Posibilidad de quietud
Flânerie: interrupción de la deuda como modo de vida

Flânerie © Ilustración: Liz Mevill

Caminar. Embriagarse. Andar al ritmo de la fortuna. La flânerie es el ámbito anárquico dentro del ámbito capitalista.

Sandra Sánchez

Pienso en mi cuerpo, en mi nombre, en mi lenguaje, ¿de quién es este cuerpo?, ¿de quién estas palabras? La ilusión de que una se pertenece a una misma por el simple hecho de estar viva se desvanece al analizar los medios que le permiten al yo agenciar su singularidad: la familia, la universidad, el estado, la profesión, el amante, la supervivencia económica y la elaboración de la imagen propia son ámbitos necesarios para que el yo exista y se reconozca como tal.

El uno se pronuncia a partir de las relaciones que establece con las colectividades de las que forma parte, por ello, incluso cuando medita sobre lo más propio de sí, encuentra una serie de ensamblajes habitados tanto por sujetos como por discursos, fantasmagorías y modos de desear. Dicho de otra manera, la primera persona del singular está ligada a todas las demás. Quizá el error sea ponerla al principio de la lista, acomodarla verticalmente en la punta como si fuera lo más importante o lo que domina a todo lo que está debajo de ella.

El yo, el sujeto y su nombre propio forman parte de una serie de grupos y códigos que delimitan su experiencia, historia y expresión: no podemos verlo, sentirlo y decirlo todo, sino lo que nuestro ámbito posibilita. Cuando pienso en mi cuerpo, en mis sensaciones y en mi lenguaje los ubico en el ámbito capitalista, específicamente, en la lógica de la deuda como modo de vida. La deuda no sólo como una suma de dinero que se pide prestada y que, por lo tanto, se debe; también y sobre todo como obligación moral contraída con alguien.

Si bien, la deuda monetaria opera desde un marco impersonal: “una deuda, a diferencia de cualquier otro tipo de obligación, se puede cuantificar con precisión. Esto permite que las deudas sean sencillas, frías e impersonales, lo que, a su vez, permite que sean transferibles”, la deuda codificada como obligación moral parte de un yo que experimenta esa vivencia específica en relación a alguien o a algo.

¿Con quién se endeuda el yo? Quizá, primero que nada, consigo mismo. Parece que no basta con respirar, con estar presentes, para afirmar nuestro estar en la vida. El principio de identidad nos posee, nos mantiene en deuda perpetua al sostenerse en un orden metafísico de valor, establecido por el propio ámbito capitalista: productividad, acumulación, belleza, bienestar, trabajo, armonía, felicidad, cultura, juventud.

¿Con quién se endeuda el yo? Quizá, primero que nada, consigo mismo. Parece que no basta con respirar, con estar presentes, para afirmar nuestro estar en la vida.


En medio de la vorágine de obligaciones que tenemos que cumplir para sostener nuestro propio status quo, el yo busca mantener la compostura de su rostro, pero el cansancio es visible y lo inunda todo. Aún así, no paramos porque estamos endeudados. Somos Aquiles intentando alcanzar a la tortuga tanto monetariamente como en términos de deseo. Pedimos prestada una imagen, un estilo de vida, un anhelo de estabilidad, encanto, completitud, y ahora lo tenemos que pagar.

Los intereses son altos. La deuda no se acaba. Las actualizaciones de lo que el yo debe tener, hacer y poseer ocurren más rápido que los pagos para saldar la deuda. Estamos condenados a vivir en ella, quizá ella misma es la piedra clave del principio de identidad. No importa qué tan productivos seamos, nunca será suficiente porque la deuda lo que busca es no ser saldada, perpetuarse a sí misma, mantener su existencia y su sombrío efecto de naturalidad.

