La pandemia y la Ciudad de México  Una transformación urgente

Vista general de la contaminada Ciudad de México
Vista general de la contaminación en Ciudad de México mientras el coronavirus se extendía en abril de 2019. Foto (detalle): Carlos Jasso © picture alliance/Reuter

La pandemia de COVID-19 que asuela al mundo ha obligado a la Ciudad de México a ver de frente la realidad y entender que, si quiere respirar bien y en paz, tiene que emprender una transformación de fondo.

Entre otras desgracias ambientales que trajo el coronavirus, aun cuando la economía de la enorme capital mexicana está a medio gas, se ha reducido enormemente la movilidad y el consumo está en mínimos, a mediados de noviembre de 2020 tuvieron que tomarse medidas de urgencia por la mala calidad del aire. Lo que esto indica es que ya no bastan las reducciones esporádicas en la contaminación, ni siquiera si son tan grandes como las provocadas por el parón general que ha traído la cuarentena. Más bien, hay que cambiar de fondo la forma en que producimos, consumimos, circulamos y vivimos, para hacerla más sana y más sustentable. El camino es cuesta arriba, pero las posibilidades ambientales, sociales y económicas son enormes.

La contingencia que se activó en la Ciudad de México a finales de 2020 respondió a que los niveles de ozono en la atmósfera superaban los mínimos marcados como tolerables. Cuando el aire que se respira está muy cargado de esta molécula todos sufrimos: las personas asmáticas lo pasan especialmente mal, pero todos los demás nos hacemos susceptibles de padecer enfermedades respiratorias y, en los casos más graves, podemos sufrir daños permanentes a los pulmones.

Causas de la contingencia ambiental 

En cierta forma, el aumento en las concentraciones de ozono en la atmósfera de la Ciudad de México lo provoca la ciudad entera y nadie en particular. El ozono es una molécula que no se produce directamente por las actividades contaminantes, sino que aparece cuando se mezclan compuestos orgánicos volátiles con muchos otros gases con que la industria y el transporte ensucian el aire y, al mismo tiempo, hay mucho sol. Detrás de la contingencia están desde el uso de solventes en procesos industriales hasta las fugas en instalaciones de gas LP. Lo mismo la provocó el uso de productos de cuidado personal que liberan al aire estos compuestos, que el regreso de miles de coches a las calles cuando se relajaron las medidas de la jornada de sana distancia.

El hecho de que se haya producido una contingencia por ozono en un momento en que la circulación de personas en la ciudad se mantiene aún 30 o 40 por ciento por debajo de sus niveles normales y cuando la economía nacional registra una caída de casi 10 por ciento muestra que llegaron a su límite las soluciones graduales como las que se tomaron a finales del siglo pasado y principios de este. En los años noventa, cuando se hizo evidente que había que tomar medidas urgentes contra la contaminación atmosférica, se impusieron restricciones a algunas fuentes contaminantes y se apostó por ciertos cambios tecnológicos. Se sabía, por ejemplo, que los vehículos automotores eran una fuente muy importante de polución, así que se puso en marcha el programa de verificación vehicular y se impulsó la mejora en las gasolinas, entre otras medidas. Eso ayudó a mejorar radicalmente la calidad del aire, y otros pasos que siguieron en el mismo sentido lograron llevarnos hasta donde estamos hoy —muy lejos, aunque parezca increíble, del desastre que se avecinaba hace un cuarto de siglo, pero otra vez en problemas—.

Las soluciones tecnológicas no bastan

La capital mexicana enfrenta un fenómeno cuya fuente está en todas partes y en ninguna en particular. ¿Cómo se frena la contaminación con una molécula que se emite por el uso de fijador de pelo en aerosol lo mismo que por la aplicación de solventes industriales? Las soluciones tecnológicas ya no bastan. Claro, hay que solucionar el problema de las fugas de gas LP, que además cuestan millones de pesos al año, pero aún si se las eliminara del todo (algo prácticamente imposible) eso apenas reduciría el problema en un 20 por ciento. Lo mismo pasaría si se transforma de nuevo todo el parque vehicular para que no emita compuestos orgánicos volátiles. Juntas, las dos medidas apenas resolverían algo más de la tercera parte de las emisiones, según el inventario sobre el tema que publica el gobierno de la Ciudad de México. ¿Qué queda entonces?

Queda cambiar la forma en que producimos, consumimos y nos movemos, complementando otros esfuerzos que ya ha emprendido la propia Ciudad de México, como es el caso de la prohibición de los plásticos de un solo uso. La ciudad ha emprendido una guerra sin cuartel contra estos materiales, que empezó por la prohibición de las bolsas en los supermercados y que alcanzará a partir del año que viene a los cubiertos de plástico, los globos y los tampones, entre otros productos. Aunque la pandemia ha implicado que muchos avances parezcan muy limitados —sobre todo cuando no se ven ya bolsas del supermercado por la calle, pero todo va emplayado en plásticos adheribles—, la batalla de este año se ganó, pues se sentaron definitivamente las bases para eliminar los plásticos de la vida cotidiana. Este esfuerzo abona también en el camino para acabar con la contaminación.

Acabar con el reinado de lo desechable

La prohibición de los plásticos de un solo uso ha detonado un montón de procesos paralelos muy positivos, que van desde la sustitución de estos materiales con otros mucho menos dañinos (como los compostables, por ejemplo), hasta el abandono paulatino de lo desechable en favor de productos duraderos —las bolsas del mercado en lugar de las bolsas regaladas en el súper; los envases retornables en lugar de los de usar y tirar—. En eso han servido para erosionar el dominio de lo efímero como si fuera bueno, y han abierto la puerta para que nuevas empresas más pequeñas entren al mercado, ofreciendo productos de calidad que antes apenas se hubieran vendido.

Este mismo esfuerzo debe hacerse en materia de contaminación atmosférica. La Ciudad de México debe apostar por regenerar su atmósfera por todas las vías y emprender políticas que realmente cambien los patrones de producción y consumo. Donde hoy se usan productos que permiten ahorrar en salarios gastando en insumos químicos (por ejemplo, en procesos industriales de limpieza), se debe invertir la ecuación y apostar por los trabajadores y no por los solventes. Donde se ha beneficiado al automóvil con segundos pisos y pasos a desnivel, hay que apostar por el transporte público —de preferencia eléctrico—. Donde el asfalto y el concreto ganaron espacio a las jardineras, hay que reverdecer el entorno y hacer que la sombra sea la norma donde antes reinaba el pavimento desnudo.

Si se conjugan estas políticas con otras como la guerra contra los plásticos, y se emprenden esfuerzos similares en materia de agua y restauración y conservación del enorme suelo verde de la capital mexicana, podrá cambiarse de lleno su relación con el entorno, y hacer que la naturaleza sea el aliado de la transformación social y económica que tanto anhela, y no una amenaza para su salud.

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