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El idioma de la lluvia

Roland Schimmelpfennig. "El lenguaje de la lluvia" Foto: © SFISCHER Verlag (Fragmento de DIE SPRACHE DES REGENS [EL IDIOMA DE LA LLUVIA] de Roland Schimmelpfennig traducido por Ariel Magnus. EL IDIOMA DE LA LLUVIA será publicado por la Editorial El Cuervo.)

La ciudad sobre el mar era negra y alta como una torre, una construcción de hierro y acero, de tornillos y remaches, una montaña de caños, pasillos y escaleras, y después de haber pasado cerca de ellos, la ciudad dejó sobre el agua una película de petróleo.

La mujer joven y el hombre estaban sentados sobre las rocas junto al mar, no lejos de la desembocadura del río, y se quedaron observando la ciudad hasta que desapareció a lo lejos.
Detrás de ambos, maleza, verde, una ligera elevación y después campo plano y frondoso, casi intransitable.
Entremedio, un par de pequeños terrenos baldíos.
El calor.
Una calle. El río.
Más lejos: casas aisladas, edificios de viviendas y, detrás, las praderas, las fábricas, la refinería y la fábrica de acero sobre la llanura.
La ciudad era blanca, dijeron más tarde algunas personas, blanca o relucientemente blanca, pero la joven y el hombre habían visto la ciudad sobre el agua en la desembocadura del río con sus propios ojos: la ciudad era negra, y arrastraba tras sí una estela de petróleo.

Vinieron el domingo por la mañana, poco después de las nueve.
Antes de entrar al patio de cemento de la casa, gritaron desde el portón herrumbrado ordenando a la mujer que encadenara el perro.
Aparte de la mujer no había nadie.
Algunos de los hombres y mujeres llevaban uniforme, otros no. El perro del patio se volvió loco cuando entraron en el patio y en la casa.
Registraron la casa y no encontraron nada.
Los hombres y mujeres redactaron listas, confeccionaron un registro de las cosas que hallaron. Habitación izquierda: una cama de hierro, junto a la cama una mesa pequeña, sobre la mesa una lámpara, un peine, fotos familiares, sobre el suelo junto a la cama una pila de exámenes, segundo y tercer año, materia: Historia; en la pared sobre la mesa pequeña un retrato de la Virgen María (postal); junto a la mesa, un armario: camisas y faldas, pantalones, remeras, zapatos; en la parte inferior del armario: cajones con medias, ropa interior, viejas cartas, dibujos infantiles, fotos, entremedio una libreta.
El que encontró la libreta era el hombre que dirigía el allanamiento. El hombre llevaba uniforme.
En la libreta, el hombre encontró varias listas. La última lista decía: 2 gallinas, 1 paloma, 1 cabra, flores, 1 calabaza, 20 velas. Zapatos.
En una de las páginas vacías al final de la libreta, el hombre encontró su propio nombre: Ramiel.
La mujer estaba al lado.
—¿Qué es esto? —preguntó el hombre de uniforme a la mujer— ¿Qué significa esto?
La mujer no respondió.
La mujer y el hombre de uniforme tenían casi la misma edad, llegando a los cincuenta. Ambos eran de aquí, ambos habían nacido y crecido en la ciudad y se conocían desde su juventud.
La mujer, Maria, miraba por la ventana hacia la calle. La calle no estaba asfaltada, ni siquiera aplanada. Tierra marrón rojiza, charcos profundos, piedras, entremedio pasto.
Mucha gente de la ciudad no la llamaba Maria, la llamaba “la maestra”.
Maria miraba hacia el frente, al otro lado de la calle, a la casa de sus padres. Miraba a su madre, que estaba parada delante de la casa y observaba con preocupación, y junto a la madre estaba su padre, ambos personas mayores.
—¿Qué es esto? —había preguntado el hombre de uniforme, Ramiel, sosteniendo en la mano la libreta de la mujer en la que había encontrado su nombre, y la mujer había mirado por la ventana sin decir palabra.

