Memoria en el cine  “No hablar es olvidar y olvidar es repetir”

 © Marina Camargo, 2019.

La violencia es un elemento omnipresente en el cine de diferentes países latinoamericanos. Las historias e identidades en muchas regiones del continente se asemejan más de lo que parecería a primera vista.

¿A partir de qué podemos establecer las bases de una identidad latinoamericana? Al igual que en otros muchos campos, en el mundo del cine, la diferencia entre Brasil, “ese gran hermano mayor diferente”, y sus vecinos, siempre fue muy grande, a pesar de algunos esfuerzos puntuales como los del gran crítico José Carlos Avellar, que con su fructífero libro A ponte clandestina (El puente clandestino, 1995), buscó acercar el cine brasileño de sus contemporáneos a otros países del continente.

En el proceso de selección de la última edición del Cine Ceará, en agosto y septiembre de 2019 (dedicada al cine iberoamericano y no sólo al latinoamericano), se pudieron observar algunos rasgos que unen de manera fuerte el cine de esta región: en películas provenientes de países con dimensiones geográficas, culturas y narrativas históricas tan diferentes como lo son, por ejemplo, Brasil, Uruguay, Bolivia, Guatemala y México, la violencia omnipresente parece ser uno de los ejes del contacto entre ellos. 

Tal vez esa omnipresencia no deje de ser algo hasta cierto punto natural, teniendo en cuenta que la violencia fue, en cada uno de esos países, un aspecto fundador de aquello que convencionalmente se llama “descubrimiento”. Desde la llegada de los colonizadores, el genocidio de las poblaciones originarias, el ensañamiento explotador de las élites trasplantadas de Europa, la radicalización que vendría con la esclavitud y la construcción sangrienta de diferentes “independencias” en la región: todos fueron procesos de enorme violencia que dejaron sus marcas narrativas constitutivas de la identidad y del imaginario latinoamericano. 

Crímenes perpetrados por regímenes dictatoriales

Hay un rasgo posterior que unifica todavía más el cine latinoamericano actual, y tiene que ver con una ola más reciente de esa violencia: los crímenes de Estado cometidos prácticamente en toda la región por los regímenes dictatoriales instaurados a lo largo del siglo XX. Aunque no resulta difícil captar la relación intrínseca entre esos regímenes y todas las circunstancias históricas anteriores (y varias películas trazan con claridad ese puente), el hecho de que los gobiernos hayan actuado en tiempos más recientes, vuelve más urgente su registro audiovisual, especialmente porque son regímenes de los cuales todavía hay restos muy vivos (y aquí usamos el término no sólo en sentido figurado sino también para referirnos a personas/personajes, tanto entre quienes fueron víctimas como entre quienes ejecutaron esos crímenes de Estado).

De hecho, desde una perspectiva más amplia, es impresionante la recurrencia de narrativas, tanto documentales como ficcionales, sobre las atrocidades de los regímenes dictatoriales latinoamericanos y las profundas marcas constitutivas que dejaron en las actuales sociedades de la región. Y esto va más allá del universo de la producción latinoamericana, como puede verse en el reciente documental del gran cineasta italiano Nanni Moretti, Santiago, Italia (2018), que retrata el contexto del golpe contra Salvador Allende, en 1973 en Chile, y la manera en que una generación de emigrados chilenos se crió en Italia.

Perú y Guatemala: memorias reprimidas, masacres y desapariciones

Muchas de estas películas realizadas por cineastas latinoamericanos resultan, a su vez, aún más dolorosas porque en gran parte lidian con narrativas personales y familiares. En el festival de Cannes de 2019, por ejemplo, el cine latinoamericano salió consagrado con la codiciada Cámara de Oro, premio que se concede al mejor largometraje de un director debutante. La película ganadora, Nuestras madres, del guatemalteco Cesar Díaz, ya desde su título remite a la cuestión de la herencia y de la pérdida a través de una trama ficcional que incorpora una serie de actores en sus contextos reales.
 