Naciste endeudado y endeudado morirás. Es como si ella nos definiera. Juega con nosotros usando al miedo como aliado: si la cancelas o corrompes, pierdes la posibilidad de seguir siendo lo que eres, de mantener la neurosis que te define. La deuda es la ley. El peligro es el destierro, el exilio de la comunidad, lo abyecto de la vergüenza, la muerte. Entonces, nos preguntamos, ¿qué puede hacer lo singular frente a su propio ámbito?, ¿está condenado a sostenerlo infinitamente?

Aparentemente, no hay salida posible. Sin embargo, si renunciamos a un cambio total, podemos vislumbrar una posibilidad de fuga. Apostar no por la transformación absoluta sino por el intervalo entre ella y su suspensión: interrumpir la deuda. Si el yo coloca en segundo plano a su principio de identidad y a su individualismo para concentrarse en el ámbito, lo que aparece son una serie de relaciones que lo implican. El yo vinculado es el umbral que conduce a la interrupción.

Interrumpir la deuda es introducir en su centro un marasmo que atenúa su afirmación continua. Pausar el proceso de identificación del yo consigo mismo para que reconozca las fuerzas y los espacios anárquicos dentro del propio capitalismo. Más que un deseo emancipatorio —¡no más héroes, por favor!— la interrupción busca una desconexión parcial de las finalidades del yo mediante acciones concretas, estropeadas y sutiles. Vivencias imperceptibles para el ojo del capital, pero contundentes para el yo que se conecta con lo improductivo, en donde el nombre propio suelta el prestigio y la autoafirmación a favor de la sorpresa, el movimiento y el contacto.

En medio de la vorágine de obligaciones que tenemos que cumplir para sostener nuestro propio status quo, el yo busca mantener la compostura de su rostro, pero el cansancio es visible y lo inunda todo.

Intentar hacer un listado de pasos para la interrupción de la deuda en el sistema capitalista sería caer en la trampa que reticula, clasifica y coordina la vida. La interrupción que practica el yo sobre su deuda se da en relación al ámbito, pero también al tránsito de intensidades particulares que atraviesan su cuerpo. No hay regla o momento preciso para la interrupción, aunque sí estrategias compartidas, las cuales, por supuesto, están siempre en riesgo de reabsorción y captura por el capital.

Una estrategia de interrupción del yo endeudado consiste en sacarlo a pasear. Aunque la quietud suele asociarse a la inmovilidad, también se la puede hallar en el flujo, la vibración, la oscilación y el desplazamiento. En el paseo, la quietud embriaga al yo al ponerlo en contacto con un andar que no le pide nada a cambio y frente al cual no tiene que performar una acción específica. Caminar por caminar y nada más, ponerse a merced de los encuentros. Perderse hasta dejar de pensar que se está perdido. Walter Benjamin, Louis Aragon, Charles Baudelaire y varixs más nombraron a esta estrategia de interrupción el flâneur.

El paseante camina la misma ciudad que el yo endeudado. Las mismas calles y espacios contienen las dos experiencias. La diferencia es que el flâneur deambula y el mundo no le aparece como mercancía. No quiere comprar nada, mucho menos a sí mismx. No hay transacción en el devenir. La afirmación y la negación son inoperantes. El valor se disuelve ante la pérdida de parámetro metafísico alguno que lo sostenga. El flâneur destituye momentáneamente al yo, sin pedirle que renuncie a nada. No hay reclamo, hay tránsito.

En El libro de los pasajes, Benjamin distingue a dos tipos de hombres, los cuales conforman la dialéctica del callejeo. Por un lado, está “el que se siente mirado por todo y por todos, en definitiva, el sospechoso”, mientras que por el otro se encuentra “el absolutamente ilocalizable, el escondido”. El ilocalizable es el flâneur que interrumpe al sospechoso, al endeudado, para permitirle vivir un cambio de ritmo, un descanso de las miradas y demandas que no cesan de acechar. Sobra decir que ambos viven en el mismo cuerpo.

