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Ejercicios de memoria en un galpón abandonado: segunda parte

Restan dos horas para que culmine la muestra final del Curso de Especialización en Dramaturgia y Teatro Político, en Lima. Segunda entrega de la jornada.  

Teatro y memoria
Escena de la obra "El Lonche" | Foto: © Claudia Córdova
Nuevamente una voz nos convoca. El público disperso, desordenado, acaso por este mismo cansancio. Somos congregados a mirar hacia la entrada del cine. Hay música, una mujer canta y otra mujer habla. Una mujer, que al tanto la sentimos cargando el peso de una “x”. Una trans, una queer, un hombre trans que comienza a contar su testimonio. Pues, ¿por qué no? Pero hay algo raro en todo esto. Su condición es un presente de violencia, ella-hermana de un campesino desaparecido, ella-hermana Antígona que sale a la zaga del cadáver de su hermano. Una superposición de la violencia, pues ella es también tratada como algo digno de hacer desaparecer. Al fin, la soledad, la más absoluta (o “perpetua”) soledad, solo en presencia de la cantora. Y pienso: cuántas historias sin épica, cuántas historias secundarias. Cuántos dolores que se vivieron solo en la intimidad, tal vez, porque algunos no tenían el derecho de hacerlos públicos. Un trabajo inquietante, que abisma, es este de “Momentáneamente perpetua”.

Ahora nos volvemos hacia el fondo, donde encontramos “Reconstruyendo a Maquiavelo”, la historia de una mujer que reconstituye la de su padre y con ello la complejidad de un contexto histórico. Es una puesta en escena bien lograda, la cual trabaja sobre dispositivos documentales, elementos simbólicos y rituales. La fuerza del texto radica nuevamente en usar la no-ficción y la pequeña biografía, en centrarse en situaciones aparentemente insignificantes o que constituyen la pequeña épica del hombre común: sus momentos de soberanía diría Bataille. “Reconstruyendo a Maquiavelo” es una reflexión sobre trozos de la vida de un hombre común, sobre una experiencia que se vuelve histórica por medio del ejercicio perfo-dramatúrgico.

Nos volvemos hacia la derecha para asistir a un interesante ejercicio, el simulacro de un encuentro por Skype, mediante el cual una joven descubre el pasado senderista de su padre, y le cobra a la madre el que nunca le haya contado. Una buena idea que habría sido redonda si jugara con la performatividad de todos los formatos, incluida la grabación. Si esta hubiese sido en vivo, creo que habría logrado toda la intensidad que se proponía. Entonces nos desplazamos a otro lado. Sin duda, las dos primeras acciones nos pusieron a tono, estoy entregado, mucho más inmerso que al inicio, a pesar de lo dispar de las siguientes propuestas, estas parecen querer entrar en diálogo con lo anterior.

“Paraíso”, en un formato performativo-ritual, nos recuerda a “Despertares”, aunque en un tono algo más biodramático. Un texto que trama una lectura del pasado reciente del Perú en correspondencia con hitos de la vida de la autora. Luego está “El Lonche”, un ejercicio teatral que pretendía poner en tensión diversas posiciones acerca del compromiso militante de un padre, enfrentado a sus hijos, quienes de modos distintos le pasan la cuenta de su ausencia. Un interesante material, que es posible imaginar como una pequeña pieza de aprendizaje al estilo brechtiano. En vez de enfatizar en la realidad de los personajes, se detiene en los discursos, y le otorga al discurso del padre una fuerza que permite contrastar la fuerza de la posición de la hija y la impotencia de la madre.

Lo que vino después propongo leerlo como una sola unidad. Sin duda el conjunto de estos últimos cinco montajes constituyó para mí el momento más pleno de este ejercicio, no solo por la calidad de los trabajos, sino porque aconteció la propuesta de inmersión imaginada por los directores de esta muestra, Chaska Mori y Sergio Llusera. Experimenté una experiencia de flujo en la que no se diluían las partes; por el contrario, lograban desde sus particularidades, dialogar como piezas de una máquina inorgánica. Artefactos que conversan, que divergen, se tensan, se interrumpen. Un ensamblaje que construía una auténtica dramaturgia topológica.

