Marie Luise Knott  El juicio crítico de Hannah Arendt

Ilustración de Hannah Arendt sentada en el sofá Ilustración: © Eléonore Roedel

¿Cómo enfrentarse a lo incomprensible? ¿Cómo encontrar, tras la ruptura de todas las certezas, una nueva comprensión del mundo y de la política? Hannah Arendt abordó estas preguntas con una radicalidad intelectual que sigue fascinando hasta hoy. Un retrato de una pensadora que aún hoy nos anima a pensar por nosotrxs mismxs.

Cuantos más individuos tenga uno dentro de sí, tanto más posibilidades tendrá de encontrar, por sí solo, una verdad.

(Friedrich Nietzsche)

Ya sea en conferencias, entrevistas o ensayos, quien se acerca a la obra de Hannah Arendt queda inmediatamente fascinado por la libertad de su pensamiento. También por el grado en que esta pensadora —que no pertenecía a ninguna escuela teórica ni buscó fundar una— se dejaba conmover en su reflexión por la realidad, es decir, por lo que escuchaba, leía y veía. Se entregó a su tiempo, siempre en busca de comprenderlo y de “acercarse un poco más a la verdad”, como ella misma lo expresó alguna vez. Y hoy, como entonces, la lectura de sus textos convence precisamente por la forma en que logra sacudirnos —a ella misma, a sus contemporáneos y también a nosotros— de nuestros hábitos de pensamiento, perturbar nuestras certezas y animarnos una y otra vez a pensar por cuenta propia.

Biografía

Nacida en 1906 en Linden, cerca de Hannover, Hannah Arendt creció en Königsberg, aún bajo la influencia de la Ilustración: “Lo moral se entendía por sí mismo”, diría alguna vez. Pronto se trasladó a Berlín; durante sus estudios entró en contacto con el despertar intelectual de la modernidad a través de Martin Heidegger y Karl Jaspers. En 1927 aún se describía como “irremediablemente asimilada”, pero con el ascenso del nacionalsocialismo y el creciente antisemitismo, comenzó a reflexionar sobre su judaísmo y el sionismo. En 1933 huyó a París. En 1940, tras la invasión alemana, fue encarcelada. Ese mismo año logró escapar a Nueva York con ayuda de una organización estadounidense de apoyo a refugiados, junto a su segundo esposo, Heinrich Blücher. Allí vivió y trabajó hasta su muerte en 1975 como una teórica política comprometida y combativa —en constante diálogo con Platón, Mary McCarthy, Baruch Spinoza, Immanuel Kant, Franz Kafka, Karl Jaspers, William Shakespeare y Emily Dickinson.

Toda la obra de Hannah Arendt está atravesada por una pregunta fundamental: ¿cómo seguir adelante después de lo ocurrido en 1933 y, más aún, tras lo que sucedió en los campos de exterminio a partir de 1941? Ante la “absoluta falta de sentido” de la “fabricación de cadáveres”, que había revelado “la caída de nuestras categorías de pensamiento y criterios de juicio”, el mundo, bajo el nacionalsocialismo, se le había transformado en un espacio vacío, habitado únicamente por individuos, sobrevivientes, cuyo intercambio —según su esperanza— podría algún día volver a fundar un mundo.

Su primera gran obra, Elementos y orígenes de la dominación total, que comienza con un análisis histórico del antisemitismo y el imperialismo, se centra en su parte final en el poder totalitario de la ideología y el terror, así como en el sistema de los campos de exterminio. Arendt sostiene que, aunque no se puede conceptualizar el mal radical, el dominio totalitario, “en su empeño por demostrar que todo es posible”, reveló que ese mal radical realmente existía. Después de todo, se les conocía: los fanáticos cada vez más radicalizados y los sádicos que habían convertido el mandamiento “No matarás” en “Debes matar”.