Para el flâneur, la calle no es una imagen, mucho menos una superficie, sino un umbral que desvía el ojo de los elementos numerables de paisaje, para convertirlo en piel que anda los estratos en un estado de embriaguez parecido a la infancia, donde la extrañeza no busca resolverse. Para Benjamin: “La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta. Su marca gana con cada paso una violencia creciente; la tentación que suponen tiendas, bares y mujeres sonrientes disminuye cada vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina”.

El cuerpo se mueve, sin embargo, está quieto. La quietud es la interrupción de la deuda. El cuerpo, el sujeto, el yo y el nombre propio dejan de conjugarse en presente o pasado.


Si el yo es un estado, la embriaguez es su veneno. Por ello, más que hablar de flâneur, como sustantivo, cavilemos sobre la flânerie como acción. Una práctica que interrumpe la deuda al introducir el marasmo al cuerpo lleno del yo; posibilidad de quietud frente a la demanda de productividad del capitalismo.

Caminar. Embriagarse. Andar al ritmo de la fortuna. La flânerie es el ámbito anárquico dentro del ámbito capitalista, es la destitución de lo uno a partir de lo múltiple. La disolución del rostro y de la identificación en el ritmo de los pasos. Espacio transformado en medio afectivo. El ocularcentrismo desaparece ante la inutilidad de la clasificación. No hay necesidad de reconocimiento, de presencia para sí y para lxs otrxs. No hay otrxs, hay vínculos, correspondencias, simpoiéticas, uniones y flujos. Nadie quiere poseer ni ser poseído. Ni siquiera podemos hablar de amor porque no hay lógica de propiedad privada. El silencio del que anda interrumpe la vida como mercancía.

El cuerpo se mueve, sin embargo, está quieto. La quietud es la interrupción de la deuda. El cuerpo, el sujeto, el yo y el nombre propio dejan de conjugarse en presente o pasado. Son ensamblajes, constelaciones, en medio del flujo de la vida misma. Aquí, no hay historia ni archivo. Si el fantasma aparece, tan sólo es para bailar un poco.

Todo está irresuelto: la peculiar indecisión del flâneur. “Del mismo modo que aguardar es el estado propio del contemplativo inmóvil, parece que la duda lo es del flâneur. En una elegía de Schiller se dice: ‘Las alas indecisas de la mari<p>osa’. Se presenta aquí la misma relación de impulsividad y sentimiento de duda que caracteriza a la embriaguez del hachís”. En medio de esta experiencia, ¿dónde está la calle? Ya no es sólo cemento bajo los pies.

Si la flânerie es un modo de interrupción del yo endeudado, ni siquiera la calle es necesaria, puede practicarse incluso estando sentados. Por ejemplo, cuando se lee un libro porque sí y no para cumplir con una obligación académica o cultural. Al reír a carcajadas junto a un amigo, porque si la amistad es algo, es relación sin deuda. También la flânerie en la sala de cine: algunas veces, al ver una película, sucede una vivencia en donde una está dentro de esa película, desvaneciendo la distancia entre el objeto y el sujeto; hay ocasiones en que ver cine es estar siendo cine. O cuando la razón deja de suturar y ordenar lo vivo bajo el orden de la deuda capitalista.

Finalmente, pensar la flânerie no como personalidad sino como práctica vital nos permite echarla a andar de manera consciente cuando nos es necesario o urgente. Renunciar a ser flâneurs y flâneuses de tiempo completo. Ensayarla y embriagar de quietud el ámbito de la vida productiva. Performarla para interrumpir la deuda del yo; volver a ella porque se la desea.
Referencias
  • David Graeber, En deuda: una historia alternativa de la economía, Ariel, Madrid, 2012, e-book, cap. 1, pos. 81.
  • Walter Benjamin, “El flâneur” en El libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2007, [M 1, 4], pp. 422, 425, 430.
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Este artículo apareció originalmente en el libro Blickwinkel: marasmo, editado por el Goethe-Institut México y la editorial Pitzilein Books.


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