El primer momento: “Cayar o los silencios”. Una hija de un militar, que ha vivido toda su vida en el régimen protegido de los cuarteles, descubre a partir del ejercicio del recuerdo la participación de su padre en una matanza de campesinos. Aquí la deuda deviene en conflicto, ella no le cobra al padre; le exige más bien una reparación de una justicia histórica. Pero en esa insistencia casi edípica, genuinamente edípica (y juego con las versiones trágicas y freudianas del término) ella descubre que la Historia se construye cotidianamente desde las historias particulares. Descubre que la historia no es solo dar cuenta de hechos; es también enfrentarse al olvido, a la pregunta por el olvido, al por qué se omite, al por qué a veces necesitamos olvidar. Un texto muy bien armado, que nos va invitando a entrar poco a poco en la complejidad del tema. Cuando nos damos cuenta ya es demasiado tarde, nos convertimos, de alguna manera, en cómplices de la performer, sea por lo que hemos hecho, sea por lo que hemos dejado de hacer. Para mí, el momento más álgido.

Entonces el grupo es dirigido hacia el extremo derecho del galpón, llevado por esas voces acusmáticas, se va colocando alrededor de una pequeña tarima. Sobre ella, una mujer, bien vestida, otra clase social. ¿Una abogada? ¿Hija de una madre abogada o psicóloga?. Hija de una terapeuta, una mujer fuerte que trabaja en la cárcel con los “peores” enemigos de la nación: los terroristas. La hija también recuerda. Ella también tiene una versión de los hechos. Ella que no ha vivido en carne propia la situación del terrorismo, sino como niña, en la que los apagones son instantes felices de reunión y juego familiar. Ella también recuerda. Y su experiencia nos devuelve preguntas. Por momentos la condición de víctima y de victimario se torna porosa, tanto subjetiva como temporalmente. El mundo no se divide entre los perpetradores y los represores. Están también los cómplices, especie de voz media, que actúa en el secreto o en la omisión.

Al final, son cómplices también los civiles que mantenían sus privilegios mientras una clase social, el campesinado, era explotado y muerto. Eran cómplices aquellos que pusieron bombas de forma irresponsable, o aquellos que apoyaron discursivamente estas acciones, eran cómplices aquellos que apoyaron sin reflexión la represión de los militares. Un texto aparentemente sencillo, pero que habla desde una verdad, esa es la clave en esta última parte. Hablar con la verdad propia, la verdad particular. Sin buscar saldar deudas o conciliar un efecto postraumático. Hablar con la propia historia: seguimos en la mesa de disección, seguimos en ese teatro anatómico.

Ahora miramos hacia el fondo, ya no a la perspectiva amputada del vestíbulo del viejo cine. La intimidad se torna espacio. Un hombre joven que va construyendo su historia, pero para llegar a la de su padre. El padre, en nombre del padre, otra vez, la deuda, otra vez la urgencia vital de lo autobiográfico. La memoria se espacializa esta vez, la vida de su padre contada en hitos que van marcando sitios y estos sitios, gestos. Un ritual de autosanación, en el que voy teniendo la certeza de que asisto a un suceso radicalmente irrepetible. Que lo que está aconteciendo ahí es por primera y única vez, el ejercicio dramatúrgico devenido performance en toda su plenitud: un biodrama en tiempo real. Al final, el padre completa la acción, al final el reconocimiento del hijo, de una vida difícil, de una vida simplemente. El rito de la más arcaica de las comunidades: la familia, que no es el núcleo de nada, simplemente la organización más básica de los mamíferos, pero nunca inmune a los contextos políticos.

