Uruguay  Un prontuario en siete pasos

 Foto: Pedro Hamdan

La escritora uruguaya Inés Bortagaray señala: “Sé que miedo es lo innombrable. Lo que de tan terrible nos vacía de palabras”.

1. El primer miedo que tuve fue a las rayas. Rayas que avanzaban hacia nosotros, una noche de verano en el jardín de la casa de mi infancia. Rápido, entremos ya, ahí vienen. Eso le decía a mi familia. Ahí señalaba un punto vago en la parte más sombría del jardín. Las rayas (líneas verticales, delgadas como antenas, con una estampa metálica y aire de rascacielos) se aproximaban y la única manera de salvarnos era huir. La mirada de mi madre dejaba de sonreír cuando notaba que mi desesperación venía en serio: yo rogaba con la voz apretada por el miedo. Estaban llegando. El paso de esos monstruos imaginarios tenía la intención irrevocable de quien viene a pisotear el libre albedrío. Corría la dictadura.

2. La dictadura dejó con la resaca de todo lo sufrido a 197 personas desaparecidas. Los militares responsables del terrorismo de Estado siguen casi todos impunes. Han hecho un pacto mafioso que acalla la información más valiosa para las familias que quieren enterrar a sus muertos. No dicen dónde han escondido los restos. El país se divide entre quienes siguen buscando respuestas y quienes dicen que más nos conviene olvidar todo eso si queremos aventurarnos al futuro. Como si fuera posible concebir un futuro que desoiga esta vergüenza. El 20 de mayo de 2020 se cumplieron 25 años de la marcha del silencio que todos los años reúne a familiares de esos desaparecidos y a muchos quienes nos sumamos en un río que serpentea con fotos y pancartas. El silencio sólo se interrumpe para clamar que esas personas están presentes. Este año el coronavirus cambió los modos de la marcha, pero no el propósito ni la masividad. El trueno se sintió entre balcones, ventanas y transmisiones en vivo.

3. Lo siento, pero hablar de la pandemia es inevitable y a la vez irritante. Como si además de cambiar nuestros hábitos, condenarnos al encierro, anular planes, desplazamientos y encuentros, como si además de apartarnos de los nuestros, achicara el campo de las palabras, redujera el lexicón hasta transformarlo en una pelota liliputiense, hecha de la horrorosa pandemia, el pérfido protocolo, la abyecta nueva normalidad. Un acto de resistencia sería defender las otras palabras, las que nos eleven de esta escena repetitiva que se pasea con un secreto anidado entre los pliegues: miedo, claro.

4. Todos los días vemos por la ventana a una vecina que hace kickboxing. Es rubia, se ata el pelo en una cola de caballo, usa calzas y un top negro. Salta, patea y pega piñas al ritmo de una música que no llegamos a escuchar. La miramos, mis hijos y yo, en un ritual extático, cada anochecer. Siento por la vecina una viva admiración: la disciplina encarna en ella una épica de estandarte. Hamlet se preguntaba qué era más noble al espíritu: sufrir dardos de la airada suerte o tomar armas contra un mar de angustias y darles fin luchando. Yo pienso: si estamos ante una situación de crisis y el mundo se divide entre quienes huyen y quienes enfrentan al enemigo, la vecina integra el segundo bando. Tal vez yo no. Ella es intrépida, valiente y se está entrenando. El mundo será más suyo que de los que corren en una estampida, porque todos sabemos que quienes corren se exponen a la avalancha y todo eso. Y si el mundo es de los audaces, yo me pregunto: ¿qué mundo?, ¿cuál de todos? Y, en todo caso, ¿querría yo algo tan grande como el mundo?

5. Temo las muertes por la pandemia pero también las muertes por otras enfermedades que no han podido atenderse porque el mundo se ha eclipsado. Temo todas las otras, acaso más difíciles de medir, que provengan de la ruptura social y el hambre. Todo ha quedado expuesto. Tanta precariedad. Temo que veamos a los demás como amenazas. Temo que los niños no se junten a jugar. Temo la vigilancia y la delación

6. Mis hijos se rebelan y no quieren tener más clases por videollamada. El mayor hace un escándalo: ya no quiere ver a sus compañeros por la pantalla. Insisto en que hay que seguir las clases como se den las clases. Persiste el berrinche. Pierdo la paciencia y le advierto que si no va a clases no pasará de año y me dice que no le importa. Le digo que deberá repetir lo mismo muchas veces y me responde que no le importa. Tal vez no crezcas; tal vez seas siempre chiquito y quedes siempre viviendo el mismo año, le digo. Me dice: ¡perfecto! Ahorremos tiempo, te daré un atajo, lo desafío. El menor también se entusiasma y vienen ambos detrás de mí, encantados. Echo una pizca de bicarbonato de sodio en dos vasos con agua. Les digo: tomen. Me miran, desconfiando. Repito: tomen y ya me despido de ustedes-en-este-tamaño: ahora serán dos miniaturas. El más chico dice: y si me ponés en tu bolsillo ¿me vas a escuchar? Le aseguro que sí. El más grande dice: ¿y si me ponés en un frasquito puedo ahogarme con una gota de agua? Le digo que tal vez. Serán como Pulgarcito. Era lo que querían, ¿no? Ambos dudan. Uno toma un trago. Grito: ¡creo que estás empezando a encogerte! Se ríen y vuelcan el resto del agua en la pileta de la cocina. Les digo: hora de clase.

7. Nada de esto, igual, es del todo miedo. Sé que miedo es lo innombrable. Lo que de tan terrible nos vacía de palabras. Lo que no queremos ni invocar, acurrucados por la eventualidad de una mención que invite a lo ominoso. Las palabras del miedo se interrumpen apenas nacidas y a veces los sueños, porfiados, las completan. El miedo se aprieta en la mata de todo eso que no está. Por un rato huir puede asemejarse a enfrentar, pero al final habrá que hacerlo. Hacer frente.

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