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Arte útil
¿El arte desempeña un papel en la política?

Florian Malzacher
Florian Malzacher | Foto: Robin Junicke

De pronto el arte tiene que ser útil, se exige un activismo artístico que surja de un compromiso directo, que se inmiscuya en la realidad política de nuestra sociedad y de nuestra economía. Y eso está muy bien.

Y sin duda se trata de una provocación. Después de luchar durante siglos por la autonomía del arte, después de aprender  durante décadas que la cualidad esencial del arte es su ambigüedad, tras años de repetir que el arte plantea preguntas y no da respuestas, de pronto el arte tiene que ser útil, se exige un activismo artístico que surja de un compromiso directo, que se inmiscuya en la realidad política de nuestra sociedad y de nuestra economía.

Esta exhortación no es nueva, viene de antes, también la hicieron los productivistas, por ejemplo. Al contrario de lo que postulaba  Naum Gabo de que el constructivismo en la Rusia postrevolucionaria debería comprometerse exclusivamente con la abstracción, artistas como Aleksei Gan, Alexander Rodchenko y Varvara Stepanova demandaron que el arte tuviese un papel práctico y que fuese de utilidad social. En 1973, aproximadamente cincuenta años después, Joseph Beuys inauguraba su Universidad Libre Internacional y anunciaba que “ser maestro sería su mayor obra de arte”.

El concepto de arte como compromiso social siguió desarrollándose con renovada intensidad a partir de los primeros años de la década de 1990. Es en estos últimos años cuando el activismo artístico se ha convertido en un tema favorito del mundo del arte, debido a las innumerables crisis políticas y económicas. Pues da igual si se trata de la plaza de Tahrir, Zucotti, Síntagma, Taksim o Maidán, frente al Kremlin, o en Japón tras Fukushima, o en plena Brasilia y su icónica arquitectura o bajo unos paraguas en Hong Kong, los artistas siempre son de los primeros en participar. Sin embargo, la misma pregunta surge una y otra vez: ¿qué papel puede desempeñar el arte en la política?

Contra una comprensión homeopática de la política

Parece que estamos siendo testigos de un cambio de paradigmas en la relación entre el arte y la política. En la generación anterior, fueron los filósofos quienes desarrollaron sus conceptos teóricos a partir de la propia experiencia y de su compromiso político, muy concreto y con frecuencia radical, por ejemplo, el de los grupos de izquierda en Francia e Italia en la década de 1970. A este movimiento le siguieron, sobre todo desde los años noventa del siglo pasado, generaciones de filósofos, artistas y comisarios que continuaron con este tipo de reflexiones que, sin embargo, dejaron de vincularse con su propia realidad presente. Así es como nos hemos acostumbrado a tildar de “políticos” ciertos conceptos, teorías de la cultura y obras de arte, a pesar de que solo se basen muy remotamente en teorías que, a su vez, también fueron abstraídas del impulso político concreto del que se originaron. El discurso cultural contemporáneo parece tener una idea homeopática acerca de lo político a modo de hilo conductor. La necesidad constante de ser consciente de la complejidad de conceptos tales como verdad, realidad o incluso política ha llevado a nuestro discurso occidental de clase media un callejón sin salida. O simplificamos demasiado o lo complicamos todo en demasía, o somos populistas o nos replegamos en nuestra torre de marfil. O incluimos o excluimos a demasiados. Hemos llegado a un punto en el que la conciencia necesaria de que todo es contingente y relativo con frecuencia sirve de pretexto para el relativismo intelectual.

La creciente necesidad de contar con un arte comprometido socialmente que sea participativo, de las intervenciones y del activismo, de un arte que se entrometa de manera muy directa y práctica, también es una reacción ante este relativismo. La artista cubana Tania Bruguera, una de las figuras principales de este movimiento, lo explica en su Introduction to Useful Art: “Ha pasado demasiado tiempo desde que convertimos el gesto de la Revolución Francesa en el epítome de la democratización del arte. No tenemos que entrar en el Louvre o en los castillos, sino en las casas de la gente y en sus vidas. Ahí es donde se encuentra el arte útil.”

¿Es esto todavía arte?

No es de extrañar que tales exigencias restituyan de inmediato la validez de las viejas preguntas que acompañaron todas las vanguardias y que definieron considerablemente el discurso estético del siglo XX: ¿Es esto todavía arte?

Aunque repetir esta pregunta resulte superfluo, dado que ya fue contestada. Las prácticas artísticas socialmente comprometidas, participativas y útiles se basan con frecuencia en estrategias artísticas de las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo. Las instalaciones, los performances y el arte conceptual, por ejemplo, siempre se han enfocado en producir situaciones y realidades, en lugar de representarlas. Enfatizaban los procesos y los contextos sociales y cuestionaban los conceptos de autoría e individualismo, ejerciendo de esta manera su crítica contra la lógica del sistema capitalista. La idea de la participación y de la intervención radicalizó la comprensión del público y redefinió las diferencias –muy sutiles y con frecuencia malentendidas– entre la participación voluntaria e involuntaria.

Exigir un arte útil, aunque parezca estar en armonía con la instrumentación socialdemócrata del arte como trabajo social o estrategia de apaciguamiento, tiene su aquel. Este temor, sin embargo, subestima las cualidades contestatarias del arte. Los ejemplos más impresionantes y efectivos del arte socialmente comprometido distan mucho de contentarse con gestos simbólicos. El Immigrant Movement International de Tania Bruguera se desarrolló hasta convertirse en un partido político y en una organización similar a un sindicato para inmigrantes ilegales en Queens, Nueva York. La organización artística y política New World Summit de Jonas Staals crea espacios políticos alternativos para organizaciones excluidas del discurso democrático y del Estado de derecho. El Centro Berlinés de Belleza Política –inspirado en los activistas neoyorquinos de Yes Men– se sirve de campañas mediáticas precisas para airear temas que jamás saldrían en los titulares de la prensa y, de paso, para sacar de quicio a más de un político. El grupo de artistas vieneses WochenKlausur siempre encuentra el camino para llamar la atención del mundo del arte sobre los proyectos sociales y, de esa forma, reorientar la financiación. Santiago Sierra o Artur Żmijewski prefieren meter el dedo en la llaga de manera perturbadora antes que ignorar, mientras que Paweł Althamer o el fallecido Christoph Schlingensief tratan y trataron de formar parte del complejo proceso de sanación.

Dichos trabajos no ofrecen respuestas sencillas ni provocan simplemente alivio. Son útiles no sólo por su compromiso directo, también por su critica sutil o polémica del status quo capitalista. Su páctica es al mismo tiempo simbólica y concreta, y desplaza el peso de la ambigüedad de la obra de arte a la ambigüedad de nuestra propia vida. De forma muy distinta, todos enfatizan el llamamiento de Tania Bruguera: “Debemos de llevar el orinal de Duchamp de regreso al baño, donde puede volver a ser de utilidad”.

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