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Bolivia
Violencia contra las mujeres: La otra pandemia

GEWALT GEGEN FRAUEN – DIE ANDERE PANDEMIE
GEWALT GEGEN FRAUEN – DIE ANDERE PANDEMIE | Foto: © Coordinadora de la Mujer

De Mónica A. Novillo Gonzales

La violencia contra las mujeres es una de las violaciones de derechos humanos más extendida en el mundo. La violencia contra las mujeres y sus múltiples expresiones ha sido calificada como una pandemia, por activistas y representantes de organismos internacionales. Este calificativo no es una simple metáfora, la violencia contra las mujeres es un flagelo que azota al planeta, que afecta la vida de cientos de miles de mujeres en todas las regiones y países.

ONU Mujeres ha registrado más de 243 millones de mujeres y niñas entre 15 y 49 años que han sufrido violencia en el mundo, por parte de un compañero sentimental, en el mundo. Los datos de la CEPAL, nos muestran que América Latina es la región con los mayores índices de violencia en el mundo, reportando 3529 mujeres que fueron asesinadas en 2018 por razones de género en 25 países de América Latina y el Caribe.

Lamentablemente, en ese contexto Bolivia, se encuentra entre los países con las tasas más altas de feminicidio de América Latina y el Caribe y los índices más elevados de violencia sexual de la región. En los últimos años, el promedio de asesinatos de mujeres por motivos de género ha superado el centenar.

Durante el período de pandemia, desde que se decretó el estado de emergencia sanitaria y se implementaron medidas de prevención para evitar la propagación de la COVID19, en Bolivia se han registrado 15936 denuncias de violencia familiar o doméstica y se produjeron 41 feminicidios, sumando un total de 71 en lo que va del año.

Las estadísticas son necesarias para visibilizar la magnitud de la violencia contra las mujeres, aunque es importante resaltar que detrás de las cifras existen vidas de mujeres que han sido interrumpidas y que ocultan los efectos negativos en diversos ámbitos de nuestra sociedad.

Las leyes no bastan

A pesar de los avances normativos en la región, que han sido resultado de los esfuerzos de los movimientos de mujeres y feministas, la violencia no se ha detenido. El coronavirus, en este tiempo ha jugado el rol de lupa, amplificando las debilidades institucionales y normativas, que ya existían antes de la pandemia y que se han acentuado con la emergencia sanitaria.

Persiste la falta de voluntad política de los gobiernos (en todos los niveles) para dar respuesta efectiva a la violencia contra las mujeres. Muestra de ello es que, en el caso boliviano, apenas habían pasado unos días de la declaratoria de 2020 como año de lucha contra el feminicidio y el infanticidio, cuando se decretó el estado de emergencia sanitaria, olvidando la necesidad de asegurar que las mujeres, que pasarían durante la cuarentena más tiempo en el hogar, con sus potenciales agresores, pudieran contar con servicios de denuncia y atención para víctimas que funcionaran oportunamente. Por el contrario, los servicios fueron irregulares y sus funcionarios no fueron provisto de equipo y material de bioseguridad para protegerse y prevenir el contagio de las víctimas que solicitaran auxilio.

El personal de los servicios policiales especializados, municipales fueron asignados a tareas de control de la cuarentena, debilitando la atención de llamadas y denuncias. Durante el período de confinamiento, las denuncias disminuyeron, porque no se ofrecieron condiciones para hacerlas, debido a las restricciones de movilización que dificultan más las denuncias en este tiempo.

Las normas contra la violencia establecen además de la atención de las víctimas, desarrollar acciones de prevención, administración de justicia para evitar la impunidad y asegurar el acceso a la justicia de las víctimas y sus familiares, así como medidas de rehabilitación de los agresores.

El área en el que más se ha avanzado es probablemente en la atención, sin embargo, existen grandes desafíos para asegurar servicios de calidad, que no revictimicen y protejan a las mujeres apropiadamente. La cantidad de casos que se registran muestran que los servicios no son suficientes y que requieren de una mayor cantidad de recursos financieros, humanos y materiales para atender la violencia. El gobierno nacional y los gobiernos subnacionales asignan pocos recursos a una problemática que afecta a más de la mitad de la población.

El ámbito de la prevención es probablemente, el que menos avances presenta en términos de política pública. Debería apostarse a esfuerzos más sostenido para producir cambios en los imaginarios sociales que refuerzan y reproducen los valores que sustentan la violencia en nuestra sociedad y avanzar en la transformación de la visión machista y patriarcal de la sociedad. El sistema educativo no ha logrado transversalizar la igualdad de género en el currículo escolar, por las resistencias de sectores conservadores que tienen una compresión equivocada de los cambios que se buscan. Los medios de comunicación, la mayoría de ellos, no cumplen con la función de aportar a cambios estructurales en el abordaje de la violencia y a cuestionar las expresiones violentas.

La violencia contra las mujeres y niñas es una problemática de carácter estructural, que requiere de intervenciones integrales y la suma de voluntades y compromisos genuinos de todos los actores sociales e institucionales para coordinar acciones, y medidas adecuadas para atender, prevenir y transformar la base simbólica que la sustenta, con asignaciones presupuestarias suficientes que permitan contar con servicios, líneas de atención que proporcionen asistencia psicológica y legal, facilitar soluciones tecnológicas para que, en tiempos de pandemia, las mujeres puedan acceder a redes sociales y de apoyo, sobre todo aquellas que no tienen acceso a teléfonos o internet. Las instituciones públicas y privadas pueden compartir información, promover prácticas positivas, para acelerar los cambios que necesitamos.

Enfrentar la violencia contra las mujeres es una tarea enorme que la sociedad debe encarar de manera conjunta. Todos podemos jugar un rol, impulsando prácticas que nos acerquen cada día más a la igualdad de género y a la construcción de una cultura de paz y no violencia.
 

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