Hannah Arendt era fumadora, como evidencian numerosas fotografías icónicas. Katharina Holzmann explora en qué medida este ritual pudo haber influido en la elaboración de su pensamiento filosófico.
Hay imágenes que se graban en la memoria colectiva como el olor del humo frío de cigarrillo en las cortinas de una taberna de esquina. Una de ellas muestra a Hannah Arendt en el podio, con un cigarrillo en la mano. Los ojos entrecerrados, la mirada perdida, ese gesto ensimismado que muchas personas adoptan al dar una calada profunda, inhalar el humo y expulsarlo luego en un movimiento lento y controlado por los labios. Arendt fue una de las grandes filósofas del siglo XX, conocida por su lenguaje preciso y su incomodidad intelectual. Pero también fue —digámoslo sin rodeos— una fumadora empedernida. Y así, este texto no es una burla, sino una reverencia. Porque a veces, los cigarrillos conducen al pensamiento. O al revés.Fumar hoy en día: poco cool y poco razonable
El consumo de productos de tabaco ya no se considera “cool” hoy en día. Irrazonable, además. Quien se atreve a encender un cigarrillo en medio de un grupo de personas recibe esa mezcla particular de compasión y desprecio silencioso, como quien cruza la calle con el semáforo en rojo mientras alguna infancia observa. Porque el ser humano moderno tiene una misión: debe mantenerse lo más eficiente posible, optimizado, reluciente, con buen aroma y sin interferencias, una especie de activo capitalista todoterreno sobre dos piernas, listo para el próximo aumento de productividad.Cualquier pequeña alteración de las funciones corporales, del equilibrio emocional o incluso del bienestar colectivo se considera una falta. Interfiere con los nuevos rituales de salud; huele, parece letárgico, contradice la tendencia hacia la autooptimización y la eficiencia. Cada calada de cigarrillo parece un pacto con la sombra, que se desliza lentamente hacia los pulmones, se instala en los delicados alvéolos y enturbia la luz pura de la respiración; un ladrón que extrae poco a poco la fuerza de los músculos y la libertad de cada bocanada de aire.
Con frecuencia, mis amistades me cuentan lo bien que viven desde que dejaron de fumar: suelen beber menos alcohol (para no fumar), han cambiado el café por té verde (para no fumar) y hacen más ejercicio (porque tienen más tiempo en el que no fuman). Yo solo sonrío y asiento, mientras tanteo el encendedor en mi bolsillo. No se trata necesariamente de parecer “cool”, ya pasé esa etapa. La adicción física sin duda juega un papel; pero más que nada, se trata de una actitud.
Mi tesis: fumar conduce al pensamiento, porque genera una pausa física y psíquica; y a la inversa, pensar conduce al cigarrillo, porque el esfuerzo intelectual exige una relajación ritualizada. Y quien piensa, quizá consume menos —no necesariamente cigarrillos, sino cosas, productos, experiencias—, cuestiona y tal vez intenta un poco más comprender este mundo.
Instrumento para la reflexión
En alguna exposición sobre Hannah Arendt también se exhibía su pitillera plateada: no como accesorio de moda, sino como herramienta de trabajo. Me la imagino colocándola sobre la mesa, abriéndola, sacando un cigarrillo, encendiéndolo, inhalando el humo y, justo en ese momento, comienza el pensamiento. Una pausa que adquiere un carácter casi ceremonial.Quizá el cigarrillo no era para ella una simple costumbre, sino un instrumento de reflexión. El acto de fumar genera un ritmo, un compás en el que pueden surgir ideas: una breve pausa, una calada profunda, una exhalación, y en ese instante diminuto se desprende algo esencial de la complejidad del mundo.
Estado alterado de conciencia
En tiempos pasados —no puede haber sido hace tanto, al fin y al cabo aún recuerdo los compartimentos para fumadores en el ICE y un McDonald’s bastante poco apetecibles en la Schloßstraße de Berlín— fumar no se veía con tanta crítica en los círculos intelectuales. De hecho, podría decirse que formaba parte del repertorio básico del pensador o la pensadora despreocupada. En cafés y universidades, en salones y seminarios, el humo azul grisáceo era un acompañante habitual del vino tinto, del café, del ajenjo.Y sí, se veía bastante bien, creo yo, cómo se sentaban todas y todos en el Café Laumer de Fráncfort, en el Romanisches Café de Berlín o, por qué no, en el Café de Flore de París, y fumaban. Pero sería simplista reducir esa atmósfera a un cartel publicitario de la industria tabacalera. Para la actividad de Hannah Arendt —el pensar— parece lógico y necesario entrar en un estado alterado de conciencia: las sustancias pueden modificar la percepción, tanto en lo sensorial como en lo cognitivo. Cada observación aparentemente banal, cada pensamiento, puede reconfigurarse: favorecen el pensamiento asociativo y poco convencional.
Fumar se puede hacer bien en soledad, pero en grupo se fuma aún mejor. En cuanto dos o más personas se apartan del espacio público, se crea una especie de privacidad temporal. De pronto hay espacio para una conversación intensa, casi conspirativa, porque ya se comparte algo: el cigarrillo. Por unos instantes, los pensamientos dejan de girar o comienzan a vibrar de nuevo, pero ahora entre el cigarro encendido en una mano y lo que dice la otra persona. Y a veces uno simplemente se queda en silencio junto al otro o la otra, ocupado en exhalar el humo, dibujar ese velo gris en el aire y observar el mundo mientras pasa, justo en ese momento, frente a sí.
El valor de lo incómodo
Es una pausa ritualizada, un momento en el que el mundo queda fuera, incluso cuando se está acompañado. Un régimen total solo puede analizarse desde la distancia; y así, el cigarrillo no es únicamente símbolo de decadencia corporal o del preocupante consumo de sustancias —es también un símbolo de coraje. Coraje no solo para pensar de forma incómoda, sino para vivir incómodamente, para encontrar el propio ritmo en un mundo que exige constantemente adaptación.Pensar no siempre es heroico ni abstracto. A veces es banal, tangible, envuelto en humo. Lo cotidiano y lo grandioso, lo humano y lo filosófico, el gesto de tomar un cigarrillo y el de alcanzar una idea están más cerca de lo que parece.
Y si hoy perciben el olor del humo frío de un cigarrillo, no se molesten. Piensen brevemente en Hannah Arendt: cómo se quedaba ahí de pie, moldeando la vida y el pensamiento como nubes de humo, incómoda e inolvidable. Y haciendo exactamente lo que las y los filósofos deberían hacer: pensar, respirar y no dejar nunca de hacerse preguntas.
octubre 2025