Reflexiones sobre la razia en el Pussy Palast
¿Un Espacio Sin Policía?

No-Cop-Zone
© William Craddock, Foto: Michelle Kay

Toronto es la ciudad natal del primer baño para mujeres queer en Norteamérica: el Pussy Palace, que después fue rebautizado como Pleasure Palace por respeto a la diversidad de los cuerpos femeninos. En el año 2000 la policía hizo una razia en el Pussy/Pleasure Palace (PP) y acusó a dos voluntarias por supuestas irregularidades en la licencia para vender bebidas alcohólicas. En 2004 los organizadores ganaron una indemnización de $350,000 dólares canadienses, en el marco de una queja por violaciones a los derechos humanos contra la Policía de Toronto. Gracias a esto, la Policía se vio obligada a cambiar sus reglamentos para catear y arrestar a personas trans.
 

De Chanelle Gallant

Yo fui una de las organizadoras del PP. Lo que siguió después de la razia, en ese momento lo consideré en gran parte como un éxito: se habían retirado las acusaciones contra nuestros amigos, ganamos nuestra queja por violaciones a los derechos humanos y grandes organizaciones de base recibieron dinero gracias a la indemnización. Pero ya en ese entonces tuve dudas, que aún sigo teniendo y que después se convirtieron en preguntas de mayor relevancia. ¿Fueron nuestros éxitos contra la razia del PP parte de una creciente tolerancia hacia la Policía y el procesamiento penal en la política LGBTQ+? ¿Contribuimos para llegar al punto en el que ahora nos encontramos, en el que muchas personas queer creen firmemente que la Policía debe tener un lugar en nuestra comunidad?

MUCHAS DE LAS RESITENCIAS QUEERS COMIENZAN CON LA RESISTENCIA CONTRA EL ABUSO POLICIAL

En la época en que sucedió la razia, la policía de Toronto reforzó sus intervenciones contra negocios gays y lésbicos. En junio y julio de 1999 la policía cateó el Bijou, un bar para hombres en Toronto. Se levantaron acusaciones contra 18 parroquianos por conducta inmoral, el bar fue acusado de violar la licencia para vender alcohol y se acusó a un empleado de obstruir la justicia. Al final todas las acusaciones fueron retiradas. El bar debió cerrar pero fue vuelto a abrir, aunque se le retiró la licencia para vender alcohol. En marzo y abril de 2000 la policía irrumpió en las fiestas nudistas para hombres en The Barn y acusó al local de permitir conductas inmorales en relación con la Ley para la Venta de Alcohol (Liquor Licence Act). Después, a las 12:45 horas del 15 de septiembre, cinco policías varones de la Sección 52, todos fuertes e intimidantes, ingresaron al Pussy Palace. Cuando la mujer en la entrada les aclaró que se trababa de un evento sólo para mujeres, le advirtieron que la podrían de acusar de obstruir la justicia si no los dejaba pasar. Los policías se repartieron y catearon cada rincón del lugar hasta las 2:15 horas. Aunque había muchas mujeres desnudas o semidesnudas, se nos impidió explícitamente advertirles de la presencia policiaca, misma que molestó sobremanera y afectó emocionalmente a muchas de ellas. Muchas de las participantes en el evento salieron del Pussy Palace durante o inmediatamente después de la razia. Si vemos en retrospectiva la rebelión de Stonewall y la época anterior a ella, resulta que muchas de las resistencias queers se dieron contra el abuso policial.

Hay algunos detalles de importancia para entender lo que la razia del PP significó para algunas políticas queers relevantes. Lo primero es que la razia comenzó con policías mujeres infiltradas, que vigilaron de manera muy completa la fiesta y tomaron notas sobre el sexo queer público, que luego se convirtieron en propiedad policiaca. (La rebelión de Stonewall, en junio de 1969, comenzó también con agentes policiacas que juntaron evidencia sobre los parroquianos del Stonewall antes de solicitar a policías varones uniformados que avanzaran.) No fue sino después de la entrada de las policías mujeres que los policías varones irrumpieron en el lugar, ignorando el control de seguridad que había en la puerta. Tanto la policía encubierta como la uniformada reunieron evidencias, lo cual demuestra que querían levantar acusaciones sexuales contra las asistentes: la Policía confiscó el letrero de un “cuarto porno” y tomó notas en la habitación donde había un columpio BDSM. Después de la razia, la Policía dio varias explicaciones de por qué había realizado la inspección, de las cuales ninguna se consideró fundada ni por la comunidad LGBTQ+, ni por la Prensa en general y ni siquiera por el tribunal.

La razia provocó furia en muchos miembros de la comunidad LGBTQ+, entre ellos también en quienes en 1981 se habían visto afectados por las brutales razias en baños de hombres. El acoso por parte de policías varones heterosexuales parecía ser un giro particularmente sexista en la constante historia de los ataques policiales a las comunidades LGBTQ+. Después de que las organizadoras hubieran sostenido un encuentro comunitario para formular una respuesta, cientos de personas se lanzaron a las calles de manera espontánea, y marcharon a la Jefatura de Policía al son de la consigna “Pussies bite back” (las pussies también muerden).

la defensa

La estrategia de defensa del abogado principal se basó en la argumentación de que todas las evidencias eran inaceptables, puesto que los policías varones (pero sólo ellos) habían violado el derecho constitucional de las afectadas a que se les protegiera de la discriminación sexual. Los abogados argumentaron que las acusadas –y todas las personas presentes en el club durante aquella noche– habían sido sometidas a un cacheo por parte de policías varones. La defensa habló de las personas trans que habían estado presentes en los baños de una manera que veló y anuló sus identidades sexuales con el fin de afianzar el argumento de que se había tratado de hombres haciendo una “razia de pantaletas” sexista. A pesar de que nunca se discutió explícitamente, se dio por sentado que todos los policías varones eran heterosexuales. Los comentadores en medios queers retomaron este argumento. Los típicos titulares sobre la razia tenían títulos como “Voyeurs: policías molestan en un baño lésbico”.
 
