Liberación de la rueda del hámster
En el precipicio

Basura tirada al borde de la carretera cerca de Guadalajara, México Foto: Nico Klomann

¿Será este el lugar prometido? ¿Están esperando el ángel caído de la historia que desde alguno de los montes de escombro les insufla valor con un resignado “¡No teman!”?  Quién debería creerlo después de que ni siquiera una pandemia fue capaz de detener el eterno retorno de lo mismo, el paseo por el patio de la cárcel mental, el spinning.

Nico Klomann

El aire todavía está fresco. Dos figuras ebrias, soñolientas se mueven en su carro por las calles vacías de la Guadalajara aún más amodorrada, exhausta hacia el amanecer burgués. En la cajuela: bidones de leche, alcohol de 90 grados, amaretto, café exprés.

A pesar de la soñolencia de los pasajeros, se extiende una ilusión silente y experimentada cuanto más el vehículo se mueva en dirección nornoreste. Los primeros rayos de luz señalan el destino, hacia el que se dirigen con expectativa mesiánica los ahora tres amigos con sus nobles obsequios en la cajuela. También esta vez les espera la salvación, como cada vez en su eterno retorno. La salvación del samsara, el rotor diario, el móvil perpetuo, del que no pueden escapar ni maestros de alemán anti-sistémicos, institucionalizados, ¿o será que no quieren? Posiblemente miran embelesados el cubo de la rueda que apenas parece estarse moviendo. ¿Deberían moverse hacia el centro, hacia el cubo, para sentir alivio? Pero el alivio no es salvación, algo así como la definición de paro como un movimiento infinitamente lento. Es un hecho que aun no han encontrado el freno de emergencia del rotor o aun no se han atrevido a utilizarlo.

Y así, en el camino hacia el lugar prometido, en una bifurcación eligen el camino paliativo hacia la izquierda. A la derecha, al contrario, hay actividad. Un bullicio de gente en ropa deportiva más o menos costosa se mueve hacia el precipicio. Mujeres, que quieren arrancarle algunos kilos más a sus cuerpos, hombres que están envejeciendo, y que quieren darles un brillo sudoroso juvenil a sus cuerpos sacudidos por la crisis de la edad madura, adolescentes de verdad, que realmente disfrutan la actividad deportiva, después de una semana de actividad todos ellos bajan corriendo por el sendero del desfiladero, y lo suben corriendo otra vez en cuanto lleguen a la cloaca hedionda llamada Río Santiago. Un heroísmo que ya solo se puede admirar en el personaje de Sísifo.

¿Será este el lugar prometido?

Nuestros tres sabios maestros de alemán no quieren saber nada de heroísmo. Buscan la salvación, un lugar tranquilo, para demorar, un oasis atemporal al margen del desierto del progreso hacia la nada. Después de la bifurcación, también ellos se dirigen hacia la izquierdo al desfiladero ante el que se apilan montes de basura y escombro al cielo. Muebles viejos, maletas, pósteres, juguetes, muñecas, sillas, sillones, harapos y fierros viejos, postes eléctricos quebrados, cascote: todo aquello que una civilización en desarrollo desecha en sus márgenes, bordea el margen que la ciudad comparte con el abismo. Detrás de los montes de basura, una cobija de neblina descansa plácidamente sobre el desfiladero.

¿Será este el lugar prometido? ¿Están esperando el ángel caído de la historia que desde alguno de los montes de escombro les insufla valor con un resignado “¡No teman!”?  Quién debería creerlo después de que ni siquiera una pandemia fue capaz de detener el eterno retorno de lo mismo, el paseo por el patio de la cárcel mental, el spinning. Por lo tanto, los tres viajeros no esperan a ningún ángel cuando estacionan el carro al lado de uno de los montes de escombro. En su lugar divisan vacas paseándose entre los montes de basura y sus propias heces en el lodo, cuando no están simplemente paradas llevando a cabo una competencia en inmovilidad contra los montes de escombro.

Un lugar como el anfiteatro de Momo

Ante ese escenario andan (andante ma non troppo) los tres caminantes hacia el fin del universo, un tugurio cubierto con chapa ondulada. Ahí, donde reina una simbiosis íntima entre hombre, mosca y vaca, llegan con sus bidones de barro, los detienen debajo de una ubre de la cual un granjero lechero con una maniobra experta hace chorrear la leche en los bidones. Alcohol, amaretto o polvo de cacao y café exprés no deben faltar. Los tres vuelven a abandonar la vaqueriza embarrada y llena de basura. No se toparon ni con un bebé ni con otros indicadores mesiánicos, pero sí con un litro de leche bronca. Empiezan a consumir el desayuno nutritivo en silencio entre perros y gatos pulgosos, contemplando el mar de neblina que cubre el desfiladero, y el sol de la mañana, que baña los edificios del pueblo creciente con su luz. Disfrutan el lugar que, aparentemente, hasta ahora fue pasado por alto por el crecimiento y el progreso. Un lugar como el anfiteatro de Momo, una burbuja, una utopia, un apéndice de la civilización, en peligro continuo de que la basura que llegó flotando lo infecte.

Entre más beben de su bebida energizante granjera, más vivaracho se vuelve su espíritu privado de sueño, más ilimitados, asociativos y congeniales se vuelven sus pensamientos, que los divierten y embriagan. Después de dos litros de leche bronca con piquete se calman de nuevo y viven el momento tranquilo y trincado en que quisieran permanecer un rato más porque es tan bello. Tan sólo así.

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