El lado oscuro de la teoría política  Una mirada crítica

En un momento en que el nacionalismo blanco resurge, la obra de Hannah Arendt sobre el totalitarismo se cita a menudo como guía para nuestra crisis sociopolítica. Sin embargo, desde una perspectiva sudafricana, leer su obra revela una paradoja fundamental.

Después de un poco más de 30 años de democracia en Sudáfrica, en mayo de 2025 se celebró en la Oficina Oval de la Casa Blanca en Washington, D.C., una extraña reunión entre el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa y el presidente estadounidense Donald Trump, con el objetivo de “fortalecer las relaciones bilaterales”. El evento resultó ser más un truco político que una conversación diplomática seria. El presidente de Estados Unidos presentó recortes de periódicos sensacionalistas como si fueran documentos oficiales, acompañando cada imagen de esta peculiar selección con el comentario: “Muerte. Muerte. Muerte. Muerte”. Todo bajo el titular: Genocidio blanco en Sudáfrica.

En los días posteriores, los medios internacionales se preguntaron sobre la importancia de esta reunión. Innumerables comprobaciones de datos han demostrado: en Sudáfrica no hay un genocidio de las personas blancas, solo desigualdad y delincuencia rampantes. En este ejemplo, Sudáfrica no es considerado un Estado-nación soberano que negocia temas de comercio o diplomacia, sino que es presentado como una parábola de una “apocalipsis racial”. Los titulares no documentan una imagen realista del país, sino más bien una fantasía de victimización blanca, en un giro histórico en el que los primeros beneficiarios de las desposesiones del pasado se imaginan a sí mismos como privados de sus derechos.

Una extraña interdependencia de opuestos

Desde que los primeros barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales intentaron rodear y posteriormente ocupar el Cabo a mediados del siglo XVII, el territorio que hoy conocemos como Sudáfrica ha ocupado un lugar desproporcionado y perdurable en el imaginario racial global.

El país ha servido, en diversos momentos históricos, tanto como un ejemplo paradigmático de conquista imperial y dominación racial, como de crisol simbólico para sueños y solidaridades liberadoras. Sus contornos, moldeados tanto por las cartografías coloniales europeas como por las producciones intelectuales, culturales y políticas africanas, se extienden mucho más allá de sus fronteras físicas, adentrándose en los terrenos especulativos de quienes imaginan, cuestionan y reconfiguran el orden racial.

Durante décadas, quienes se han sentido inquietos ante la posibilidad o la realidad del gobierno de la mayoría negra han utilizado la imagen del campo de exterminio como recurso retórico, reinterpretando los cambios en la propiedad de la tierra o en las políticas estatales como amenazas existenciales para la supervivencia de la población blanca. Esta transposición metafórica de la memoria de las atrocidades europeas al contexto sudafricano, que transforma al Estado post-apartheid en un verdugo fantasmagórico, constituye lo que Achille Mbembe podría denominar una “inversión colonial”: una inversión en la que los beneficiarios de la dominación racial histórica se conciben a sí mismos como víctimas.

En el núcleo oscuro de esta operación retórica reside un profundo absurdo, que recuerda las reflexiones de Hannah Arendt sobre el totalitarismo y la “extraña interdependencia de los opuestos” que este engendra. Aquí, lo absurdo surge de la yuxtaposición de realidades mutuamente incompatibles: el mito del victimismo blanco junto con el continuo dominio estructural del capital blanco; la invocación del sufrimiento humanitario por parte de quienes, en muchos casos, ejercen dichas condiciones de explotación; el llamamiento a la solidaridad global por parte de aquellos cuyo privilegio se ha asegurado históricamente mediante la violencia sistémica. Son estas tensiones, donde la realidad y la invención, el agravio y la dominación, la atrocidad y la impunidad coexisten, las que caracterizan el actual clima político.

