En la nueva narrativa latinoamericana, lo fantástico y lo ominoso se mezclan con crisis, violencia y desigualdad. Aquí, el horror no es fuga: es espejo de una realidad cotidiana tan misteriosa como peligrosa.
Desde hace algunos años, una serie de autores y, en número mayor, autoras de diferentes países de Latinoamérica vienen escribiendo cuentos y novelas de alta calidad que emplean y reinventan motivos de géneros literarios relacionados con los lados “extraños” u oscuros de la realidad. Se trata de géneros como el terror, el gótico, las historias de fantasmas o la ciencia ficción. Pero el objetivo de aquellas autoras y autores es todo menos ofrecer narrativas escapistas. Todo lo contrario: desean explorar las crudas realidades de un continente acostumbrado a las crisis, la pobreza, la corrupción y la violencia.Algunos de los nombres asociados a este fenómeno son Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Selva Almada o Michel Nieva de Argentina; Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero de Ecuador; Bernardo Esquinca, Yuri Herrera y Gabriela Damián Miravete de México; Juan Cárdenas de Colombia; Fernanda Trías de Uruguay; Liliana Colanzi y Edmundo Paz Soldán de Bolivia; o Erick J. Motta y Elaine Vilar Madruga de Cuba. Sus obras postulan mundos –que, por más que algunas veces no lo parezca, siempre remiten a nuestro propio mundo– donde la frontera entre lo fantástico y lo verosímil se disuelve, obligándonos a sumergirnos en las partes más sombrías de la condición latinoamericana o, más exactamente: la condición humana.
“El realismo ya no basta para contar la verdad sobre los horrores de nuestras sociedades.” Estas palabras de Mariana Enríquez parecen ser un resumen adecuado y una frase programática para este experimento literario en el que participan tantas voces.
Elaboración literaria de cosas que suceden a diario
Enríquez, quizás la representante más famosa del movimiento, se dio a conocer gracias a sus colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2017). En 2019, Enríquez publicó la novela Nuestra parte de la noche, que cuenta sobre un hombre con una enfermedad terminal, atormentado por visiones, y su hijo pequeño. Ambos se ven obligados a servir como médiums para una sociedad secreta que tortura a personas y realiza rituales bárbaros en su búsqueda de la vida eterna.Las narrativas de Enríquez emplean en su superficie motivos tradicionales del terror (sectas, casas embrujadas, eventos sobrenaturales). Los subtextos, sin embargo, exploran miserias muy reales: depresión, desastres ecológicos, violencia urbana y de género o la monstruosidad de las dictaduras latinoamericanas, culpables del secuestro de niños y de la tortura, el asesinato y la desaparición forzada de miles de personas.
La originalidad y agudeza de Enríquez son representativa de la obra de otras de las autoras y los autores mencionados. Así, por ejemplo, María Fernanda Ampuero describe en el cuento “Invasiones”, contenido en Sacrificios humanos (2021), la gradual “ocupación”de un barrio de clase media por parte de personas más pobres. El odio de un vecino, la muerte de un niño y una maldición fatídica forman la base sobre la que Ampuero construye una sutil fábula de terror social. Lo que examina no es otra cosa que la inmensa desigualdad de Latinoamérica y la indiferencia y brutalidad de sus instituciones.
La violencia doméstica y sexual son temas recurrentes. La también ecuatoriana Mónica Ojeda hace girar su novela Nefando (2016) en torno a las atrocidades que se esconden en la “Deep Web”. En su libro de cuentos Las voladoras (2020) y la novela Mandíbula (2018), un libro ya de culto, examina las relaciones de poder entre mujeres adolescentes, la sexualidad, lo femenino y lo monstruoso. Y la autora boliviana Giovanna Rivero, quien también utiliza recursos del terror, narra una serie de violaciones ocurridas en una comunidad menonita de Bolivia en el cuento “La mansedumbre” basado en hechos reales.
