Pausa consciente
La paralización como protesta

Los agricultores protestan contra las nuevas leyes agrícolas de la India en los límites entre Delhi y Haryana Singhu. © Shutterstock

Quien habla de paralización también tiene que ocuparse del tiempo. En un mundo físico determinado por el tiempo y la materia, la paralización es un fenómeno subjetivo: las experiencias espirituales, físicas o estéticas nos sobrecogen y nos dejan inmóviles, fuera del tiempo y del espacio. Como acto de voluntad, la paralización se convierte en resistencia, en una protesta contra el poder del tiempo, contra los que tienen el poder en el mundo y contra una explotación universal del hombre y la naturaleza.

Berthold Franke

Quedarse inmóvil es imposible. Incluso mientras escribo esta frase, la pequeña esfera azul sobre la que me encuentro, junto con el cúmulo de galaxias en el que está situado nuestro sistema solar, ha seguido su desplazamiento a través del espacio, girando sobre sí misma, a lo largo de casi 10.000 kilómetros a una velocidad de 630 kilómetros por segundo. Un universo (¿en expansión? ¿pulsante?) que nunca puede llegar a descansar, ya que su existencia, según el estado actual del conocimiento cosmológico, tiene el mismo origen que el fenómeno del tiempo.

Algo sólo puede quedarse quieto en el espacio si el tiempo continúa, al igual que la propia existencia requiere tiempo. No hay existencia atemporal de nada. Y el tiempo, esta medida fundamental, no puede definirse, como se ha dicho a menudo, sino que sólo puede mostrarse, y eso en forma de movimiento: la oscilación del péndulo del reloj. En este sentido, la paralización es siempre una oposición, un fenómeno dentro del movimiento, una paralización que, a su vez, está siempre en movimiento, por lo que como cuestión filosófica está ya casi resuelta.

¿Qué es el tiempo? Según la célebre sentencia de Agustín, uno sabe si no le preguntan por ello, y “si quiero explicarlo a quien me pregunta, no lo sé”. El “panta rhei” de Heráclito, “todo fluye”, el tan citado río en el que nadie puede bañarse por segunda vez, es la gran metáfora: el tiempo fluye y fluye, a veces más rápido, a veces más lento (sólo los relojes modernos desde los tiempos modernos nos quieren hacer creer que corre de manera uniforme). Las islas en el río también se encuentran en tierra firme. La imposibilidad de la paralización se nos muestra más claramente en lo ineludible de la naturaleza, ante todo en las funciones de nuestro cuerpo, de una manera tan provocadora alejadas de nuestra arbitrariedad: el latido del corazón y la respiración.

Cuando uno de los dos falla, cuando hay un diagnóstico de paro cardiaco, circulatorio o respiratorio, se llega al final de la vida. Sólo en este sentido, como fin de la vida (análogo al estado cosmológico anterior al comienzo del tiempo), es posible la inmovilidad, completamente inevitable en cuanto es el destino esperable de todo individuo. Desde un punto de vista subjetivo, al menos, porque su materia seguirá existiendo, transformándose y continuará viajando por el espacio. En sentido del fin individual, es decir, de la muerte, la inmovilidad sólo existe de forma definitiva, nunca como una pausa: la continuación es imposible. La expectativa religiosa de tal continuación, ya sea en forma de resurrección o reencarnación, es en esencia sólo una protesta infantil de fantasía contra la experiencia de la “gran reprimenda”, tal como Schopenhauer describe la muerte.

Contemplación y trascendencia

Los momentos de pausa activa en el engranaje de la vida cotidiana y la ejecución inconsciente de nuestra existencia son, en cambio, más propios de los adultos. En su mayor parte, surgen de los impulsos de distanciarse, de reflexionar, de pasar al papel de observador. Sólo se convierte en una forma de vida verdaderamente alternativa para unos pocos que tienen la vocación y optan por una existencia fuera de la sociedad, inmóvil, y monástica con sus ingredientes de ascetismo y limitación, concentración, meditación. 

Ese estado de quietud subjetiva como salida del continuo del tiempo que conforma nuestra existencia sólo puede ser alcanzado por nosotros, los consumidores normales, como una excepción, sólo en fases, temporalmente, como resultado de actos conscientes de voluntad o cuando el momento nos toma por sorpresa. Estos últimos pueden ser, por ejemplo, acontecimientos singulares de la Historia Mundial, como el asesinato de John F. Kennedy, la caída del Muro de Berlín o el Nine Eleven (el Once de Septiembre), o, por supuesto, las cicatrices personales, los momentos de conmoción que se quedan en nuestro ser como grabados por el fuego: uno siempre recordará dónde estaba cuando se produjo tal suceso, porque en esos momentos el tiempo realmente se detuvo. Lo mismo ocurre con otras grandes experiencias abrumadoras, como las que nos regala la naturaleza o el amor. En la historia cultural de la humanidad, son sobre todo las religiones las responsables de la escenificación ritual de esos momentos extáticos de intensidad y trascendencia, siempre limitados en el tiempo.

