Leonhard Emmerling  La relevancia de Hannah Arendt

La inquietante actualidad de la obra de Hannah Arendt es bien conocida. Esto se manifiesta con especial claridad en los tres volúmenes publicados en 1951 bajo el título "Elementos y orígenes de la dominación total".

No es necesario considerar a Hannah Arendt la mayor filósofa del siglo XX; también se puede abordar su obra de forma crítica, como lo hacen, por ejemplo, Marie Luise Knott en 370 Riverside Drive, 730 Riverside Drive o David D. Kim en Arendt’s Solidarity. Sin embargo, vale la pena volver de vez en cuando sobre algunos de sus escritos. Por ejemplo —y por motivos actuales— sus tres volúmenes Elementos y orígenes de la dominación total, publicados por primera vez en 1951. En ellos, Arendt examina el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo, y es sobre todo el tercer volumen, dedicado al totalitarismo, el que deja sin aliento por su paralelismo con el presente (…exagero. O tal vez no…).

Arendt se ocupa de las formas de dominación total bajo Stalin y el régimen nazi, y revela estrategias características comunes a ambos sistemas. Que estas dos dictaduras se enfrentaran hasta la muerte le resulta irrelevante, ya que identifica semejanzas en los métodos con los que se establecieron y se mantuvieron en el poder. Esto invita, naturalmente, a trasladar los hallazgos de Arendt al presente. Por ejemplo, cuando se trata de qué nomenclatura sería adecuada para describir con precisión las formas de gobierno occidentales actuales, que suelen ser minimizadas como populistas.

¿Autoritario? ¿Autocrático? ¿Oligárquico? ¿Fascista? ¿Totalitario?

Algunos ejemplos: ¿En qué se piensa al leer que la propaganda de los líderes totalitarios se basa en la evidencia de que dicen falsedades? ¿Que las mentiras solo tienen éxito cuando son “enormes” y, al integrar todos los hechos en una narrativa coherente, generan un mundo ficticio? ¿Y que esto lleva a acostumbrarse a interpretar todo como una conspiración, sin importar cuán absurdo sea su contenido?

¿Quién viene a la mente cuando Arendt escribe que los líderes totalitarios se jactan con una franqueza incomparable de sus errores del pasado (ella dice: “crímenes”) y anuncian sin rodeos que piensan hacer exactamente lo mismo en el futuro?

¿Qué se piensa cuando Arendt afirma que los sistemas totalitarios, en esencia, no operan con un objetivo político, sino que se embriagan con su propio movimiento?

La “vaciadura de sustancia” y la “libertad respecto al contenido de la propia ideología” se disimulan, según Arendt, mediante una operación constante en modo de campaña electoral, que sumerge al público en una mezcla de conmoción y asombro a través de una avalancha de leyes y decretos. Lo que sorprende, dice Arendt, es la irrelevancia del significado objetivo de los temas elegidos. Se podría decir también: no son las minorías las que llevan a una sociedad al abismo, pero resultan especialmente útiles para establecer un enemigo interno que permita movilizar una y otra vez a la base radicalizada. Como el movimiento político no tiene un objetivo, señala Arendt, no llega a su fin y debe justificarse constantemente mediante la creación de nuevos enemigos que combatir.

En el torbellino de la locura cotidiana

Una lectura como la que aquí propongo, en la que establezco relaciones punto por punto, quizá no sea especialmente elegante. Pero creo que, al hacerlo, la actualidad del pensamiento de Arendt se vuelve sorprendentemente evidente, porque se muestra con dolorosa claridad hasta qué punto sus análisis —dirigidos a dos sistemas enfrentados entre sí y recién colapsados— pueden trasladarse al presente.

De pronto se comprende cuál es la función de la falsedad; se entiende el propósito de mantener a la opinión pública en movimiento mediante el bombardeo constante de falsedades evidentes, la distorsión de los hechos y las acusaciones infundadas contra adversarios políticos. Se percibe cómo ese bombardeo permanente de afirmaciones absurdas insensibiliza y priva a la ciudadanía de su capacidad de juicio. Y se recuerdan algunas convicciones fundamentales que corren el riesgo de perderse en el torbellino de la locura cotidiana: “La república tiene su esencia en el gobierno constitucional, en el que el poder reside en manos del pueblo; en ella se actúa según el principio de la virtud, que se basa en el amor a la igualdad.” Difícilmente se puede expresar mejor la relación entre política, virtud y moral.

Un conocido me señaló recientemente que los Federalists identificaban los tres poderes políticos —ejecutivo, legislativo y judicial— con las facultades humanas de la voluntad, la razón y el juicio. Si, como ocurre hoy, el poder legislativo queda neutralizado por el gobierno mediante decretos y el judicial por el desprecio a los tribunales, y solo prevalece la voluntad del ejecutivo, entonces de la razón y del juicio no queda mucho.

También sobre esto tenía Hannah Arendt mucho que decir. Dedicó un libro entero de su filosofía política a la capacidad de formar juicios. El título de sus tres volúmenes sobre el pensar, el querer y el juzgar fue La vida del espíritu. No cabe duda de que también esa vida necesita cuidado.

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