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Kafka y el deporte
Un gran nadador

Kafka en la playa con su amigo, el escritor Ernst Weiß, en Travemünde o Marielyst
Kafka en la playa con su amigo, el escritor Ernst Weiß, en Travemünde o Marielyst

Para casi todo el mundo, Franz Kafka es conocido por ser el autor genial de “La metamorfosis”, “La condena” o “El Proceso”. En otros casos, es igual de valorado por la elaborada autocompasión de sus textos. Pero hay un aspecto desconocido para muchos de sus seguidores: Kafka era una persona totalmente consciente de su físico; no solo era deportista, sino también un entusiasta del deporte. Y –fun fact– su sobrino-biznieto Martin Kafka es entrenador de la selección nacional checa de rugby.

De Benedikt Maria Arnold

Franz Kafka daba grandes paseos y excursiones a pie, remaba en el Moldava y jugaba al tenis. Una manera de compensar la maldición que le suponía su trabajo fue para él, muy en particular, practicar el “müllern”. Tal término designaba a principios del siglo XX una actividad deportiva de moda, a la que se daba el nombre de su inventor. El deportista y profesor de gimnasia danés Jørgen Peter Müller había escrito en aquella época un superventas titulado Mi sistema. En el libro presentaba ejercicios gimnásticos y respiratorios que complementaba con esta promesa: “¡Haz todos los días estos 15 minutos de entrenamiento y estarás en forma y tendrás salud!”

Kafka, entusiasmado, empezó con el “müllern” en 1910 y siguió practicándolo con pasión durante años cada noche, y con su mejor voluntad insistía en recomendárselo a sus personas más queridas. En una carta a Felice Bauer, le escribe apasionadamente: “Voy a enviarte dentro de poco el ‘Sistema para mujeres’, y (lo has prometido, ¿no es verdad?) empezarás a ‘hacer müllern’ a diario, despacio, sistemáticamente, con precaución, con meticulosidad, me tendrás siempre informado y me darás así una gran alegría”. De nada sirvió tanto énfasis y Felice Bauer nunca se dejó contagiar por la tendencia de moda.

Además, en la vida de Franz Kafka hubo otro ejercicio corporal que tuvo aun más importancia: la natación. Durante toda su vida, nadar fue una de sus principales pasiones. En contraste con el desagrado con que vivía su jornada laboral cotidiana, sumergirse y desplazarse en el agua procuraba a Franz Kafka una infrecuente sensación de libertad. Asegurarse la posibilidad de nadar era para él tan importante, que cuando iba de viaje se informaba sobre las piscinas locales. Por lo que respecta a Praga, Kafka poseía un abono anual en la escuela de natación situada en la Isla Sofía, el cual siguió manteniendo cuando ya había enfermado de tuberculosis.

Su relación tan resuelta con la natación sorprende a primera vista en su biografía. Su padre llevaba regularmente al pequeño Franz a la “Escuela Cívica de Natación”, situada en la ribera del distrito de la Pequeña Ciudad. Allí, el cabeza de la familia enseñó a nadar a su hijo, a quien luego achacaría no saber nadar. En la Carta al padre que más tarde se haría célebre, Franz Kafka escribía al respecto:

“Recuerdo, por ejemplo, cómo solíamos desvestirnos juntos en una cabina. Yo flaco, débil, menudo, tú fuerte, alto, ancho. Sin salir de la cabina mi aspecto me parecía lamentable, y no solamente delante de ti, sino de todo el mundo, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando salíamos de la cabina mezclándonos con la gente, yendo de tu mano, yo, ese pequeño esqueleto, pisando descalzo con inseguridad los tablones, con miedo del agua, incapaz de imitar los movimientos para nadar que repetías una y otra vez ante mí con tu buena intención, pero en realidad avergonzándome hondamente, entonces me invadía la desesperación y todas mis malas experiencias en todos los campos concordaban unas con otras perfectamente en aquellos momentos. Cuando mejor me sentía era alguna vez que tú te desvestías primero y yo lograba quedarme solo en la cabina y retrasar la vergüenza de mostrarme en público, hasta que tú finalmente te dabas la vuelta para mirar y me sacabas de la cabina. De lo que estaba agradecido era de que parecieses no notar mi apuro, y también estaba orgulloso del cuerpo de mi padre”.

De manera claramente más enigmática que en la carta a su padre, Kafka trata el tema de la natación en un texto conservado en forma fragmentaria. En esta pieza en prosa escrita en torno a 1920, cuenta la historia de un campeón olímpico sin nombre a quien, tras haber logrado un récord mundial de natación, llevan a unas festividades en su ciudad natal. Allí, mientras participa en un festejo dedicado a él, el nadador entiende rápidamente que todo lo real se ha convertido en lo contrario: los invitados hablan en un idioma que él no entiende, y de repente esa no es tampoco su ciudad natal. El campeón olímpico empieza a pronunciar un discurso en el que quiere dejar claro no solo eso, sino también que en realidad ni siquiera sabe nadar. Siempre, dice, había querido aprender, pero no se había “presentado ninguna ocasión para hacerlo”.

Como cumple a la lógica kafkiana de la simultaneidad, él es y al tiempo no es el nuevo récord mundial olímpico de natación: “[…]  tengo el récord, he venido a mi tierra, mi nombre es ese que ustedes me dan, hasta ahí todo conforme, pero a partir de ahí no hay nada conforme, no estoy en mi tierra, no los conozco a ustedes y no los entiendo”.

El texto tiene un final abrupto, dejando a medias el discurso del “gran nadador”, como se le llama al principio. Para el Kafka real, la natación se convirtió en una necesidad vital. Poco antes de morir, se acordaba aún con tono muy pesaroso de los momentos pasados en la “Escuela Cívica de Natación”. Como difícilmente ninguna otra actividad, la natación para él suponía la oportunidad de mantenerse a flote por cuenta propia en el sentido más auténtico de la expresión. Cuando un día, con molestias cardíacas, un médico le recomienda que deje de momento la piscina, escribe a Felice Bauer: “(…) no nadar, eso […] de ninguna manera”.

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