un amigo hasta ¡ay! ir a comprar al Mercadona.
“El uso del coche es brutal, no existe el transporte público. Se camina muy poco, a veces nada”, me cuenta desde Segovia Natalia Martín Cantero, periodista, igual que yo.
Natalia y su pareja se fueron a vivir en 2012 a una aldea de la sierra segoviana, tras un año en el otro extremo (en todos los sentidos) del mundo: Pekín. “Te vas para hacer una vida más ecológica, pero la realidad es tozuda. Nos dimos cuenta de que era imprescindible tener dos coches. Al final, calculas cada desplazamiento y estimas si merece la pena ir a la ciudad para ver a alguien o ir al cine, teniendo en cuenta el gasto energético que implica. Muchas veces decidíamos no ir”.
En mi caso, pasé de la bicicleta y el abono-transporte en Madrid a una Vespa y, tras un frío invierno ibicenco, un coche. Puede que Ibiza tenga el mismo tamaño que Madrid capital (unos 600 km2), pero psicológicamente las distancias son gigantescas, casi australianas.

2. La vida social es más reducida, pero también de más calidad
Uno de los miedos que inevitablemente tenemos los urbanitas a la hora de dejar la metrópolis es ¿me aburriré?, ¿haré nuevos amigos? Casi siete años después de estas inquietudes me respondo a mí mismo que mis inquietudes eran vanas: vivir en un pueblo no es en absoluto aburrido, muy al contrario. Naturalmente, el número de gente que puedes conocer es mucho menor, pero las relaciones suelen ser más profundas y, por tanto, más satisfactorias.
En esto están de acuerdo todas las personas que he preguntado para elaborar este reportaje. El artista plástico y fundador de Mi Domo, Mario Turégano, me cuenta desde Zarzalejo (sierra de Madrid): “Yo venía un poco saturado de la vida social, así que cuando llegué aquí no he tenido ningún interés en conocer a nadie. Lo que vaya viniendo está bien pero no me esforcé en conocer a nadie; poco a poco vas conociendo gente, al final conoces a toda la gente interesante que hay por aquí e inevitablemente acabas en paellas. La vida social no es menor que en una ciudad, es de mayor calidad, más tranquila, más tiempo; los amigos se quedan a dormir, en Madrid todo el mundo tiene algo que haces después”.
La experiencia de Natalia –cincuenta kilómetros al este de Mario- es muy parecida: “Nunca tuve tanta vida social como los primeros años de la vida en el campo. Los amigos no venían a tomar un café, sino que se quedaban a comer y a veces a cenar o incluso a dormir. El tipo de relación que se da ahí es muy distinto al que puede darse en un piso en la ciudad o tomar una caña en el bar”.

3. La vida en el campo es (o puede ser) menos saludable
Directamente relacionada con el primer punto, una de las paradojas de vivir en el campo es que cogemos el coche para cualquier cosa. Puede que al principio te guste dar paseos o incluso, como fue mi caso, te compres una bici para hacer deporte, pero lo cierto es que al final te mimetizas con los aborígenes y haces como ellos: coger el coche incluso para ir a tomar un café.
“Tienes mucho más condiciones para que tu vida sea más saludable, pero lo cierto es que no las aprovechas. Eso por no hablar de la gente que vive allí de continuo, que no camina nada”, me cuenta Natalia Martín sobre su experiencia en el pueblo segoviano en el que vivió cinco años.

4. Las casas no las regalan
Los oriundos de la ciudad solemos pensar que la vivienda es baratísima, cuando no directamente regalada, en los pueblos. Esta creencia está vinculada al éxodo rural, que viene despoblando la llamada “España vacía” desde los años 50 del siglo pasado.
Sin embargo, “encontrar una casa para comprar en un pueblo resulta muchas veces una odisea, y no siempre resulta barato”, me explica Guillermo López, director de la revista ‘Salvaje’, una publicación de nuevo cuño que trata precisamente del medio rural. Guillermo y su pareja volvieron de Miami (EE.UU.) hace dos años y se instalaron en un remoto pueblo de Soria -epicentro de la “España vacía”- durante un año, cuando volvieron a instalarse en Madrid por motivos laborales.
“Uno de los mitos más arraigados entre los urbanitas es ése de “lo dejo todo y me voy al pueblo a criar gallinas… total, en el pueblo regalan las casas!. Esto es un mito: cuando te pones a buscar resulta que no hay tantas casas y las que hay no tienen un propietario sino dieciséis, entre hijos, nietos y parientes, y es imposible ponerles de acuerdo… Es el mito romántico del parque inmobiliario, por lo menos en Castilla”, explica Guillermo.

