Feminismo  Repensando el poder

Feminismus und Macht © Claudia Casarino

¿Significa el concepto de "poder" siempre que aquellos que no lo poseen deben ser sometidos y explotados? De ninguna manera, piensan las filósofas Laura Quintana y Allison B. Wolf. Ellas defienden una idea de poder colectivo, respetuoso y sostenible desde el feminismo.

Históricamente se ha tendido a oponer y desvincular a la feminidad del poder. Éste ha sido pensado usualmente como mando o autoridad de unas personas sobre otras, y particularmente, de los cuerpos masculinos sobre los femeninos. Desde este marco conceptual patriarcal, la mujer es, o bien el sexo débil, frágil, impotente, o bien el ser enigmático y variable que puede controlar al hombre sólo con su sexualidad. Las distintas estrategias que durante los siglos se han empleado para reducir a la mujer a un lugar de subordinación han implicado formas de desvalorización, invisibilización, maltrato, acallamiento, desprecio y sexualización. Y en cada caso, han sido estrategias que han negado la igual capacidad de las mujeres, su derecho a decidir sobre sus vidas y de participar en la vida en común.

El feminismo se propone revertir este esquema. Pero no lo hace simplemente al invertirlo. No se trata entonces de otorgarle ahora a las mujeres el poder del que tradicionalmente han gozado como privilegio los hombres. 

Una forma de poder que se manifiesta en relaciones

El poder que el feminismo propone, según lo queremos pensar aquí, se manifiesta siempre en relación: en relaciones entre unas y otras (en colectivos, movimientos, asociaciones) que crean espacios en común. Y en relación con el mundo, en organizaciones que luchan contra el sexismo, las violencias, la destrucción del planeta, en favor de la libertad de los cuerpos sobre sí mismos, y por un mundo más sostenible, menos anclado a prácticas de explotación y de desigualdad.

El feminismo es un movimiento que se dedica a reconocer, comprender y resistir a distintas formas de opresión. Y, como la diversidad entre mujeres es vasta, luchar por esto implica luchar por un mundo que no sólo pueda desincorporar el sexismo y el machismo en todas sus variaciones, sino también desprenderse del racismo, la homofobia, el clasismo y otras formas de estigmatización. Para realizar estas metas, muchas personas piensan que hay que adquirir un control individual sobre nuestras vidas y sobre los demás. Pero en el feminismo, como lo imaginamos, no se trata de ganancias y pérdidas individuales, no se trata de adquirir tampoco una independencia individual sobre otros. Se trata de pensar relacionalmente la opresión de las mujeres y luchar colectivamente contra esa opresión, transformando los espacios sociales que la han reproducido. A esta capacidad plural la llamamos poder feminista.

Feminismo como acción conjunta

El poder feminista es una capacidad de acción conjunta que inspira solidaridad y posibilidad. Es un poder creativo que nos empuja a imaginar nuevas posibilidades. Es un poder que se expresa en movimientos corporales (marchar en protesta, escribir poesía, gritar en contra de la injusticia) y en espacios sociales (en parques, en las calles, en las aulas, en los lugares de trabajo). Es un poder que busca la transformación. Por eso no intenta doblegar a otros a una voluntad, sino que crea oportunidades de colaboración en un mundo que esté menos marcado por el temor, la violencia y la competitividad. Es un poder que nos recuerda que somos capaces de resistir. Y es un poder afectivo, surgido de experiencias que marcan e impulsan a cambiar desde las huellas y desde la fuerza que anida en ellas: desde el enojo, la desesperación, la angustia, el entusiasmo y la esperanza.

Y es justo desde la idea de este poder que nosotras escribimos aquí. No desde la distancia de las académicas que teorizan sobre otros y afirman su propia autoridad epistémica. Escribimos atentas y expuestas a tantos trabajos feministas que se vienen dando en Latinoamérica, donde vivimos. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento “Ni una menos”, vinculado con la lucha por el aborto legal en Argentina; o en las luchas en México contra el brutal feminicidio sistémico, expresadas en el grito “Vivas nos queremos”; o pensemos en la Corporación Colectiva Justicia Mujer, creada para enfrentar la violencia contra las mujeres en Colombia, lo cual incluye a migrantes venezolanas. Y estos son sólo algunos casos entre muchos.

En estos movimientos, el poder se manifiesta en consignas como “Mi cuerpo, mi decisión”, “Nos queremos vivas, libres y sin miedo”, así como en el acto de marchar, organizar cacelorazos, encuentros públicos, performances provocadores, protestas callejeras. En estas manifestaciones latinoamericanas convergen mujeres muy diversas: trabajadoras de ciudades y periferias, agotadas de sus trabajos, de las actividades del cuidado y de las formas de violencia que padecen cotidianamente; estudiantes; organizaciones surgidas hace ya años contra prácticas de represión policial y persecución política; y colectivos surgidos de la disidencia sexual. Sus protestas subrayan el hecho de que detener las formas de violencia contra las mujeres implica transformaciones estructurales del mundo que habitamos. Por eso, las exigencias de despatriarcalización llaman a cambiar modelos económicos y de destrucción de la naturaleza. Además, en estas intervenciones se llama a ser de otro modo. Así, por ejemplo, las manifestantes rechazan que el anhelo de huir del encerramiento doméstico –destinado tradicionalmente a las mujeres– implique actualmente el apresamiento en sistemas laborales que agotan por completo a los cuerpos y su deseo de cambiar el estado de cosas.

No se trata de reproducir las estructuras patriarcales

Ahora, las manifestaciones de este poder femenino en Latinoamérica no buscan simplemente reproducir la violencia patriarcal que denuncian. Esto es visible, entre otros países, en México, donde la violencia contra las mujeres se cruza con el dominio de organizaciones mafiosas e intervenciones neoliberales gestionadas a través del terror. Y la rabia crece cuando, una y otra vez, las mujeres experimentan los asesinatos impunes, el acoso en las calles, la presencia de redes de corrupción y de persecución policial a las formas de protesta. El enojo en este caso busca frenar formas de violencia enquistadas y cruentas. Pero no se trata de una simple reacción. De hecho, muchas de las manifestaciones feministas del continente –expresadas a menudo en acciones directas como bloqueos de vías, graffitis o incluso quemas de lugares de dominación emblemáticos– implican el trabajo creativo, de reflexión y organización política. Buscan encauzar una fuerza expresiva colectiva, sin agredir lugares que no tengan una fuerte carga simbólica ligada con las violencias estructurales, y sin el uso de armas o instrumentos bélicos.

A través de esta breve reflexión queremos expresar solidaridad con estos y tantos otros movimientos feministas que se vienen produciendo en las más difíciles circunstancias. Escribimos con la esperanza de que podamos desmontar cada vez más las barreras innecesarias entre el feminismo académico y las luchas en las calles, buscando las convergencias de esfuerzos que de hecho están relacionados de distintas formas. Escribimos desde nuestros cuerpos, desde experiencias de rabia y frustración por la persistencia de tantas formas de opresión. Y, en todo caso, escribimos impulsadas por el deseo de seguir multiplicando los efectos del poder feminista.

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