Tiempos del “no conocimiento”  ¿Cuántos nuevos Humboldts necesitamos?

© Érika Torres © Érika Torres

Cuando comprendimos la muerte, comenzamos a tener miedo. Creamos dioses para lidiar con el miedo, y la cerveza para olvidarlo. Ahogados en un mar donde se mezclan información y desinformación, olvidamos hasta dónde nos llevó el extremismo pocas décadas atrás. Incluso, para algunos la Tierra dejó de der redonda. 

¿Qué tipo de conocimientos necesitamos para vivir? Para especies perfectamente encajadas en sus papeles ecológicos, los instintos certeros y una buena madre generalmente alcanzan, ya que bastar saber cómo conseguir agua y alimento, cómo huir de los predadores, cómo identificar a los compañeros para el apareamiento y, cuando es preciso, defender el territorio con uñas y dientes. De un cocodrilo no se esperan conocimientos de física nuclear o respuestas a cuestiones existenciales; ni de una leona la capacidad para resolver ecuaciones diferenciales. Tienen todos los conocimientos que necesitan.
 
Por el contrario, nosotros, los humanos, perdimos completamente la consciencia de nuestra función ecológica y nuestros instintos ya no se corresponden con nuestras necesidades. Desarrollamos el habla para transmitir los descubrimientos, domesticamos animales e inventamos la agricultura, nos establecimos en territorios, inventamos la escritura, aprendimos a navegar, y nos esparcimos como plaga. Nuestros territorios ya no son los territorios de caza de unos pocos kilómetros cuadrados, que los animales más desarrollados marcan con orina y defienden a mordiscos. Nuestros territorios se extienden por el mundo, y sobre ellos desplegamos tejidos culturales que nos unen y nos separan.
 
Creamos el arte y nos expresamos a través de él. Conocemos la muerte y pasamos a sentir miedo. Creamos dioses para lidiar con el miedo, y la cerveza para olvidarlo. Tenemos que superar a nuestros vecinos, conseguir más recursos, imponer nuestra cultura, conquistar más territorios, acumular riqueza. Creamos armas que ya no sirven para la caza sino para la guerra. Siempre necesitamos saber más, hacer preguntas y encontrar respuestas. Desde por lo menos doce mil años, el conocimiento es poder. La carrera por el conocimiento se intensificó y nunca más dejó de marcar el paso de las civilizaciones. 

Ciencia y religión

En 1522, más de mil setecientos años después que Erastótenes midiera con exactitud la circunferencia de la Tierra, la flota de Fernando de Magallanes completó la primera circunnavegación del planeta. El conocimiento comenzó a expandirse todavía más rápido, y la tierra se volvió irremediablemente pequeña y, así se pensaba entonces, redonda. Y de este modo continuamos en saltos cada vez más grandes hacia no se sabe dónde, aunque algunas veces nos atrasaran los conflictos entre ciencia y religión, porque si hay una cosa capaz de impedir que el supuesto conocimiento religioso se convierta en el arma más eficiente del poder, esa cosa es el conocimiento científico.
 
Entonces vinieron los iluministas, y el conocimiento se hizo más sutil. Comenzamos a cuestionar todo con más intensidad y método, a derrumbar dogmas y monarquías absolutistas, y a poner la ciencia por encima de la religión. La búsqueda de conocimientos se diversificó y sus ramificaciones comenzaron a profundizar más en la comprensión de la economía y de la dinámica social, de la química y la medicina, de la anatomía y la física, de la matemática y las artes. Comenzamos a intentar comprender qué queremos exactamente o, por lo menos, a buscar sentidos más elevados para las atrocidades que cometemos con frecuencia. 