"La imposibilidad de la paralización se nos muestra más claramente en lo ineludible de la naturaleza, ante todo en las funciones de nuestro cuerpo, de una manera tan provocadora alejadas de nuestra arbitrariedad: el latido del corazón y la respiración."

En la modernidad, el arte es el legítimo sucesor de esas pausas, a menudo arrebatadoras, de la disolución de los límites que puede apoderarse de nosotros con su poder espiritual sensual y arrojarnos fuera del flujo del tiempo. La necesidad que así satisface es evidentemente fundamental y puede expresarse de las formas más diversas (y en consecuencia, piénsese en la estética embriagadora de los rituales fascistas masivos, la cual también se puede dirigir).

La mejor manera de describir los efectos es, quizás, a través del arte que tiene el impacto físico más inmediato: la música. La música es en sí misma un fenómeno limitado en el tiempo, pero su efecto psicofísico conduce paradójicamente a un estado más allá del tiempo. Desde el efecto hipnótico de los cantos gregorianos hasta los sobrecogedores pasajes de las óperas de Richard Wagner, pasando por las grandes producciones de pop y rock que conducen al éxtasis comunitario, el tiempo se suspende en medio de la emoción más intensa, sobre todo cuando entra en juego el efecto del ritmo repetitivo (Prince: There is joy in repetition), la magia del groove.

Los momentos de éxtasis de este tipo son estados de la más alta emoción y se encuentran más allá del tiempo, sólo que estos estados nunca están quietos. Emoción, la palabra alemana de etimología germánica para referirse a ella es Rührung, la cual significa movimiento. El sentimiento más elevado, con certeza también en el momento erótico, nos lleva fuera del tiempo y nos conduce a un estado de inmovilidad, sólo para liberarnos inevitablemente de nuevo en la profanidad de este mundo cuando el último compás se ha desvanecido.

Alejarse y resistir

No es de extrañar que, para escapar de este terrible e ineludible momento de desilusión, intentemos una y otra vez alargar estos momentos, cueste lo que cueste. Los narcóticos correspondientes se han utilizado en todas las culturas desde tiempos inmemoriales. Las drogas, ya sea como medio de evasión o para la “expansión de la conciencia”, muestran el dilema de forma particularmente vívida: la resaca está programada, la realidad, la vida cotidiana y tener que seguir con ella conservan su cruel superioridad. La resistencia es inútil.

Sin embargo, intentamos resistir una y otra vez: la perspectiva de disfrutar una pequeña pausa, que incluso promete un momento de ensoñación en el ajetreo de la vida cotidiana, es demasiado tentadora. No obstante, sólo lo captarán aquellos que sean capaces de resistir la tentación del gesto universal de la vergüenza interior en situaciones de indeterminación: ojear el celular. No poder soportar la experiencia del tiempo puro, indeterminado y sin distracciones, la cual nos da la posibilidad de una salida contemplativa de su continuo, se ha convertido en el signo de la época. Esta mutilación cultural, evidentemente universal, acaba sometiéndonos a un aparato totalitario de explotación que se apodera hasta de la más mínima grieta de nuestra capacidad de atención, tanto sensorial como mental, para exponerla a ataques publicitarios “dirigidos”, guiados por la información derivada de nuestra huella digital.

La poesía es el género de la estasis.

Ciertamente, la negativa a participar en el omnipresente flujo de redes mediáticas ha adquirido desde hace tiempo el carácter de protesta, independientemente de los inofensivos motivos que la subyacen (“sólo quiero tener mi paz”). Se mira con recelo a cualquiera que no tenga una cuenta de WhatsApp y pida que se le contacte por correo electrónico o mensaje de texto, igual que al invitado que no bebe alcohol en una fiesta. Su ascetismo se convierte en un reproche silencioso a la mayoría intoxicada.

Los que ya no participan en este sentido pueden pasar de ser desertores a observadores, de observadores a inspectores. Esto requiere una distancia intelectual, a veces incluso un aislamiento propicio para la comprensión. El visitante del museo está solo mirando el cuadro, posiblemente una “naturaleza muerta”. La pintura sobre tabla como medio de quietud en el arte, y más aún su moderna sucesora, la fotografía, es un telescopio hacia un estado de quietud temporalmente distante que, sin embargo, puede adquirir una intensidad considerable dentro del espectador. Incluso los textos pueden hacerlo: la poesía es el género de la estasis.

El poder de los impotentes

Mientras que la acción política a gran escala se basa en “hacerse escuchar” y en la organización de la muchedumbre, la paralización se convierte en la opción de los impotentes. En la huelga, el rechazo masivo de los trabajadores se organiza fiel al lema “Todas las ruedas se paran si tu brazo fuerte lo quiere” y pone esta fortísima arma del movimiento obrero en posición de lucha contra sus oponentes, que están equipados con todo el poder del Estado. El empoderamiento de los impotentes puede tener éxito cuando la paralización de la producción obliga a los poderosos a ceder.