5. Hacerte agricultor no es tan fácil como parece
“Lo dejo todo y me voy a criar gallinas”. ¡Ay, infeliz de quien piense que puede sobrevivir con lo que da la tierra! Conozco a más de un urbanita que se ha dejado la salud y el lumbago en su empeño de mantener a la familia cultivando una huerta ecológica, es decir, convenciendo uno a uno a los escarabajos para que no se comieran sus zanahorias.
Hace tres años monté mi propia huerta en Ibiza. Pedí asesoría a unos amigos con maña en esto de explotar la tierra y miré unos cuantos tutoriales de YouTube. Parecía fácil. Lo que jamás hubiese pensado es que –una vez descontados los gastos en tierra, combustible, agua y tiempo dedicado- cada tomate cherry me saliera por un euro. Sabrosísimos, eso sí.
Conclusión: comprar en Mercadona es mucho más ecológico que plantar tu huerto.

6. Los desvelos del freelance neorrural
Los tiempos están cambiando, que decía Bob Dylan. Hasta hace un par de décadas, quienes se mudaban de la ciudad al campo estaban obligados a hacer tareas campestres para poder sobrevivir en este medio: cultivas una huerta, criar gallinas o, los más hippies, hacer artesanía.
Sin embargo, todos los “neorrurales” con los que he hablado reniegan de esta etiqueta, básicamente porque siguen haciendo, más o menos, lo mismo que hacían/hacíamos en la ciudad. Somos los “neofreelance”, por inventar un neologismo.
“No me gusta la etiqueta de ‘neorrural’, que implica un cierto juicio negativo o de purismo», me cuenta Guillermo López, director de ‘Salvaje’. «Esa identificación de lo rural con lo que viene de la tierra es muy remota y un tanto estereotipada. Es cierto que no somos campesinos ni ganaderos pero en los pueblos siempre ha habido farmacéuticos, veterinarios o gestores de la cosa pública”.
Lo cierto es que, aunque la banda ancha llegue al último olivo del campo, hay otra red casi tan importante que no conviene descuidar: la red de contactos informales que propicia la ciudad y sus múltiples encuentros.

7. En el pueblo siempre (o casi) eres forastero
Natalia Martín, periodista de profesión y madre de dos hijas, es segoviana de nacimiento, pero no es oriunda de Torre del Val, la pequeña aldea en la que se construyó su casa en 2001.
“Esto no me sorprendió, porque ya lo había vivido en la zona de Los Pirineos, pero no deja de ser curioso: uno no es de un pueblo salvo que tus ancestros lo sean, da igual que lleves toda la vida, si no eres hija te sientes excluida. Puede haber unas miras muy cerradas que hace que se empobrezca bastante las relaciones sociales”.
Mario Turégano reporta algo parecido desde Zarzalejo, pero con una salvedad: al ser un pueblo mucho más grande (1.620 habitantes) existen tres grandes comunidades, casi estancas entre sí: los lugareños, los bio-guays y los marroquíes. Si eres de cualquiera de los tres grupos automáticamente estás fuera de los otros dos.

8. Se acabó la privacidad (para bien y para mal)
Guillermo López y su pareja cambiaron en 2019 Miami por una pequeña aldea de Soria. “Lo que más me chocó es el concepto de intimidad –explica el periodista-. En Miami vivíamos en la típica casa de vallas, allí coges el coche hasta para comprar el pan pero no sabes cómo se llama tu vecino. En el pueblo, nada más llegar todo el mundo sabe quién eres y lo que haces, para lo bueno y para lo malo. Los lazos interpersonales son mucho más fuertes; en el pueblo estás menos solo, es más, estás todo el rato acompañado. Creo que esta misma falta de privacidad es lo que hace que muchos hayan dejado sus pueblos para ir a la ciudad.
Paradójicamente, mis lazos sociales son mucho más diversos y más ricos. Mis mejores amigos son un chico de 24 años y otro de 71. En una ciudad no tendría ningún motivo para hablar con gente de una edad o unos intereses tan distantes de los míos”.

9. El ligar se va a acabar
Last but not least… No nos engañemos: el sexo casual es un fenómeno eminentemente urbano. En el pueblo si quieres despertar en compañía no te queda otra que emparejarte.
Este fue uno de los mayores ‘shocks’ que me llevé al llegar a Ibiza. El propio nombre de la isla está vinculado al desenfreno, a la liberación sexual y al hedonismo de su “patrón”, el dios Bes. Sin embargo, muy pronto una amiga me sacó de mi fantasía: “En Ibiza no se liga nada”.
Y tenía razón. Al ser una comunidad tan pequeña (la población estable es de unos 150.000 habitantes, veinte veces menos que en Madrid en la misma superficie) “todos” nos conocemos (es una forma de hablar, pero es válido en según qué círculos). Por tanto, el sexo esporádico es más infrecuente que en una gran ciudad, tanto para ellos como, sobre todo, para ellas. ¿El motivo? A tu amante ocasional te lo vas a cruzar tarde o temprano, algo que es casi una entelequia en la metrópolis.

Cuando pones asfalto de por medio y dejas la ciudad, de alguna manera sabes que estás emprendiendo un camino que sólo es de ida. El reencuentro con la naturaleza es el mejor modo de vivir en paz. La ciudad sigue allí, a tiro de avión, con sus diversiones, sus ruidos y su mercado de espejismos.

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