La siguiente propuesta, “Elidia”, es una historia también en corte biodramático, pero en este caso la voz del narrador se transforma en un testimonio omnisciente de una “buena acción”. Faltaron contrastes, faltó la voz del otro, de la niña, faltó saber si aquella adopción era una salvación paternalista o un llamado a la superación de su condición de subalternidad.

El montaje final es, sin duda, un gran remate, una excelente elección de los directores de la muestra. Su título quizá marca el espíritu de esta experiencia de inmersión en la memoria: “Este cuento no ha terminado” es un trabajo que rebosa teatralidad, un ejercicio directo con mucha ironía inteligente. Hace presentes las contradicciones de la memoria, nuevamente la porosidad entre víctima y victimario, entre aquellos y los cómplices silentes: los habitantes comunes y corrientes de Lima, que seguían en la normalidad de su vida, mientras en la provincia ocurría la guerrilla. Las contradicciones de una historia que no termina de ser contada, gracias a “dios” o gracias al teatro.

El humor se agradece cuando detrás de ello hay todo lo contario a banalidad. El humor aparece como un modo de soportar, de vérselas con el trauma. Un ejercicio redondo con un texto que mezcla materiales y dimensiones diversas: a veces es la historia de los propios actores, a veces ellos toman momentáneamente el lugar de otros. A veces, ellos nos interpelan, nos convierten en esos cómplices pasivos, reproducimos esa actitud de no querer saber, de no querer enfrentar. El último trabajo no solo cierra la muestra; a modo de corolario nos dice que el ejercicio de la memoria en Perú recién comienza y augura no solo su dificultad, también su urgencia.

¿Qué es dramaturgia? El taller partía desde la convención de que dramaturgia, en general, es sinónimo de escritura para el teatro. Pero esta muestra tensionaba este mismo supuesto. Dramaturgia no es otra cosa que la función de relato de la escena. La dramaturgia es solo el entramado de acciones que puede residir en un texto escrito, en un cuerpo actoral o en la visualidad del espacio. Dramaturgia es la invitación a un flujo de intensidades, una secuencia, que aunque se piense desde el texto como un a priori, siempre está pensando performativamente, pues de lo que se trata es de mantener la atención, la alerta, el cuidado o la preocupación sobre aquello que quiero decir. La dramaturgia es un flujo intensidades proyectado performativamente para mantenernos en la alerta de un aquí y ahora de un performance.

Desde este punto de vista había muchos proyectos dramatúrgicos. Siento que, en general, aquellos que insistían en lo biográfico en tanto tal y eludían la ficción contenían una especial potencia. Es decir, cuando la propuesta se desenfocaba del lugar habitual, de los tratamientos temáticos esperables, cuando trabajaba sobre dispositivos documentales o convertían su propia historia en documento, esto permitía distanciamiento y contrastación. Había menos fuerza, a mi juicio, cuando se construía una ficción literal de lo real. Cuando reiteraban la victimización por medio de un relato emotivo o simplemente emotivo. Sin duda, también había propuestas interesantes de corte tradicional, en las que la ficción lograba plasmar el dolor de una situación. Al final, no se trata de los estilos, se trata de aquello que busco producir en la audiencia. Se trata de provocar reflexiones y no soluciones. Se trata de entender que la memoria se torna colectiva en el teatro, y la memoria colectiva es un hilo de Ariadna sin fin.

Tal vez, a lo que he asistido sea algo que pone en límite la propia condición de la obra de arte, que propone al arte como una urgencia, una posibilidad de pensar el presente intempestivamente. Lima oscurece, lo que había partido como sopor de insomne se ha transmutado en exultación. Me siento privilegiado de haber podido compartir esta experiencia de memorias con otros latinoamericanos, que a pesar de estar tan cerca, estamos tan lejos. El cine cierra, ahora este galpón abandonado está abarrotado. 

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