Crónica literaria
Una línea es un punto que sacas a pasear

Una línea es un punto que sacas a pasear © Ilustración: Manuel Bueno Botello

Las obsesiones nos estacionan en un mismo momento. Hay una quietud desesperante. Un volver del pasado en bucle otra vez a lo mismo.

Abril Castillo Cabrera

Estoy de pie sobre una historia, en un punto de partida que también es de llegada y que de hecho me tiene atascada ahí hace veinte años. Hay sueños recurrentes que también son mensajes ocultos, la escritura funciona como contraseñas que he olvidado.

Mi maestra de pintura cuenta que pintó durante un año una ventana. Tenía que sacarle el alma. Una y otra vez la misma vista, pero cambiada. Una y otra vez una composición que se sometía a sus deseos. Iba haciendo las paces con ella, con la ventana, con sus deseos y con la composición. Dejaba irse, que la ventana se le revelara. Una y otra vez ventanas y ventanas con distintos materiales. Años después, se obsesionó con las selvas. Pero eso era suyo, las ventanas eran una tarea, no un encargo, una tarea de su maestro. Sácale el alma a esa ventana, luego podrás pintar lo que quieras. Las selvas eran también ventanas, a otro tiempo suyo. Se iba aproximando a eso que era eso otro hasta que perdió las palabras.

Las obsesiones nos estacionan en un mismo momento. Hay una quietud desesperante. Un volver del pasado en bucle otra vez a lo mismo. Intentar solucionarlo esta vez. Las historias van y vuelven y se repiten. No se repiten por azar sino porque las buscamos repetidas. Vemos las películas otra y otra y otra vez. De niña veía varias veces al día Alicia en el País de las Maravillas. Mi mamá dice que le daba risa que yo dijera que quería ver los pajaritos volar, que no los había visto. Sería que había varios y que quería ver cada uno por separado. Sería que en la siguiente ronda quería comprobar algo que no había visto antes.
 
Lectores del mundo, cada vez miramos con ojos nuevos un mismo objeto.
 
La ventana no es ya la misma ventana, pregúntenselo a Funes.
 
Todo se repite pero nada es nuevo. Nada se repite pero todo es nuevo.
 

Mucho tiempo pensé que la memoria era una herramienta lo suficientemente precisa para reconstruir el pasado, ahora confío más en la imaginación.

Durante años dibujé sobremesas. En ese tiempo muerto en que se enfriaba el café dibujaba lo que estaba frente a mis ojos. Era libre dibujándolo, empecé a divertirme aunque al principio me obligaba a hacerlo. En esa intención de llevarme aquella técnica aprendida en la sobremesa a otros dibujos, fracasé. Había algo que no sabría nombrar que era lo que se había revelado por sí mismo. No eran las tazas, ni la compañía con quien me tomaba su contenido caliente, era la suma de todo eso. Era la línea negra y los fondos sugeridos, algunas plastas y la precisión de lo que representaba, que fue mejorando con el tiempo. Era eso inefable, lo que no puedo tocar y que miro pero no sé señalar, eso que existe en todo objeto cuando luego de un tiempo, a fuerza de procurarlo, decide al fin revelar su alma. Y resulta que por un instante esa alma es el alma del mundo también.

Una historia es una ventana.
 
Mi ventana desde hace tiempo es ese viaje a la nieve, cuando conocí la nieve de noche.
 
Un Spirit. El mismo siempre: un viaje a la playa y un encuentro con la nieve. Lo planeado y lo inesperado, un atorón. El mismo recuerdo siempre contado desde distintos ángulos.

Una historia que se resiste a ser contada no debe abandonarse, debe moverse el modelo de ángulo.
 
Y si ahora lo narro yo, y si ahora lo narra el cielo, y si lo cuenta mi padre, y si lo narro desde el futuro, y si el presente de la incertidumbre nos deja ahí atorados.

Nevó tanto ese invierno que nos quedamos atrapados en la carretera. Íbamos en un Spirit y era 1995, un año antes de que mis papás se divorciaran.
 
Me miro de fuera y sé que esa niña no lo sabe. No puede saber que eso va a pasar, así que mejor dejar fuera ese dato. Sus padres están casados, el auto aún huele a nuevo. Mejor narrarlo en primera persona. Volvamos a ella.