La reproducción de la imaginería colonial por parte de Arendt

En su obra Los orígenes del totalitarismo, Arendt critica duramente a los “fanáticos raciales de Sudáfrica”, considerando su obsesión con el orden racial como síntoma de una degeneración ideológica de la política que desemboca en la dominación brutal. Identifica los paralelismos entre el apartheid sudafricano y las lógicas exterminadoras del nazismo. Pero si bien se posiciona críticamente contra el crudo autoritarismo racial del apartheid, Arendt también reproduce, con escasa distancia crítica, las mismas jerarquías civilizatorias que lo sustentaban.

Consideremos esta afirmación suya:: “La raza fue la explicación de emergencia para aquellos seres humanos a quienes ningún europeo u hombre civilizado podía comprender y cuya humanidad asustaba y humillaba tanto a los inmigrantes que ya no les importaba pertenecer a la misma especie humana. La raza fue la respuesta de los bóers a la abrumadora monstruosidad de África, un continente entero poblado y superpoblado por salvajes, una explicación de la locura que los invadió e iluminó como ‘un relámpago en un cielo sereno’: ‘Exterminen a todas esas bestias’”.

Aquí, la estructura conceptual de la crítica de Arendt se basa en la reactivación de los tópicos coloniales. Los africanos negros son representados como “salvajes”, su presencia reducida a “la monstruosidad de África”, y su humanidad solo es visible como un problema para los europeos. La raza se presenta como una especie de medida de emergencia ideológica, pero los propios términos con los que Arendt describe esta “emergencia” están impregnados de la fantasía colonial blanca.

En otro fragmento, explica: “Los bóeres fueron el primer grupo europeo en distanciarse por completo del orgullo que el hombre occidental sentía al vivir en un mundo creado y construido por sí mismo […]. Perezosos e improductivos, se conformaron con vegetar esencialmente al mismo nivel que las tribus negras habían vegetado durante miles de años […]. El gran horror […] fue provocado precisamente por este rasgo de inhumanidad entre seres humanos que aparentemente formaban parte de la naturaleza tanto como los animales salvajes […]. Cuando los bóeres […] decidieron utilizar a estos salvajes como si fueran simplemente otra forma de vida animal […], se embarcaron en un proceso que solo podía terminar con su propia degeneración […], de la cual, al final, solo se diferenciarían por el color de su piel.”

Los africanos negros son descritos como seres que “vegetan” en un tiempo estático y prehistórico; su relación con la tierra se reduce a la imagen de “animales salvajes”; y el horror supremo no se narra como la violencia de la dominación colonial, sino como la perspectiva de la degeneración blanca. La “degeneración” que Arendt teme no es el colapso de un orden racial injusto, sino la disolución de la distinción racial misma, presentada como una decadencia civilizatoria.

Lo que surge, entonces, es una paradoja. Arendt denuncia el racismo segregacionista como “fanatismo”, al mismo tiempo que reproduce el imaginario colonial en el que la existencia negra se concibe como estancamiento, opacidad y naturaleza. Su seensación de horror no reside en la deshumanización de los colonizados, sino en la posibilidad de que los blancos puedan caer en la misma categoría de animalidad.

Arendt y Mandela

Esta paradoja cobra cuerpo en un drama más pequeño e íntimo: el episodio del Premio Balzan. Como relata David D. Kim en su ensayo en tres partes “¿Por qué Hannah Arendt no nominó a Nelson Mandela para el Premio Balzan?”, la historia comienza en 1963, un año turbulento para Arendt. Acababa de regresar de un breve descanso en Europa para encontrarse con una gran controversia por su libro Eichmann en Jerusalén. Al otro lado del Atlántico, Medgar Evers había sido asesinado en Mississippi; en Sudáfrica, el régimen del apartheid respondió a la masacre de Sharpeville con nuevas leyes represivas y detenciones masivas.