 

La película muestra el esfuerzo de investigadores y científicos por encontrar restos físicos (como osamentas) y no físicos (como las narrativas y las historias sofocadas) de un proceso genocida de desapariciones y ocultamiento de la verdad. Se trata de un contexto que también aborda un potente documental del mismo país, La asfixia, en el cual la realizadora Ana Bustamante parte de su propia memoria familiar reprimida para intentar encontrar los vestigios del padre, del que prácticamente no tiene memoria alguna.
 


Curiosamente ese diálogo entre dos películas potentes (una de ficción y la otra documental) también se dio este año a partir de otro país cuyo cine, por lo general, encuentra poca visibilidad internacional: Perú. También en Cannes, se exhibió con mucho éxito el largometraje de ficción Canción sin nombre, de la directora Melina León, en el que las historias, incluso futuras, de su padre retoman el recorrido que él debió enfrentar como periodista cuando quiso contar la historia de los niños robados a sus madres indígenas, con el conocimiento del Estado.
 
 

El asunto también tiene ecos en el documental La búsqueda, en el que los directores Mariano Agudo y Daniel Lagares acompañan a personajes oriundos de pequeñas comunidades indígenas del interior en su intento por reconstruir historias de las masacres y desapariciones del mismo período, los años ochenta.
 
 

Chile y Brasil: infancias, paternidades distantes y abortos

En cuanto a Brasil, tenemos películas que buscan combinar los registros ficcionales y los recuerdos personales. Deslembro (Olvido, 2018), por ejemplo, parte de las memorias de infancia de su directora Flavia Castro para hablar sobre el trauma de volver del exilio y del reencuentro con un país más imaginado que conocido, lleno de trampas para la familia y los niños criados en el exterior.
 
 

Y el todavía inédito Fico te devendo uma carta sobre o Brasil (Te debo una carta sobre Brasil), de Carolina Benjamin, busca las huellas del recorrido que hizo el padre de la realizadora durante su exilio en Suecia, como forma de entender no sólo a ese hombre que la hija nunca conoció de verdad, sino principalmente el modo en que ese viaje transformó a la abuela de la directora, que siempre estuvo presente y fue marcada por un profundo dolor durante todo el tiempo en que buscó las huellas del hijo preso.
 

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La necesidad de memoria y de conclusión del dolor, surgida a partir de los traumas de la cárcel, va a repercutir de forma distinta en la línea familiar y generacional en el documental chileno (en coproducción con Brasil), Haydée y el pez volador. Allí la directora Pachi Bustos (es importante señalar el gran número de mujeres cineastas que están haciendo volver esas memorias y ausencias) acompaña al personaje que da título a la película, que vivió una tragedia diferente de las anteriores: el aborto como consecuencia de las violentas torturas que padeció en su prisión.

Aquí, una vez más, la búsqueda de un cierre (también en sentido legal, pues la película muestra su lucha por que se condene a los responsables de su prisión y las violencias sufridas allí) se vuelve sobre todo la oportunidad de liberarse de un imaginario de alguien que, inclusive simbólicamente en relación con el país, pasa el resto de la vida asombrada por una pérdida que nunca “puede decir su nombre” con todas las letras.

Urgencia que acerca

Aquí se citaron ejemplos de películas de sólo cuatro países, pero señalemos que, si bien son muy diferentes y geográficamente muy distantes, parecen abrevar de una verdadera “laguna” común. Son historias de padres y madres, de abuelas y nietas que en nombre de sus países cargan el sentimiento de una enorme injusticia que el Estado nunca asume completamente con todas sus consecuencias y aquí podemos percibir una cercanía, y al mismo tiempo un completa diferencia, con el problema de la herida nazi en la herencia alemana. 

En momentos en que Brasil elige como presidente a alguien que hace abierta apología de la violencia de Estado que se vivió tan recientemente, entendemos de maneras profunda el peligro que representan la ignorancia y la mitificación histórica oficial para la futura construcción de esos países. Y entendemos aun más los orígenes de esa urgencia que parece acercar tanto a estos diferentes “cines latinoamericanos”: no hablar es igual a olvidar y olvidar es igual a repetir. Las y los cineastas de Latinoamérica no parecen estar dispuestas y dispuestos as a ser cómplices de ese crimen para con el futuro.

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