Salimos temprano y nos fuimos en carretera. Me recuerdo sentada en el lado izquierdo del asiento trasero, al lado de mi hermano. Imagino el olor de la mañana, el humo del cigarro Comander de mi mamá en ayunas, sumado al smog del tráfico en Eje 10 sur. No salimos por Observatorio porque esa carretera es la de Morelia, y aunque lo sé, es todo lo que mi imaginación me da.
 
Mucho tiempo pensé que la memoria era una herramienta lo suficientemente precisa para reconstruir el pasado, ahora confío más en la imaginación.

Salvador Elizondo habla de dos mecanismos principales de la memoria en la infancia: la evocación y la invocación. La evocación llega sin preguntar, es todo eso que ocurre cuando el cuerpo conecta con una sensación antes vivida, la magdalena de Proust; viene sobre todo del olfato y del gusto. La invocación requiere artesanía y más intención, por eso está vinculada con los rituales: ponemos una ofrenda con la comida favorita de nuestros muertos y al día siguiente nos los comemos, sus sabores y a los muertos. Las fotos y la música, la imagen y el sonido, nos conectan de una manera más racional con eso que ya no está.
 
La memoria es fantasma sea a propósito o sin querer.

Me armo de dos conceptos y me sumerjo de nuevo en ese recuerdo de infancia que no sé por qué se me presenta una y y otra vez sin que yo lo llame.

Lo he recordado siempre como la vez que mi papá conoció la nieve. Íbamos en carretera a Veracruz nosotros cuatro —mi papá, mi mamá, mi hermano Tomás y yo— mientras el resto de la familia volaba al puerto. Nos encontraríamos más tarde allá con mis abuelos paternos, con mi tía Laura y con mis primos, Itzel e Iván.
 
A mi papá siempre le dio miedo volar y le encantaba manejar. Pasamos toda nuestra infancia en carreteras escuchando cassettes de trova y de rock en inglés. El mapa era la voz de mi padre avisándonos qué pueblo seguía: Maravatío, Pátzcuaro, Morelia.
 
Spirit de la Chrysler
© Ilustración: Manuel Bueno Botello

En 1994 compró un Spirit de la Chrysler. No sé si es en la palabra spirit que está una de las más importantes contraseñas, un guijarro que me está llevando de regreso a ese hogar perdido de Hansel y Gretel. Y si ese cuento al que vuelvo también cada tanto, niños huérfanos, será otra de las llaves que perdí. Spirit quiere decir "espíritu" en inglés, eso en lo que mi papá nunca creyó: en fantasmas. Tal vez porque aún no tenía ninguno en su historia. En cambio para mi mamá siempre existieron varios: su hermano, el primero. La muerte de ese hermano es otra historia que me sigue persiguiendo desde niña. Mi mamá se refiere a esas ausencias presentes como ángeles, dice que siempre la cuidan. Como en ese viaje nos cuidaron.

La carretera era quizá una manera de mi papá de no volverse él mismo un fantasma. No volar como esos ángeles de mi madre, estar en la Tierra y seguir siendo cuerpo, vida y carne.

Los fantasmas y los ángeles para mí siempre son de color blanco. Así como blanca es la nieve.

La primera vez que mi papá vio la nieve también fue la primera vez que yo la vi. En ese viaje sentí que algún día volvería a la nieve, que me tocaría otra vez a pisarla, revolcarme en ella, habitarla. Pero supe quizá que mi papá nunca volvería a estar en la nieve, por su miedo a volar.

Fuimos en carretera a Veracruz y pasamos unos días antes de Año Nuevo con mis abuelos y mis primos, mi tía y mis papás. Volvimos el 30 de diciembre, ellos en avión, nosotros en carretera. Cerré los ojos y me dormí. Nos despertaron a mi hermano y a mí a medio camino para comprar algo en la tiendita. Nos bajamos por papas, pero mi papá lo que quería era tocar la nieve: —Nunca antes había visto nieve —dijo. O yo recuerdo que eso dijo.
 
Un hombre de nieve mal armado con restos de granizo nos recibió en los abarrotes del borde de la montaña. Soplaba un viento helado y nosotros, que veníamos de la playa, no traíamos chamarra, solo un suéter ligero, chanclas.
 
