Andrea Mejía  Zorros salvajes

Wilde Füchse © Moisés Patrício

La escritora colombiana Andrea Mejía reflexiona sobre el significado del concepto de libertad, y sobre el papel que el conocimiento y la ignorancia tienen frente a la posibilidad de llevar una vida libre.

Hay una historia zen de un monje que ha sido transformado en zorro. Lleva muchas vidas viviendo su vida de zorro cuando se acerca a un monasterio a oír las enseñanzas de un maestro, lejos de los demás monjes, porque su forma lo mantiene apartado de sus congéneres en una soledad errante. Le cuenta al maestro: “He sido transformado porque una vez dije que podía liberarme de las causas que atan a todos los seres vivos. ¿Podrías decir algo para que yo no haya dicho lo que dije y pueda así recobrar mi forma humana?”. Luego tienen un diálogo aparentemente simple en el que el monje-zorro le pregunta al maestro si alguien muy sabio puede negar la causalidad. El maestro responde: “No. Y no lo hagas”. El zorro se inclina entonces en señal de reverencia. “Ya he sido liberado, y mi cuerpo de zorro, ahora vacío, está a las puertas del monasterio. ¿Podrías rendirle las honras fúnebres propias de un monje?” El maestro comunica a los demás en el monasterio que un monje ha muerto. Todos se sorprenden porque, que ellos supieran, no había ningún monje viejo o enfermo, pero creman como se debe el cuerpo del zorro.

Como muchas historias del zen, esta es una historia enigmática y bella. Me gusta tanto que de alguna manera quise guardarla en uno de mis cuentos, que lleva el nombre de “Zorros salvajes”. En él, tres niñas leen la historia del zorro monje, mientras afuera el mundo de los adultos corre con su violencia y sus peligros, y más afuera aún, rodeando y protegiendo a las niñas, las ramas de los árboles crecen en el silencio de la noche. 

¿Qué relación tienen la historia del zorro y mi cuento “Zorros salvajes” con la libertad? ¿Por qué llegó a mí esta historia como respuesta a la pregunta de dónde, o cómo, puedo ser, aunque sea por instantes, libre?

Tal vez porque creer que podemos liberarnos de las causas es creer que podemos escapar a las leyes supuestamente rígidas de la materia, según las cuales todo lo que es tiene una causa que anticipa su efecto, y lo determina sin que haya mucha posibilidad para la maravilla, para las transformaciones inesperadas, sin que haya lugar para la libertad. Olvidar esa ley, por ignorancia, o por descuido, o solo por la voluntad de negarla, puede ser creer que un estado elevado de conciencia, de sabiduría, que un don o un poder, racional o intuitivo, puede liberarnos de todo lo que ata nuestros cuerpos: el dolor físico y moral, la enfermedad, el hambre, el frío y la muerte. “Somos tan poco libres como los pájaros”: así lo dijo una vez el escritor colombiano Tomás González.

Pero la ambigüedad magnífica de la historia del zorro está en que negar la causalidad ha producido una transformación mágica. Y hay semillas de asombro en toda la historia: el cuerpo del zorro muerto a las puertas del monasterio, la repentina desaparición del monje. ¿A dónde se ha ido? ¿Por qué su libertad significa su desvanecimiento? ¿Y por qué fue posible deshacer por la palabra algo que también por la palabra había sido hecho? La historia misma sobre el encadenamiento causal de todo lo que existe es un pequeño acto de encantamiento.

¿Dónde podemos encontrar la libertad? Unos pueden decir: en el conocimiento. Pero quizá esta historia del zorro nos dice no, no es eso, no se trata solo de conocimiento. Es más, quizá solo en la obediencia al no saber y a lo desconocido, y en todas las restricciones que nos atan, en nuestra fragilidad y en los límites, podemos encontrar la libertad. Se trata de inclinarnos ante lo que somos, ante las cosas como son. Pero ¿qué son? ¿Y qué somos? Nos inclinamos entonces ante el no saber, ante el misterio que murmura en nuestras vidas, en imágenes como la del cuerpo de un zorro silvestre, pardo, rojizo, recién abandonado por la vida, y después ardiendo en las llamas transformadoras del fuego; el cuerpo del zorro recién entregado al resto de las cosas inanimadas del mundo, si es que puede haber cosas inanimadas cuando hay ojos vivos que las miran.

La vida trae el don del amor, el amor trae el don de la imaginación; por ella todo se mueve en un flujo cambiante, luminoso; por la imaginación la oscuridad puede proteger con sus ramas a tres niñas que leen la historia del monje que ha sido transformado en zorro por razones mágicas y desconocidas. La imaginación es un vestido de colores que hace que incluso la materia, lo visible, pero también el tapiz invisible de nuestros pensamientos y emociones se pueda transformar de manera incesante y libre. Que mis maestros me perdonen por una interpretación tan poco ortodoxa de esta historia tan bella.

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