Buenos Aires  El centro ha muerto, viva el centro

El centro ha muerto, viva el centro © Wilson Borja

“Fue por muchos años el lugar en el que pasaban las cosas”, escribe la autora argentina Natalia Laube sobre el centro porteño, el corazón de su ciudad, Buenos Aires.

Mi memoria siempre fue medio nebulosa, pero con un poco de esfuerzo puedo armar una lista de al menos cinco, seis recuerdos nítidos que tienen al centro de la ciudad de Buenos Aires como locación privilegiada. Es un alivio constatar que existan, de otra forma difícilmente podría seguir jactándome de mi “porteñidad” (algo de lo que, debo reconocer, suelo jactarme: probé vivir en otras ciudades del mundo, jamás pude deshacerme de la idea de que esta es una de las mejores, además de la que mejor me calza).

No hay persona nacida y criada acá, como yo, que no tenga al menos un puñado de grandes anécdotas de infancia o adolescencia vinculadas con el centro porteño. O al menos, no la hay dentro de mi generación ni de las que me anteceden: el centro fue por muchos años el lugar en el que pasaban las cosas, las del ocio y las del negocio. Algo, sin embargo, está cambiando: de un tiempo a esta parte, el centro –que, viene bien aclararlo, no es geográficamente el centro de mi ciudad– parecería estar convirtiéndose en la periferia.

El antiguo cine es ahora un local de comidas rápidas

Pero estábamos con el repaso de los recuerdos, y yo quería escribir sobre mi recuerdo más viejo, sobre los pochoclos y las manzanas glaseadas de la antesala del cine Los Ángeles, desaparecido hace por lo menos diez años, ¿o tal vez quince ya? Un cine que solamente proyectaba películas para chicos, una de las Mecas de los porteñitos de los noventa junto con el también difunto zoológico de la ciudad y el también desaparecido Italpark. Tenía la suerte de que me llevaran al menos una vez por año, en vacaciones de invierno, a ver el estreno de Disney de cada temporada. Paso caminando, ahora, por la que solía ser su puerta de entrada: el cine es ahora un local de comidas rápidas.

Por esa misma época, también en vacaciones, solían llevarme a la oficina de mi mamá, un elegantísimo piso de ventanas vidriadas y alfombras grises con vista al río por el que caminaban siempre apurados y de un lado para el otro decenas de ejecutivos de traje y tailleur. Sus compañeros del banco me daban la bienvenida, me saludaban con una sonrisa (quizá yo era la única irrupción de ternura en sus jornadas cargadas de clientes, de competencia y de balances) y a mí me encantaba sentirme bienvenida en ese mundo de adultos serios y bien vestidos, sentarme en el escritorio de mamá, jugar con todos los elementos de librería que tenía a disposición, ayudarla a pasar por la trituradora de papel los estados de cuenta que ya no servían, verlos convertirse en tiritas de papel que después me servían para armar muñecos con un poco de pegamento. Me di cuenta mucho tiempo después: para mí ser adulto era trabajar en una elegantísima oficina del centro. Para mí, la gente iba a la escuela y se formaba para terminar trabajando en el centro.

También me acuerdo del auto de mi papá avanzando por la Avenida 9 de julio, de noche, con el Obelisco como faro, entre los carteles de neón que publicitaban gaseosas y máquinas de afeitar. No estoy segura de que mis padres me hayan aclarado que estábamos transitando la avenida más ancha del mundo, pero estoy segura de que alguien se ocupó de hacerlo. A los argentinos –especialmente a los porteños– se les juega cierto orgullo en ese dato (no pienso chequearlo aunque tenga Google a mano, lo importante acá no es su veracidad).

Negocios vacíos y gente durmiendo en las veredas

En mi evocación, seguramente distorsionada, la Avenida 9 de julio se parece a Times Square, llena de colores, de luces, de estímulos visuales. No se parece en nada a la 9 de julio bastante venida a menos por la que estoy paseando hoy, cuando la adulta soy yo, aunque esté bastante lejos de usar tailleur y trabajar en una oficina del centro, porque tengo la suerte de trabajar desde mi casa y porque, incluso aunque tuviese que salir de ella, difícilmente me vestiría tan formal para ir a esa hipotética oficina que, pienso, tampoco quedaría necesariamente en el centro. Pues –como dice el título del proyecto artístico que hace unos meses produjo el Goethe-Institut Buenos Aires– el centro ha muerto.

¿Cuándo pasó? ¿Cómo pasamos del glamoroso y vibrante centro a esta zona de edificios antiguos, parisinos en su forma pero despintados, de negocios vacíos y gente durmiendo en las veredas? ¿Cuál es el momento exacto en que comienza un declive, en que una zona comienza a caerse del mapa?

Sigo paseando. No encuentro una respuesta que me satisfaga, supongo que la pandemia aceleró un proceso que ya estaba en marcha desde antes, pero sí sé que es algo que no sucede de un día para el otro, de una semana a la otra, ni siquiera de un año al siguiente. No sé si primero comienza el éxodo de los bares y de los restaurantes, que se afincan en otras zonas donde sí “están pasando las cosas”, o si las que se mudan antes son las empresas y se llevan consigo a los habitués de esos bares y esos restaurantes. No sé cómo es que los negocios terminan por decidirse a una mudanza ni cómo deciden adónde.

Pero creo que es un proceso que se da de forma tan paulatina como a veces el desamor: no existe el momento exacto en que sucede algo así aunque exista el momento epifánico en que uno se da cuenta de que las cosas cambiaron. Se habla mucho de la gentrificación, pero ¿existe una palabra que describa un proceso inverso, algo como "desgentrificación", para dar cuenta del proceso que afectó estas cuadras por las que estoy caminando ahora, mientras pienso en todo esto?

Planes de revitalización

Desde que la vida volvió a su cauce después del cimbronazo que generó el coronavirus, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires puso bastante ahínco en rescatar el centro del olvido. Tienen un plan. Un plan que incluye acciones artísticas y económicas, y consiste en fomentar la compra de viviendas y la reconversión de antiguas oficinas en casas de familia. El objetivo es transformar esta zona olvidada en un barrio residencial, repoblarlo. El centro tiene todo para lograrlo: buena conectividad (estaciones de metro y avenidas), edificios construidos a la vieja usanza, mucho más lindos que los modernos, cercanía con el río.

¿Lo lograrán, volveré a ver un microcentro pujante alguna vez? Presumo que, más allá de las necesarias acciones públicas, acá juegan más las leyes del mercado que las del Estado, porque hay algo que el Estado tiene dificultad para regular y el mercado sabe manejar a la perfección: el deseo humano. Solo me queda desear, como buena nostálgica, que alguna vez volvamos a desear habitar estas cuadras, para caminarlas recordando el pasado a su vez construyendo un presente.

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