Los Drakis eran unas papas de la familia de los Cheetos pero en forma de colmillos de vampiro, con un sabor más amargo y más picoso. Cuando unas horas después la carretera se congeló y todos los coches ahí presentes dejamos de avanzar, fue el único alimento que tuve. Al día de hoy recuerdo ese sabor y me da náuseas. Descontinuaron esas papas.

Aceptar que todos recordamos lo que queremos, y que cada historia vuelta a narrar quiere decir algo diferente cada vez. Ese punto de partida también es de llegada y me desatasca en puntos muertos desde hace veinte años.


En esa época no había celulares, o eran muy nuevos. Mi papá tenía uno gigante y con él intentó llamar a mis abuelos; pasaríamos la noche ahí en lo que salía el sol y descongelaba la carretera, se suponía que debíamos haber llegado horas antes a la Ciudad de México. Mi papá caminó por ese trecho nevado de ida y vuelta sin nunca encontrar señal.
 
Durante la noche abrí mis regalos de Año Nuevo: un disco de Shakira y uno de Café Tacvba. Leí las letras con mi papá, el Spirit no tenía para CD, imaginamos las tonadas. A mi hermano le dio fiebre y pasó la noche atrás con mi mamá. Hicimos pipí en botellas vacías de refresco. Mi papá quitó la capa de nieve que se acumulaba en el techo. Ver nevar era como ver llover, los copos tan mínimos que parecían gotas. Sin la capa de nieve empezó a hacer más frío, luego dejó que se acumulara toda la nieve sobre nosotros, como si nos tapara con un manto fantasma.

A la mañana siguiente empezamos a bajar todos de los coches. Había dejado de nevar y al fin mi papá pudo llamar a mis abuelos: —No es San Pedro, Tere, es Javier —le dijo mi abuelo a mi abuela, riéndose.

Mi abuela siempre creyó en Dios, mi abuelo, nunca. Pensaron toda la noche que nos habíamos accidentado, que estábamos muertos.

Atrás del Spirit venía un camión de pasajeros, mi papá le prestó el celular al conductor y nos dejó entrar al baño. Adelante venía una pareja cincuentona en una pick-up; nos dieron fruta de la que transportaban a cambio de una llamada. Eran trueques pero también haber vivido eso juntos, como si fuéramos amigos, buenos vecinos al menos por un rato. Me comí guayabas y un plátano. Quizá invento ese recuerdo y fueron otras frutas. Un durazno y una manzana. Mangos. Todo parece posible con solo imaginarlo.

De un instante a otro los motores de los coches empezaron a sonar, el aire se llenó otra vez de smog, la nieve se derritió y los autos se empezaron a mover. Vino una grúa y quitó el muro de contención que separaba los dos sentidos de la carretera. Salimos por el hoyo y en sentido contrario recorrimos el trayecto de Puebla a la Ciudad de México. No fuimos directo a nuestra casa, sino a la de mis abuelos paternos, quienes nos recibieron con mis otros abuelos, los papás de mi mamá. Mis abuelas nos prepararon huevos a la mexicana, jugo de naranja.
 
Nos reíamos como quien se cruza en alto y están a punto de atropellarlo, pero al último instante se salva. Uno se ríe de la travesura, de haber toreado a la muerte. Uno se ríe de cansancio y de amor. De la ternura que da el miedo vencido todavía hormigueando en el cuerpo. Los fantasmas éramos nosotros, muertos una noche, invocados por un desayuno, sentados todos ahí de carne y hueso.

Y pensar que ahora son ellos los muertos, a nosotros cuatro ya nadie nos espera en casa.

Esa noche en la nieve es un recuerdo al que regreso todo el tiempo. Casi nunca lo habíamos hablado en familia, solo como mención pero sin entrar en los detalles. Un día lo recordamos juntos, sentí mucha emoción hasta que al hablar vi que mi papá y yo no recordábamos las cosas igual.

En la imaginación de las cosas está trazada solo la vida de cada uno.

Aceptar que todos recordamos lo que queremos, y que cada historia vuelta a narrar quiere decir algo diferente cada vez. Ese punto de partida también es de llegada y me desatasca en puntos muertos desde hace veinte años. Llaves o mensajes ocultos de un mundo que no he olvidado. El espíritu de esos recuerdos detiene el tiempo y los reconstruye una y otra vez.

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Este artículo apareció originalmente en el libro Blickwinkel: marasmo, editado por el Goethe-Institut México y la editorial Pitzilein Books.