El periodista argentino Eliezer Budasoff analiza cómo lo grotesco atraviesa la política latinoamericana: como herramienta de poder, estrategia de comunicación y forma de conectar con el malestar social.
¿Por qué es para usted interesante hablar sobre lo grotesco en relación con Latinoamérica?Creo que cierta tendencia a ver lo grotesco me ha servido, desde que era chico, para poder reírme de los rasgos absurdos de la realidad y para amortiguar sus consecuencias. Lo grotesco mantiene una especie de equilibrio inestable entre lo cómico y lo trágico, y siento que esa es a veces la realidad de Latinoamérica: una sucesión de momentos grotescos.
¿Dónde notaba lo grotesco cuando era chico?
Soy del interior de Argentina, de Paraná, y empecé a hacer periodismo a los 19 años. Terminé haciendo sátira política, porque era muy fácil ver lo caricaturesco en la vida política local. Era como una versión clase C de la realidad, como si cada uno se estuviera representando a sí mismo con bajo presupuesto. Recuerdo momentos absurdos, como cuando un candidato fue atacado a pedradas en un barrio y el gobernador inventó un atentado contra su auto para opacar la noticia. Hizo que dispararan a su vehículo estacionado y se inventó que lo habían perseguido. Todo parecía ridículo y transparente. Y eso se ha vuelto una fórmula global.
¿Lo grotesco ayuda a entender el poder en Latinoamérica?
Si pensamos en lo grotesco como una versión deformada de la realidad, que te permite ver sus costuras a partir de la exageración de algunos de sus rasgos, sí. Creo que eso aplica completamente a la política en Latinoamérica.
¿Cómo se usa lo grotesco en la política de la región?
Lo grotesco se ha vuelto una estrategia para acaparar atención. Pienso a menudo en un episodio del show del periodista estadounidense Ezra Klein en que se analiza cómo los republicanos en Estados Unidos entendieron que cualquier tipo de atención era ganancia, aunque fuera atención negativa, pues el objetivo era conseguir y mantener la atención, que hoy es un capital en sí misma. Ellos hablan de “ecosistemas de la atención”. Cada vez cuesta más discernir si un político actúa a conciencia de forma grotesca para atraer la atención o si simplemente está revelando lo que es. El problema es que ya no es fácil reírse de eso. Cuando es usado como recurso deliberado, lo grotesco pierde su efecto liberador. Lo que busca es hacerte reír o escandalizarte mientras ocurren cosas terribles.
Hablemos de algunos casos. ¿Qué representan el presidente argentino Javier Milei y su motosierra?
Milei es un personaje extremadamente grotesco, y es difícil hablar de él en serio, pero sus decisiones afectan la vida de millones de personas. Durante la campaña presidencial en Argentina, un opositor decía que divulgar las cosas más bizarras de Milei, como que hablaba con un perro muerto, lo humanizaba en vez de perjudicarlo. El desafío para el periodismo en estos casos es doble: uno no puede tomarlo por lo que pretende ser, pero tampoco subestimar lo que significa y su poder de apelar a lo más quebrado de una sociedad. Que Milei grite “zurdos de mierda” es para muchos un acto de espontaneidad y no un síntoma de desequilibrio. Desde ese lugar de daño, Milei conecta, y no solo por lo que dice, sino por lo que simboliza. Lo mismo se ve con Trump o con Musk: son personajes dañados, que convierten el mundo en un vehículo de su afán de revancha y desde ahí conectan con mucha gente.
¿Qué puede hacer un periodista ante lo grotesco? ¿Usarlo, evitarlo, ignorarlo?
Cuando lo grotesco se vuelve un símbolo, el periodismo puede disputar su significado. A veces basta con devolverles su historia a los símbolos o con exhibir sus consecuencias. Otras veces, con negarse a desviar la atención. Recuerdo que, después de que Milei participara de la estafa con la criptomoneda $LIBRA, el Gobierno parecía desesperado por cambiar de tema y en un momento surgió de la nada un supuesto decreto de que se iba a volver a llamar “débiles mentales” a las personas neurodivergentes. Nosotros, desde nuestra serie de podcast “El hilo”, contamos la estafa, pero no consideramos que esa provocación fuera noticia. Hay que decidir qué se debe contar y preguntarse qué efectos tiene hacerlo. O no hacerlo. En esos casos, el equilibrio entre lo cómico y lo trágico se rompe.
¿Qué dice de Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, y sus videos que muestran vulneraciones de derechos humanos? ¿Dónde termina lo grotesco y empieza lo indignante?
Lo de Bukele es otra fórmula, pero supone una lógica similar. Hay una construcción deliberada de su imagen, donde lo grotesco es justo esa idea que quiere mostrar sobre sí mismo, como si fuera el héroe vengador del pueblo. Bukele es publicista, y su equipo de comunicación, como nos dijo una académica, es un gran creador de contenido dramático. Puede parecer grotesco desde afuera, pero él sabe el impacto que busca, incluso más allá de sus fronteras. Esos videos ultraproducidos son su intento de imponer un relato mítico que eclipse la realidad. Como por ejemplo: que es el hombre duro que derrotó a las pandillas, cuando en realidad pactó con sus líderes para poder desarticularlas.
¿Qué pasa en Cuba, donde no parece haber ni siquiera intenciones de construir un nuevo relato?
Es un poco como en Venezuela, aunque Maduro todavía se toma el trabajo de inventar nuevos enemigos cuando comete fraude electoral. En Cuba el discurso oficial describe directamente una realidad que no existe, y a los dirigentes cubanos no parece importarles ya si alguien les cree o no. Cuando ni siquiera hay un esfuerzo por construir un relato verosímil también se vuelve grotesco el discurso. No porque sea escandaloso, sino por la desconexión total entre lo que se dice y lo que se vive, por la esquizofrenia.
¿Qué papel ha jugado lo grotesco en cómo se percibe la política latinoamericana desde afuera?
Creo que ha moldeado un estereotipo. Pero en esa mirada hay distintas formas de racismo: tomar los ejemplos más grotescos como una representación total de la política latinoamericana es de una ignorancia abrumadora. Y no solo cuando es una burla; incluso la admiración hacia figuras como Bukele o Milei está teñida de condescendencia y desconocimiento. Si te quedas con la imagen grotesca no ves el contexto ni los procesos históricos detrás. Y así, no ves nada más.