¿Europeización desde abajo?
Reflexiones sobre un concepto ambiguo

Casassas
Photo: © Marta de Facto

En el debate sobre la integración europea a menudo se utiliza la expresión de una europeización "desde abajo". Pero, ¿qué se quiere decir con esto, y cómo se realiza este proceso en la práctica?

En el análisis de la articulación de formas de vida “desde abajo”, funcionamos a veces con presupuestos de partida demasiado vagos sobre la naturaleza del espacio en el que operan quienes actúan “(desde) abajo”. ¿A qué poderes, normalmente procedentes “de arriba”, se enfrentan tales actores? ¿Qué recursos pueden movilizar? ¿De qué tipo de entramado institucional se sirven?

“El abajo“ – ¿un grupo de interés?

En este punto, conviene evitar ciertos vicios conceptuales y metodológicos heredados de la ciencia política pluralista de los Estados Unidos de la segunda posguerra mundial. Pensemos, sin ir más lejos, en la influyente noción de poliarquía debida a Robert Dahl y en la descripción del mundo en la que descansa, a saber: los ciudadanos tienen la capacidad de organizarse en grupos de interés que, valga la redundancia, defienden esos intereses que les son propios en un plano de igualdad con respecto a otros grupos de interés. Por ejemplo, ciudadanos libremente asociados en entes razonablemente equipotenciales ─tal es el supuesto de partida de la ontología social pluralista─ como Siemens, la barcelonesa Asociación de Vecinos y Vecinas de l’Esquerra de l’Eixample, CaixaBank o l@s Iai@flautas. En cierto sentido, todos estos actores operarían “desde abajo”: todos ellos tienen sus particulares visiones del mundo y, desde los muy diversos rincones de la vida social, van conformando la institucionalidad en un sentido u otro. Huelga decir que constituye ésta una descripción del mundo ingenua en el mejor de los casos, flagrantemente falsa y, quizás, políticamente malintencionada, pues conduce a la (muy liberal) dejación de funciones por parte de unas instituciones políticas que deberían intervenir para equilibrar el tablero.

¿Quiénes componen la sociedad civil europea?

Así, cuando hablamos de hacer política “desde abajo”, a veces olvidamos que, para que el “desde abajo” funcione, “los arribas” también importan. Sin ir más lejos, conviene saber que la sociedad civil europea, si es que tal cosa existe, significa el movimiento de los “indignados" del Reino de España, pero también cerca de 20.000 lobbies privados que operan “muy arriba”, en Bruselas, y el 60% de los cuales pertenece a grandes empresas. La desproporción no puede ser más evidente.

Por todo ello, y visiones románticas del “desde abajo” al margen, el “desde abajo” ─el mundo de la autogestión, por ejemplo─ requiere una acción institucional “arriba” que, en primer lugar, controle la acción, potencialmente liberticida, de los agentes más poderosos, que tienden a bloquear o guetizar tales formas de autogestión; y, en segundo lugar, que articule un espacio público-común que actúe como facilitador de esa autogestión popular “desde abajo”.

En resumen, ¿debemos limitarnos a glorificar la acción sociopolítica “desde abajo” sin enjuiciar las condiciones en las que ésta tiene lugar? Como nos muestran los diversos movimientos de indignación que están recorriendo el continente, conviene ir mucho más allá, pues la profundización de la soberanía popular ─tal es el horizonte de dichos movimientos─ exige, no la Europa de los mini-jobs y del workfare, sino la presencia de unas instituciones políticas capaces de empoderar al conjunto de la ciudadanía a través de paquetes de medidas de naturaleza universal e incondicional ─de ahí la importancia de propuestas como la renta básica, entre otras─ que actúen como palanca de activación de las muchas formas comunes, con mayor o menor presencia de instancias públicas, de autogestión de lo colectivo.

¿Es todo ello posible en la Europa actual? No son pocas las razones que nos llevan a pensar que existen varios e importantes desacoplamientos entre el viejo proyecto civilizatorio europeo y las experiencias cotidianas de las mayorías sociales del continente.

De entrada, observamos que existen pocos ejemplos de acción política común “desde abajo” en el seno de la Unión. En efecto, parece que falta la consciencia, por parte de las clases populares europeas, de formar un cuerpo político con capacidad ─¡y necesidad!─ de agencia, y ello es así, en gran medida, porque la construcción europea en clave neoliberal ha supuesto un concienzudo proceso de vaciado de soberanía popular, lo que es percibido y traducido, por parte de esas clases populares, en términos de futilidad de la acción colectiva.

El capital versus la soberanía popular

Todo ello nos sitúa en el centro del gran debate ─y del gran conflicto─ de fondo: ¿a qué Europa tiene sentido aspirar? Y también: ¿qué tipo de conflicto ─y qué dosis del mismo─ conllevan las posibles respuestas a esta pregunta? No resulta demasiado simplificador identificar dos grandes alternativas.

La primera de ellas es la de la llamada “Europa del capital”, que es algo que va mucho más allá de la categoría de simple lema propagandístico o simpáticamente anti-globalización. En efecto, la “Europa del capital” significa, en primer lugar, una Unión Europea resuelta a laminar el llamado modelo social europeo a través de reglamentos y directivas que a menudo pasan desapercibidos a los ojos de la ciudadanía y a través de tratados de dudosa legitimidad democrática como el de Lisboa. La “Europa del capital” significa, en segundo lugar, una Unión Europea decidida a abrazar fielmente el programa neoliberal de corte anglosajón, esto es: erosión de las redes de protección social vinculadas a los regímenes de bienestar y desregulación financiera. La “Europa del capital” significa, en tercer lugar, una Unión Europea incapaz de hacer frente a los problemas generados por una moneda única sin política fiscal común, sin política pública coordinada y sin un Banco Central que actúe como prestamista de último recurso. La “Europa del capital” significa, en definitiva, una Unión Europea en pleno proceso de disolución de la democracia parlamentaria, con un Parlamento Europeo alejado de la ciudadanía y unos parlamentos estatales que van perdiendo soberanía para decidir sobre presupuestos, límites del déficit y usos de los superávits. Esta es, pues, una alternativa ─o, mejor dicho, una realidad palmaria.

La segunda alternativa, necesariamente rebelde, es la de la “Europa de la soberanía popular”, que bebe o podría beber del gran proyecto civilizatorio de la vieja economía política, esto es, la que va de Smith a Keynes, pasando por Marx y Thorstein Veblen: una Europa construida contra la explotación de los muchos por parte de los pocos y contra la especulación rentista; una Europa que ponga freno a la polarización social y a la consiguiente mutilación de proyectos de vida; una Europa, en definitiva, que persiga la activación ciudadana, que nos empodere incondicionalmente a través de bienes materiales e inmateriales protegidos por derechos inalienables de ciudadanía. Pues todos los proyectos de vida han de poder inundar el espacio económico y social que nos rodea. De hecho, todo ello tiene un nombre, y bien conocido: democracia, o, si se prefiere, democracia económica. Conviene, pues, crear las condiciones necesarias para su despliegue.