La costura lógica de Humboldt

Con el erudito universal Alexander von Humboldt entendimos como nunca antes la dinámica de la naturaleza y de nuestra interacción con ella: y si a partir de un retrato tan increíblemente completo no corregimos nuestro rumbo, fue porque no sabíamos todavía que hacer con él. La geografía, la oceanografía, la botánica, la antropología, la mineralogía y la geología, juntas en la inédita costura lógica de Humboldt, nos mostraron un mundo mucho más completo de lo que hasta entonces habíamos sido capaces de suponer. Casi al mismo tiempo apareció Darwin y con él se completó la gran base teórica que necesitábamos para entender nuestro papel en la naturaleza, de la que nos distanciamos.
 
Y así, en los últimos siglos, venimos tambaleando mucho más de lo que debería permitirnos el conocimiento que ya tenemos, y tratamos a la naturaleza como si pudiéramos despreciarla. No creamos un modelo económico armonioso, no armonizamos con la naturaleza, no aprendimos a evitar conflictos (ni siquiera los personales), pero de algún modo la diseminación inédita de conocimientos antes restringidos permitió dar saltos increíbles. El problema es que todavía no sabemos bien en qué dirección debemos saltar. Todavía no tenemos consciencia de especie, dentro de muchos territorios todavía no tenemos consciencia de nación, dentro de muchas naciones no tenemos conciencia de clase, y en casi todos los territorios y naciones todavía no nos vemos como parte de la naturaleza. 

La desinformación como moneda

Probablemente estamos en la encrucijada política, económica, social, filosófica y ambiental más grande de nuestra breve historia, y eso produce una paradoja enorme: si, por un lado, los conocimientos básicos hoy están diseminados y accesibles como nunca antes, por otro, la lucha por el poder pasó a usar la desinformación. Si, por un lado, tenemos los medios para verificar, como nunca antes, qué es la verdad, por otro, las pasiones comenzaron a oscurecer la racionalidad. Si hoy los métodos analíticos y la capacidad computacional nos permiten llenar con velocidad pasmosa las lagunas de conocimiento, por otro, ese conocimiento muchas veces es cuestionado de forma irracional, o mal utilizado, o mal direccionado.
 
Nos ahogamos en un mar donde los mismos colores se mezclan en la información y la desinformación, las realidades y las pasiones. La religión enfrenta de nuevo a la ciencia en busca de poder político, tenemos miedo de quien piensa diferente, derribamos pilares civilizatorios y, después de casi quinientos años, para algunos la Tierra dejó de ser redonda. Olvidamos los consejos de Bertrand Russel, que nos recomendó siempre mirar los hechos y dejar de lado las pasiones, con excepción del amor. Olvidamos hasta dónde nos llevó el extremismo pocas décadas atrás. Nunca aprendimos a establecer prioridades. 

¿Último espasmo antes del salto?

Consideramos primitivas a las sociedades humanas autosuficientes que viven integradas a la naturaleza desde hace miles de años, y todavía las matamos. Por inercia, repetimos fórmulas y modelos que sabemos que no funcionan, pero no usamos nuestro conocimiento para corregir los errores. El amor al conocimiento muchas veces se diluye o se pierde en el uso económico o político de los descubrimientos, y al mismo tiempo ganan fuerza instintos primitivos irracionales que no nos sirven de nada.
 
Esperemos que la convulsión de estos tiempos extraños no pase de ser el último espasmo antes del gran salto –los grandes saltos dan miedo–. Esperemos que la teoría de Darwin nos alcance y que podamos abrazar la evolución y que nos encontremos de nuevo con la naturaleza. Esperemos que la lección de Humboldt sea en fin plenamente comprendida, no en lo que se refiere a la geología, la mineralogía, la botánica, la oceanografía y la antropología, sino en lo que se refiere al humanismo. No es necesario ser un genio para ser un humanista, y a esta altura nada parece más importante que vernos todos como humanos, y descubrir nuestro propósito y nuestros límites. El gran salto sólo va a ser posible cuando muchos nuevos Humboldts tengan más voz que los Orbáns, los Trumps y los Bolsonaros. 
 

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