Sólo pocos observadores plantearon la pregunta por nuestro derecho a que no se nos vigilara en absoluto. En lugar de eso, el juez Peter Hyrn partió de la opinión ampliamente difundida sobre la razia de que los agentes policiacos varones habían cometido una “violación visual”, porque observaron a mujeres desnudas quienes, justificadamente, habían partido del hecho de que no habría hombres presentes (de quienes se dio por sentado que eran heterosexuales).
 
Sin embargo, las agentes policiacas mujeres habían hecho más que observarnos mientras que estábamos desnudas: nos habían observado y filmado mientras que teníamos sexo; algo que los policías varones no hicieron. Y como las policías, a diferencia de sus colegas hombres, habían estado encubiertas, no tuvimos posibilidad de protegernos frente a sus miradas. Una serie de testigos mujeres durante el proceso confirmó que la presencia de las policías mujeres no las había inquietado ni había sido motivo de preocupación. El juez y un amplio público, tanto queer como heterosexual, parecía estar de acuerdo: el problema eran los hombres lascivos, y no el hecho de que la vigilancia en sí misma resultara invasiva.
 

Como miembro del colectivo que organizó el Pussy Palace de 2000 a 2003, sentí pánico al saber que la policía estaba en el lugar.

Para mí sí hace una diferencia que estuvieran presentes hombres (presuntamente) heterosexuales, que sintieron placer sexual ante nuestra desnudez. Es de suponerse también que nuestro miedo y nuestro acorralamiento los excitaron. No quiero que se minimice el efecto traumático que esos policías tuvieron sobre las mujeres durante esa noche. Muchas de las mujeres –también yo– son sobrevivientes de la violencia sexual masculina.
 
El problema que veo en esto es que, al enfocarnos en el sexo de los policías hombres, legitimamos el derecho de la policía a penetrar en nuestros espacios privados mientras que quienes lo hagan sean policías mujeres. Pero esa noche también las agentes mujeres ejercieron el violento poder del Estado.
 
¿Qué pasa con sus deseos inadmisibles? (Sus orientaciones sexuales nunca se discutieron ni se consideraron relevantes.) ¿Qué pasa con la forma en que esas mujeres policías nos maltrataron? ¿Qué pasa con el hecho de que ellas, al ser agentes estatales, también contaban con el poder de definirnos, de levantar acusaciones, de llevar a cabo cacheos y de abusar de nosotras, y de denunciarnos ante las autoridades de inmigración o la Oficina de Protección a Menores? ¿Qué pasa con su poder para ejercer abuso sexual como policías, quienes, en la mayoría de los casos, están por encima de la ley y, por tanto, rara vez son llamadas a rendir cuentas por ejercer violencia sexual?

Los “gays buenos”

Cuando hace poco volví a leer la queja que elaboramos sobre la violación a nuestros derechos humanos, me provocó un cierto shock ver que habíamos exigido que la policía contratara de manera activa a agentes que pertenecieran a la comunidad LGBTQ*. En ese entonces tenía yo la sensación de que la policía era un mal necesario, una forma de poder terrible, casi siempre usada de manera errónea pero necesaria para el bienestar general. Pero un puño con los colores del arcoíris sigue siendo un puño. No sabía que teníamos otras posibilidades. Desde entonces, nos hemos enterado de que hay movimientos liderados por personas negras e indígenas que luchan para eliminar las prisiones y los cuerpos de Policía y para que se les sustituya por alternativas más efectivas, más justas y más humanas.
 
La defensa hizo su mejor esfuerzo para proteger a las acusadas del PP de ataques e intimidaciones sexistas y homofóbicas por parte de la policía. Pero, como activistas, dejamos pasar la oportunidad de insistir en una agenda que va más allá de darle una mano de pintura con los colores del arcoíris a la Policía y, en lugar de eso, cuestionar, por principio, el derecho de la Policía a vigilar a nuestras comunidades.
 
El procesamiento jurídico de la discriminación específica de género ejercida por policías varones nos exigió recurrir a argumentos transfóbicos sobre la pertenencia a la comunidad queer y nos obligó a aceptar la suposición de que el trabajo policial puede ser justo. Esta concesión conforma el contexto histórico para la situación actual, en la que muchos miembros privilegiados de la comunidad LGBTQ* quieren ser vistos como los “gays buenos”, que lo son por distanciarse de las personas transexuales discriminadas y criminalizadas, aunque en realidad son ellas las que echaron a andar nuestro movimiento.
 
Una revolución que se inició con una lucha de tres días llevada a cabo por mujeres de color transexuales, drag queens y jóvenes sin techo contra la opresión policial en Stonewall se ha transformado en un movimiento en el que muchos miembros privilegiados de la comunidad LGBTQ* insisten en que los agentes policiacos forman parte de nuestras comunidades y de nuestras marchas del orgullo.
 
A las comunidades LGBTQ* se les está arrebatando cada vez más el potencial para cuestionar las inequidades estructurales y para exigir un cambio institucional radical. Entonces, quiero hacer notar: muchas personas queers no sólo queremos que la Policía desaparezca de nuestras recámaras, nuestros desfiles y nuestros baños. Queremos que la Policía sea eliminada por completo. Espero que sigamos luchando por ello.
 
Este ensayo se tomó de la antología Any Other Way: How Toronto Got Queer (Coach House Books, 2017)
Para mayor información sobre la colección de ensayos, consultar: https://chbooks.com/Books/A/Any-Other-Way

 

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