En ese mismo momento, el antiguo profesor de Arendt, Karl Jaspers, miembro del jurado del Premio Balzan para la Humanidad, la Paz y la Fraternidad entre los Pueblos, le pidió recomendaciones. Este premio, de reciente creación y de gran alcance, buscaba reconocer los “esfuerzos en favor de la paz entre las razas”.

Arendt se tomó la petición muy en serio. Organizó una reunión confidencial en París con el escritor sudafricano Dan Jacobson, quien le proporcionó información sobre posibles candidatos. Surgieron tres nombres: Alan Paton, el autor liberal del libro Llora, amada patria; Trevor Huddleston, el obispo anglicano inglés que había apoyado a los residentes negros de Sophiatown contra los desalojos forzosos; y Nelson Mandela, entonces en prisión. Jacobson le envió a Arendt los discursos de Mandela del Juicio por Traición, con correcciones manuscritas, junto con notas biográficas sobre su trabajo legal con Oliver Tambo y su liderazgo en la Liga Juvenil del ANC (Congreso Nacional Africano).

Uno podría pensar que Arendt, quien ya había diagnosticado a Sudáfrica como una “sociedad racial” en Los orígenes del totalitarismo, aprovecharía la oportunidad para recomendar a Mandela, la figura que encarnaba de forma más visible la resistencia a ese sistema y que estaba pagando por ello con su libertad. Pero no lo hizo. El 9 de agosto de 1963, Arendt envió el material de Jacobson a Jaspers junto con sus propios resúmenes biográficos. En primer lugar, mencionó a “TREVOR HUDDLESTON”, elogiando su testimonio cristiano, su compromiso con la no violencia y su popularidad entre los sudafricanos negros. De Mandela, señaló brevemente que era abogado, “negro” y descendiente de “jefes tribales”. Había organizado huelgas, vivido en la clandestinidad, sido traicionado por un informante y pronunciado “un discurso extraordinario” en su juicio. Pero lo relegó a un segundo plano.

Kim demuestra lo revelador que resulta este rechazo. Arendt no había leído detenidamente los discursos de Mandela, ni incluyó la biografía más completa de Jacobson al compartir los materiales. Enfatizó el carisma de Huddleston, su claridad moral y su reconocimiento en Europa, mientras que redujo a Mandela a unas pocas líneas superficiales, ensombrecidas por referencias al “terrorismo”. Para un premio destinado a reconocer la “paz entre las razas”, Arendt no pudo, o no quiso, ver a un revolucionario negro que había recurrido a la lucha armada como una figura de paz. Su imaginación política requería un testigo moral que encajara dentro del marco de la civilización; Huddleston podía encarnar ese papel, Mandela no.

La paradoja arendtiana

La paradoja reaparece: Arendt podía identificar el racismo como el fanatismo ideológico de los bóeres, pero en sus juicios, reproducía la jerarquía que pretendía criticar. Podía apoyar la lucha contra el apartheid, pero solo cuando estaba mediada por una figura blanca de conciencia cuya autoridad fuera comprensible para Europa. Podía reconocer el sufrimiento de Mandela, pero no su política. Lo que la aterrorizaba no era la larga duración de la dominación racial, sino el espectro de la violencia revolucionaria, el colapso mismo de las fronteras entre la política y la guerra que ella consideraba la ruina de la civilización.

En el episodio de Balzan, pues, la jerarquía civilizatoria presente en los escritos de Hannah Arendt se manifiesta de nuevo de forma sutil. La resistencia negra se presenta como excesiva, “fanática”, manchada por la violencia; la solidaridad blanca se eleva como la auténtica portadora de los valores humanos universales. Si bien, como argumenta Kim, la decisión de Arendt ha pasado desapercibida por quedar fuera de su obra publicada, no obstante, cristaliza la estructura de su pensamiento: una crítica del racismo que se detiene justo antes de la acción política negra, una denuncia del “fanatismo” que no logra desvincularse del imaginario colonial.

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