Las redes sociales renuevan minuto a minuto la obsesión por una apariencia “ideal”, que se alcanza a costa de intervenciones estéticas. Repentinamente todo el mundo parece, en cierto modo, retocado por tratamientos o filtros o por ambos. Lo que antes se consideraba absurdo hoy se está volviendo norma. Y la norma, a su vez, se va aproximando cada vez más a lo inusual, a lo extraño, que puede causar rechazo y al mismo tiempo fascinación.
Cargada de valor simbólico, la concepción de belleza a la que rendimos culto colectivamente refleja ideales y marcas de pertenencia orientados por códigos y deseos que se transforman con el tiempo y que, en cierto modo, nos ayudan a sostener la manera en que nos reconocemos socialmente. Esa idea de belleza termina intensificándose como exigencia de un proyecto que sobrepasa el ámbito del cuidado y del bienestar, y puede llegar a un territorio sombrío... incluso extraño.La juventud y un cuerpo “bello” son vistos como un valor, sinónimo de afecto, pertenencia y éxito, especialmente cuando se habla de mujeres. Y, aunque parezca un gesto de cuidado, ese movimiento “en pos de la belleza” sólo está permitido en el marco de reglas bien definidas que autorizan el desvío en el contexto de una vanidad deseable, condición “naturalmente” femenina, siempre y cuando todo permanezca sometido a la lógica del control masculino, supuestamente racional, capitalizado.
De acuerdo con el informe de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS) de 2023, las mujeres representan, globalmente, el 85,5% de los pacientes de procedimientos estéticos. En ese panorama, las mujeres siguen estando en el centro del escenario, cargando con expectativas determinadas por aquello que no puede evitarse: el pasaje del tiempo. Envejecer significa, para muchas, perder espacio en el campo de las miradas, dejar de ser vistas y, en ocasiones, dejar de verse a sí mismas. Las redes sociales, así como antes la televisión y las revistas, renuevan la obsesión por la apariencia, que se pone en acto, ya silenciosamente, ya con estridencia.
Ilusión engañosamente deseada
En el caso de las intervenciones estéticas, el rostro humano todavía está allí, aunque sin líneas, poros o expresión. Un rostro liso, casi congelado pero que promete juventud y da lugar a una paradoja: el vigor eterno es una ilusión engañosamente deseada. El cuerpo tiene, o debería tener, el derecho de envejecer, de tornarse abrigo, un lugar confortable. Sin embargo, en ese contexto, pasa a ser un territorio hostil.Entre filtros, cirugías y poses milimétricamente pensadas, ese cuerpo escenifica expectativas irreales acercándose al absurdo dentro y fuera de las pantallas. La noción de belleza, que se reinventa cada temporada, asusta y atrae al mismo tiempo. Y tal vez allí esté el punto de tensión: en lo extraño que, esporádicamente, resulta de esos tratamientos estéticos causa rechazo pero también cierta fascinación: algo desconocido en nosotros, como un abismo que parece desafiarnos a no desviar la mirada cuando nos atrevemos a enfrentarlo. Se trata de algo que hace desaparecer los contornos habituales, se nos escapa y nos horroriza.
“Un mal que debe combatirse”
La cultura pop captó bien esa fascinación inquietante, como lo muestra La sustancia (2024), película de la francesa Coralie Fargeat. En ese largometraje, una fórmula milagrosa crea una versión “perfeccionada” de la protagonista, Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una celebridad en decadencia que está atravesada por conflictos con la propia imagen y el envejecimiento. Así aparece Sue (Margaret Qualley), una versión joven que pasa a compartir la vida con su matriz. La promesa de renovación concentra en la belleza y la juventud la ilusión de éxito personal y profesional, pero no sin un costo alto.La nueva versión del personaje es joven y bella, pero también egoísta y un poco inhumana. Es el doble freudiano en escena, la copia que revela lo que hay de más oculto en nosotros. El deseo de preservar la belleza a cualquier costo se topa con lo grotesco, lo extraño, sobre todo cuando el envejecimiento es un mal que debe combatirse, y el cuerpo, un enemigo que debe someterse. Dominarlo, entonces, también implica dominar el tiempo y la propia vida. Pero esa promesa permanece incompleta, pues siempre hay un paso siguiente, un nuevo ajuste, un deseo que nos empuja hacia el límite. Y, al final ¿dónde está ese límite? ¿Quién lo define? ¿Y cómo fundamentar nuestros deseos y frustraciones en fronteras tan movedizas?
De lo absurdo a la norma
Las intervenciones estéticas surgen como un gesto (no tan) silencioso: repentinamente, casi todos a nuestro alrededor parecen, en cierto modo, retocados por tratamientos, por filtros o por ambos. Lo que antes parecía absurdo de a poco se va volviendo norma. Y la norma, a su vez, se extiende y se aproxima más y más a lo inusual. Lo inusual seduce y confunde al mismo tiempo. Las intervenciones se van convirtiendo en algo paradójico: para algunos, constituyen anomalías surrealistas; para otros, se vuelven rutina, una cosa banal.En La salvación de lo bello, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han dice que el culto de la belleza en el mundo digital termina por vaciar el concepto: transformada en producto, la belleza pierda profundidad y se rinde al consumo rápido del “me gusta”. La experiencia estética se disuelve en la banalidad de lo instantáneo, de la performance compartida con centenares o millones de personas. Lo extraño, entonces, no es un accidente sino consecuencia, un síntoma visible de una sociedad que ha enfermado.
Deseo de pertenencia
Lo extraño, pues, aparece en el cuerpo pero antes se anuncia en el deseo. Es también el impulso desesperado de pertenecer, de permanecer, de ser deseado, que (des)gobierna la voluntad, empujándola a un territorio donde la fascinación y el rechazo caminan hombro con hombro. Tal vez lo extraño nos afecta tan profundamente porque, cuando miramos dentro de nosotros, nos devuelve algo que siempre estuvo allí.O tal vez lo extraño fascine exactamente porque desafía la lógica de la perfección y desestabiliza nuestro idea de belleza en cuanto certeza. Expone la falsa comodidad de la naturalidad fabricada y nos recuerda que el deseo, ese motor incansable, es, por naturaleza, insatisfecho. Es el vacío que nos mueve y que también nos detiene.