Valentin Moritz  La habitación bajo el techo

  Foto: Anna Azevedo

El escritor alemán Valentin Moritz está agradecido por sus sueños, incluso por las pesadillas. Aquí escribe sobre su significado y relevancia para la vida.

En la casa de mis padres había una habitación bajo el techo a la que yo no debía entrar. Nunca me prohibieron específicamente que lo hiciera, pero allí arriba, decía mi padre, no había nada más que algunos muebles viejos con avispones anidando, y las tablas del piso eran tan ásperas que terminaría por lastimarme, y mis gritos serían insoportables.

Pero mi padre mentía:

un hombre vivía en la habitación debajo del ático. ¡Y sí que era un tipo relajado! Me contaba chistes extraños de los que nos reíamos juntos, fumaba cigarrillos que él mismo liaba y, a menudo, se avergonzaba por ello. Jugábamos ajedrez, damas, juego de molino, bebíamos té helado en verano o chocolate caliente en invierno. El hombre me explicaba cómo los renacuajos se convertían en ranas, me leía uno de sus innumerables libros o me lanzaba dinosaurios de juguete que rebotaban en mí como mi bola de goma reluciente en la puerta de nuestro garaje. El hombre bajo el techo no tenía nombre, pero uñas de colores como mis primas y un bigote rojo fuego.

Nos llevábamos muy bien y siempre pensaba contarles a mis amigos sobre él y las historias que me contaba. Pero usualmente olvidaba mi plan en el transcurso de la mañana, sobre todo porque mi madre decía en el desayuno: apúrate, el autobús del colegio no espera, o: simplemente empaca tu traje de baño, porque hoy vas a nadar, te guste o no. Y mi padre, a quien yo le empecé a ganar al ajedrez, se molestaba tanto que se tapaba los oídos o desaparecía en la oficina antes de que pudiera explicarle con quién había estado practicando.

*

Estoy agradecido por mis sueños. Sin ellos solo sería la mitad de un ser humano. O tal vez ni siquiera eso. Y cuando hablo de soñar, me refiero a lo que mi subconsciente está haciendo entre mis sienes mientras duermo. Digo que un cerebro que no sueña es incapaz de producir ideas extravagantes e ideas utópicas incluso estando despierto. Y sí: otros animales también tienen sueños mientras duermen. Pero ¿pueden recordarlos y reflexionar sobre ellos cuando se despiertan?

Incluso necesitamos las pesadillas. Nos enseñan cómo lidiar con nuestros miedos, nuestras pérdidas y sentimientos de culpa. Por ejemplo, se me caen los dientes con regularidad. Nada agradable. O unos perseguidores me lanzan estrellas de arrojar de bordes afilados, se acerca un tsunami, estoy conduciendo y no puedo frenar… ¿Por qué? ¿Es porque en la realidad estoy engañando a mi novia? ¿Porque tengo exceso de trabajo y mi jefe me está agobiando? ¿Porque estoy plagado de soledad?

Sea como sea: mis sueños están influenciados por la realidad, pero al mismo tiempo dan forma a mi día, mis relaciones, mis ganas de vivir. ¡Qué tesoro, especialmente como escritor! Así que escribo registros de sueños, un tipo de meditación matutina para ayudarme a recordar. No en el sentido esotérico, no como un vehículo de “iluminación”, sino como un ejercicio simple, a menudo extenuante, para una mayor profundidad y concentración.

Estoy agradecido por mis sueños, incluso los malos. Son el los mejores entrenadores que pueda imaginar.

*

Solo hay un problema. Se llama Alemania. Una vez fue la prueba de que las pesadillas pueden hacerse realidad, y hoy es un país sin sueños en el que el último ático ha sido ampliado y aislado con gruesas capas de aislamiento. Y tal vez eso sea algo bueno, tal vez en un país que fue responsable del Holocausto, uno simplemente ya no debería soñar.

Ya estamos viviendo el sueño de la felicidad privada y predecible en la prosperidad y la seguridad en un mundo en el que todo permanecerá para siempre como es ahora…  Y lo mejor sería que todos aquellos que llevan una vida peor se orientaran según ese sueño en lugar de rebelarse: eso solo consolidaría aún más la desigualdad…

Ese sueño alemán es un mal sueño. Uno contra el cual hay que escribir.

*

El hombre del ático se fue en algún momento. Pero así estaba bien. Había dejado abierta la pequeña ventana debajo del hastial, la ventana que te deja volar. Acerqué una silla, me subí y salté. Al principio, el pueblo se acercó, luego se hizo cada vez más pequeño debajo de mí, mis ojos más grandes, mis dedos extendidos como plumas en el viento.

Antes de aprender a nadar con la corriente, todos podíamos volar.

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