En la fase clásica del movimiento obrero, el empoderamiento revolucionario de los desfavorecidos y oprimidos, ya sea en las fábricas del capitalismo de Manchester o en las zonas de poder de los amos coloniales europeos, siempre se concibió como lo contrario de un estancamiento, es decir, como una aceleración (“progresiva”) del proceso histórico. El progreso sustancial, según su idea, sólo era posible sobre la base de la “madurez” crítica previamente alcanzada. Al igual que los jóvenes Marx y Engels anhelaban la rápida irrupción del capitalismo industrial con sus efectos polarizadores como requisito previo para la revolución proletaria, los jóvenes intelectuales de los países colonizados de África, como Léopold Sédhar Senghor en Senegal, confiaban consecuentemente hasta los años 50 en el desarrollo de las instituciones del Estado nación según el modelo europeo como requisito previo para una transición exitosa de sus países de origen hacia la independencia (Cfr. Adom Getachew: Worldmaking after Empire. Princeton University Press 2019).

Mientras que la acción política a gran escala se basa en “hacerse escuchar” y en la organización de la muchedumbre, la paralización se convierte en la opción de los impotentes.

Por el contrario, el activista más inteligente y exitoso de la lucha de liberación colonial, Mahatma Gandhi, quien fue también el que menos se identificó interior y habitualmente con la supremacía colonial, desarrolló su concepto anticolonial sobre la base de un modelo descentralizado derivado del principio social de las comunidades aldeanas y perfeccionó el método de la huelga y el boicot hasta convertirlo en el arma finalmente insuperable de la resistencia pasiva: el estancamiento, la inmovilidad como revuelta, como bloqueo físico, ante el que la potencia colonial nominalmente superior en términos militares y económicos tuvo que rendirse al final.  

La última etapa de esta resistencia, la huelga de hambre, pretende transformar en un arma simbólica la impotencia total ante la aceptación de la muerte. Esto puede tener éxito siempre que haya un entorno con normas humanas mínimas y posibilidades de llegar a un público indignado. En condiciones totalitarias, por supuesto, esta arma sigue siendo contundente, como el gesto perdido del joven que se enfrentó solo a una columna de tanques en la plaza de Tiananmén de Pekín el 5 de junio de 1989, sin más que su chaqueta en la mano. Sólo después de que su causa se perdiera, su acción se hizo políticamente efectiva en forma de una fotografía ampliamente difundida. 

En el verano de 2013, el coreógrafo Erdem Gündüz permaneció de pie durante varias horas, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, en una protesta silenciosa e inmóvil en la plaza Taksim de Estambul. Allí, las manifestaciones contra un proyecto de construcción en los terrenos del vecino Parque Gezi llevaban muchos días y, en consecuencia, habían sido prohibidas por el gobierno. Tras la incertidumbre inicial, la policía reconoció el potencial de convocatoria de este gesto, al que se sumaron cada vez más manifestantes, y dispersó por la fuerza a la amenazante y creciente multitud silenciosa. El mensaje era claro, tan contundente como el de los manifestantes rusos contra la guerra de Ucrania en la primavera de 2022, a los que les basta con levantar una hoja de papel blanca para llamar la atención de las “fuerzas de seguridad” de Putin. Su objetivo es la paralización más importante y elemental, que es también el estado de civilización más elevado de una especie per se bélica: el alto al fuego.

La abstención

La paralización como intervención del hombre en el continuo de lo social, lo político y lo económico es hoy en día, casi siempre, contradicción y protesta. Es la objeción subjetiva contra el poder ciego de las condiciones, siempre en una causa perdida, pero de ninguna manera siempre en vano. La inmovilidad se convierte en una opción más cuando nos damos cuenta de que este continuo, el llamado “tren del tiempo” ya no va en la dirección correcta, cuando el “progreso” ya no es la solución sino el problema. En el signo de una regresividad del progreso, parar, bajar, detenerse y ralentizar se convierte en algo progresivo. “¡Para!”; esta exclamación es para que se haga una pausa para respirar, para que se detenga la consumación ciega de lo más arraigado, que en el mejor de los casos puede darnos un nuevo “alto”.

La inmovilidad se convierte en una opción más cuando nos damos cuenta de que este continuo, el llamado “tren del tiempo” ya no va en la dirección correcta, cuando el “progreso” ya no es la solución sino el problema.

¿No hemos llegado ya al punto en el que casi cualquier acción en este sentido se convierte en reaccionaria, y en su lugar la paralización como resistencia se convierte en la opción más sensata? ¿No es cierto que las nuevas virtudes de una política ecológica hace tiempo que consisten mucho más en dejar hacer y no hacer las cosas que en hacerlas? De este modo, la paralización como pausa es necesariamente política: frenar, parar, interrumpir, suspender, arena en los engranajes. Cuando muchos hacen esto, surge un “movimiento”. Su forma de acción ya no son las marchas de manifestación, sino la denuncia individual de una cultura de consumo idiota, ya sea en la masiva puesta en escena de los centros comerciales o en el jardín de la abundancia de los grandes almacenes en línea que dirigen las cadenas y los flujos de suministro global desde los talleres de explotación en el sur de Asia hasta las salas de estar de Occidente. Esta paralización no sólo interrumpe la explotación destructiva de las personas y la naturaleza, sino que genera su contrario: el tiempo.  

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