También las catástrofes ecológicas son el trasfondo de historias sobre eventos solo en apariencia sobrenaturales, como el cuento “En el fondo del agua negra” de Mariana Enríquez o la novela Distancia de rescate (2014) de Samanta Schweblin. Y por supuesto, estas autoras también abordan repetidamente los peligros de ser mujer. En sus historias –donde lo sobrenatural, lo chocante o sencillamente lo espeluznante siempre juega un papel– nos encontramos a mujeres que, hartas de oír hablar de otras mujeres cuyas parejas les destrozaron el rostro y el cuerpo con ácido, deciden prenderse fuego ellas mismas, “para que los hombres no tengan a nadie a quien quemar”; mujeres castigadas terriblemente por ayudar a otras mujeres a abortar; mujeres que, como migrantes indocumentadas, se ven obligadas a aceptar trabajos que les roban el alma, el cuerpo y la mente. Todas estas historias son puro horror, y sin embargo, son solo la elaboración literaria de cosas que suceden a diario.
Literatura gótica, películas de terror y mitos indígenas
Además de compartir modi operandi e intereses temáticos, las autoras y los autores mencionados comparten influencias, como la ficción gótica británica (novelas de terror como Frankenstein y Drácula ) y los clásicos del terror estadounidense –Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Shirley Jackson y Stephen King–, además de productos de la pop culture de las décadas de 1970 y 1980 como las películas “Carrie” o “El resplandor”. Otros de sus muchos referentes son, claro está, la literatura latinoamericana, ante todo la tradición de la literatura fantástica forjada a mediados del siglo XX principalmente en Argentina por autores como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, María Luisa Bombal o Julio Cortázar.No obstante, la nueva generación se diferencia abiertamente de sus antecesores en varios aspectos. Uno de ellos es su interés en las mitologías indígenas o los cultos a los santos locales. Y mientras que escritores del pasado solían retratar lo escalofriante o el horror como algo que surge de fuentes sobrenaturales –entidades cósmicas malévolas o monstruos–, los nuevos exponentes del género suelen interpretar el mal y lo ominoso como una faceta de lo cotidiano.
Esta tendencia literaria ha recibido nombres varios: “Gótico andino”, “Nuevo horror latinoamericano”, “Escritura de la rareza”, “Literatura extraña”, “Realismo anormal”, o incluso “Neorealismo mágico gore”. El escritor argentino Ricardo Romero, quien ha escrito libros con elementos de literatura de vampiros o ciencia ficción, considera por su parte que un concepto como “New Weird“ (o lo “Nuevo extraño”) funciona bien a la hora de describir las nuevas obras, que muestran que la realidad no es tan clara, tan estable, tan lógica, como muchas veces creemos (o quisiéramos creer).
En general, sin embargo, gran mayoría de autoras y autores en cuestión prefieren rechazar las clasificaciones unívocas. Su literatura –y probablemente se podría decir lo mismo de otras tendencias culturales latinoamericanas– es una cuyo funcionamiento consiste en captar, reconfigurar y reinventar motivos y géneros. Como lo ha expresado el escritor cubano Erick J. Mota: “No dejamos nada puro. Hemos contaminado todo, y precisamente al adaptarnos y mezclarnos, nos convertimos en nosotros mismos. No hay un solo concepto […] que no hayamos convertido en un híbrido”. Y parecería ser justamente esta naturaleza híbrida y extravagante, alérgica a definiciones terminantes, lo que –como a la realidad misma– mejor parecería caracterizar a la rica y rebelde literatura latinoamericana actual.
Algunas (solo algunas) recomendaciones de lectura
Liliana Colanzi, Ustedes brillan en lo oscuro (Planeta, 2022)
Mariana Enríquez, Los peligros de fumar en la cama (Anagrama, 2009)
Mariana Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016)
Bernardo Esquinca, Los niños de paja (Almadía, 2008)
Ricardo Romero, El conserje y la eternidad (Alfaguara, 2017)
Mónica Ojeda, Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020)
Samanta Schweblin, Distancia de rescate (Sudamericana, 2014)
Samanta Schweblin, Pájaros en la boca y otros cuentos (Random House, 2017)
Elaine Vilar Madruga, El cielo de la selva (Lava, 2023)