Activa

La defensa de la libertad marcó desde entonces toda su obra. En Vita activa, o Lo que hacemos cuando actuamos, Arendt abrió en 1956 una brecha a favor de la libertad de la acción política. Allí se leía que el ser humano trabaja por necesidad y, al producir, crea objetos duraderos; pero es más que un animal laborioso o un artesano, más que un ejecutor de leyes naturales o históricas, más que un agente del progreso. Y ese “más”, que toma forma en la acción libre y compartida, debía ser recuperado, sobre todo frente al avance de una mentalidad dominada por la lógica de lo inevitable. Arendt subrayó en varias ocasiones la necesidad de que las pasiones —que desde el inicio de la modernidad llevaban una “existencia sombría”— volvieran a formar parte de la vida pública, de la acción. No sorprende, entonces, que en su obra se hable no solo de la “búsqueda de la felicidad”, sino también de la “carencia de mundo” que produce el dolor. Porque la experiencia individual del sufrimiento nos arrebata con demasiada frecuencia el lenguaje, y con ello nos separa de los demás.

También en su estudio sobre la revolución, en su informe sobre Eichmann y en sus ensayos políticos de los años sesenta —como Poder y violencia o Verdad y mentira en la política—, Arendt se ocupó ante todo de la defensa de la libertad. El encuentro con la figura de Adolf Eichmann durante el juicio en Jerusalén la perturbó profundamente: que alguien se presentara con tanta diligencia y justificara su participación directa en el asesinato masivo alegando que simplemente había cumplido con su deber —eso la sacudió.
 
¿Era posible que hubiera personas que jamás hubieran conocido la convicción, el honor y la dignidad humana?
¿Era el mal, entonces, banal en la medida en que carecía de pensamiento o se presentaba como tal, y se basaba en la obediencia ciega? ¿En qué consistía la responsabilidad —condición fundamental de la libertad? ¿Era posible que el nacionalsocialismo estuviera transformando por completo la esencia del ser humano? ¿Podía suceder que la manipulación y la desinformación sometieran por completo a los miembros de una comunidad al dominio de una camarilla o de un gobernante, hasta el punto de que las palabras y los actos se desvanecieran en servilismo y obediencia?

Quien desea ser libre y llegar por sí mismx a un juicio propio debe liberarse de dos cosas: del miedo al presente y al futuro, y de la presión social del entorno. Pero la pregunta que el encuentro con Eichmann planteó para Arendt fue: ¿era posible que hubiera personas que jamás hubieran conocido la convicción, el honor y la dignidad humana? Y si eso era así, ¿qué implicaba para lo político?

Retractarse

Ante el hecho de que, como para tantos otros, el suelo de los hechos se había convertido para ella en un abismo bajo el nacionalsocialismo, Arendt recurría una y otra vez al saber y a la fuerza liberadora de la poesía. “Más libre por la retracción / se alegra la facultad”, citaba de La paloma que se quedó fuera de Rainer María Rilke. Ese verso era todo un programa: la capacidad de hablar y de actuar necesita la posibilidad de la “retracción”. En el decir y el contradecir, los seres humanos —los muchos y diversos— crean el espacio público y negocian entre sí su mundo.
Aún hoy, y probablemente también en el futuro, su voz seguirá estando presente en todas partes.

 

Al hablar, humanizamos la realidad, ampliamos nuestras ideas, y quizás las transformamos. Así, lo perturbador, lo nuevo que se nos presenta, puede manifestarse en el lenguaje. Y así, finalmente, podemos llegar a juzgar, sabiendo bien que todo juicio es provisional, y surge de constelaciones concretas, de contextos, de conversaciones y de contemporaneidades.

Cuando Hannah Arendt muere en diciembre de 1975, The New Yorker escribe: “Hace algunos días murió Hannah Arendt, a los sesenta y nueve años. Sentimos un estremecimiento, como si se hubiera retirado un contrapeso frente a toda la sinrazón y corrupción del mundo.” Y también: “Veneraba a los poetas del mundo, como si no supiera —¿es posible que no lo supiera?— que el pensamiento mismo, cuando era suyo, se convertía en poesía.”

Con su muerte, su obra se desprendió de la persona y comenzó lo que ella alguna vez llamó “su incierto y siempre aventurero recorrido a través de la historia”. A finales de los años ochenta, sus escritos impulsaron movimientos de la sociedad civil tanto en los países de Europa del Este como en Sudáfrica. Aún hoy, y probablemente también en el futuro, su voz seguirá presente allí donde se luche por la libertad, la responsabilidad y el “riesgo de lo público”.
 

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