 
Era domingo por la mañana, pero el marido de la mujer, cuya libreta había encontrado el policía, trabajaba esa mañana.
El marido de Maria era electricista profesional, pero también sabía trabajar con madera, sabía fabricar muebles y, más importante, colocar revestimientos y armar andamios, porque su padre había sido carpintero, hasta que el alcohol acabó con su vida. El viejo le había enseñado a su hijo lo que había podido enseñarle. El marido de Maria se llamaba Toni.
Toni sabía mezclar y verter cemento.
Sabía soldar, sabía colocar caños de agua y cables de electricidad. A lo único que no se animaba era al gas, a las cañerías de gas.
—No trabajo con algo que no puedo ver.
—La electricidad tampoco se puede ver —dijo el hermano del hombre, Freddi.
Toni miró a su hermano.
—¿Qué sabes tú de electricidad? No sabes nada de electricidad.
—¿Ah, no?
El hermano de Toni, Freddi, trabajaba en una de las fábricas emplazadas en la llanura afuera de la ciudad y a veces también trabajaba temporalmente en el matadero.
Mucho antes, cuando aún eran muy jóvenes, ambos hermanos habían trabajado durante un tiempo en la fábrica de acero.
Cuando la gente de la ciudad necesitaba arreglar algo, lo llamaba a Toni, y cuando Toni necesitaba para un trabajo un segundo hombre, lo llevaba a su hermano, Freddi. Freddi era más joven que Toni.
Ambos hermanos estaban trabajando desde la salida del sol sobre el techo de un edificio de viviendas de cinco pisos.
Habían reparado sobre el techo un tanque de agua grande y viejo. El viejo tanque era de madera. El trabajo con el tanque no era sencillo. La escalera que estaba apoyada sobre el tanque estaba podrida. Los hombres no tenían una escalera propia, ni tampoco se podía conseguir ninguna que fuera lo suficientemente alta.
Una vez que finalizaron la reparación del tanque, subieron al techo un tanque de reserva y caños de plástico mediante una cuerda que corría por una rueda adosada a un brazo. Ambos hombres armaron un andamio con tablas de madera, sencillo pero estable. El andamio era importante, a fin de nivelar la diferencia de altura entre los tanques.
Toni y su hermano izaron el tanque de reserva sobre el andamio hecho de tablas de madera. Entre los tanques del techo se formó un complejo entramado de cañerías.
Toni se bajó del techo y encendió la bomba que estaba abajo junto a la cisterna, pero desde la cisterna no subió el agua.
La bomba eléctrica era prácticamente nueva, pero estaba rota, no corría agua hacia los tanques.
Toni desarmó la bomba junto a la cisterna y a continuación volvió a armarla, aunque nunca en su vida había desarmado una bomba y vuelto a armarla, y después la bomba volvió a funcionar.
Subió de nuevo al techo.
Los tanques se llenaron.
—Bueno —dijo Toni más tarde—, puede ser. Es verdad que no se puede ver la electricidad. Pero uno sabe que está ahí, sabe dónde está. No la puedes ver, pero sabes dónde corre, sigue un camino, fluye por vías, ¿entiendes?
Toni era demasiado pesado para su tamaño, demasiado gordo. Se estaba levantando una tormenta. Parado sobre el techo, alzó la vista hacia el cielo oscurecido. Torció la cabeza.
—Pero el gas —dijo entonces Toni—, el gas… el gas está en todas partes.


Cortesía de la Editorial S.Fischer y de Roland Schimmelpfennig

 

Autor

Roland Schimmelpfennig Foto: © Adriana Jacome Roland Schimmelpfennig, nacido en Göttingen en 1967, es uno de los dramáticos contemporáneos más frecuentes en Alemania. Después de una larga estancia como periodista en Estambul, estudió dirección en la escuela Otto Falckenberg de Munich. Desde 1996 trabaja como autor independiente y desde el año 2000 ha escrito obras para grandes teatros como el Deutsches Schauspielhaus de Zurich

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