Perú
Las mujeres en el país de todas las sangres

Las mujeres en el país de todas las sangres
Las mujeres en el país de todas las sangres | Foto: © Karen Bernedo Morales

De Narda Henríquez Ayín (PUCP)

A lo largo de las últimas cinco décadas las mujeres han tomado la palabra como experiencia colectiva masiva, constituyendo una masa crítica en modalidades diversas, mujeres de base por la subsistencia, colectivos feministas, así como activistas de derechos humanos, defensoras del medio ambiente, colectivos de mujeres afro, LGBTI, etc.

Poner en evidencia que los asuntos de la vida cotidiana y los del ámbito doméstico también están atravesados por relaciones de poder y violencia, ha sido un largo proceso que ingresa al debate público en los años setenta.  Una nueva forma de política surge con el desempeño de las mujeres en la escena pública que tiene en el Perú dos ejes claves: la alimentación popular y la violencia doméstica.  Sus protagonistas, mujeres de base y colectivos feministas que en los noventa por fin logran la atención del Congreso con las primeras disposiciones legales.

Reconocerse como sujetos de derechos ha sido para muchas mujeres un aprendizaje en medio de violencias cotidianas y políticas. Por un lado, la expansión de la educación y las experiencias organizativas favorecieron procesos de autoreflexión colectiva sobre sus condiciones y oportunidades, su sexualidad y derechos reproductivos, y se configura un discurso feminista como propuesta libertaria transgresora de los mandatos conservadores y autoritarios de la época.  En otros casos este aprendizaje se produjo en medio de situaciones de violencia y discriminación, como es el caso de las señoras afectadas por el conflicto armado y las afectadas por las esterilizaciones forzadas, en contextos de depredación ambiental y contaminación que daña a diversas comunidades de la selva.

En los últimos años, las mujeres organizadas, jóvenes, profesionales, activistas y artistas, en acciones ciudadanas fueron contingentes activos en la política nacional. Movilizaciones como “Ni una menos” se manifestaron en las redes virtuales y en la calle contra el feminicidio y la violencia de género. Estas movilizaciones al lado de otras demandas en torno a la defensa de los territorios, las violaciones sexuales y las esterilizaciones forzadas, los derechos LGBTI, confluyeron en el debate durante los procesos electorales entre el 2010 y el 2016.  Este ímpetu republicano logró que la representación femenina en el Parlamento alcanzara el 27.7% en el período 2016. Entre ellas un sector progresista de jóvenes mujeres con una activa agenda de género.

A pesar de los esfuerzos de la sociedad civil, los cambios son lentos y las políticas insuficientes.  En Perú, las cifras alarmantes de feminicidio (121 en el 2017 a 149 en el 2018 y 166 en el 2019) y violencia, las altas tasas de embarazo adolescente, la intolerancia y la discriminación, constituyen serios flagelos. Hay manifestaciones abiertamente brutales de violencia y formas poco visibles de exclusión y discriminación.

Los Centros de Emergencia Mujer reportaron que, entre enero y marzo del 2020, se produjeron 12,014 mil casos de violencia (física, psicológica y sexual) contra niñas, niños y adolescentes, el 64% contra mujeres. Se reportaron casos de violencia sexual y de violaciones (1105), el 92% de ellos a niñas y adolescentes.  Esta situación se vuelve más grave con el confinamiento por la emergencia sanitaria, que obliga a convivir con el agresor. Cuando la pandemia se instala desigualdades preexistentes cobran dramática visibilidad.  Esto significa mayor sobrecarga para las mujeres.

En el Perú debemos tomar en cuenta los contextos diversos y estructurales en que se desenvuelven las vidas de las personas, sus límites y posibilidades. En medio del boom y del fin de las industrias extractivas, las desigualdades sociales persisten, así como el trabajo por cuenta propia y las brechas de género.

La mayor parte de la población ocupada el 2016, lo hacía en empresas de menos de 5 trabajadores, (69.8% de mujeres y 62 % de varones) y más de un tercio de varones como mujeres trabajan en cuenta propia.  Además, el 17% de las mujeres hace el trabajo no remunerado en tanto que solo lo es 5.5% de varones. Este frágil terreno de la microempresa y el trabajo por cuenta propia es lo que muchos han llamado emprenderurismo, la ilusión de una estrategia de capitalización que es en realidad de subsistencia para la mayoría, y, que también encarna márgenes de explotación y auto- explotación.  El mercado laboral en el país es inestable y precario para gran parte de la población, pero lo es aún más para las mujeres que en promedio reciben menos ingresos, a lo que debemos agregar que un tercio de las mujeres en el país declararon el 2017, no tener ingresos propios a diferencia del 12 % de varones.

Con mercados laborales restringidos, precarios y segmentados, la subsistencia de las familias se apoya principalmente en las estrategias familiares y/o comunales, incluyendo la migración, las redes familiares, organizaciones de base y oficios múltiples. Las organizaciones por la subsistencia amortiguaron el impacto del ajuste de los ochenta y contribuyeron a enfrentar la epidemia del cólera en 1990. Destaca, entre ellas, organizaciones de base como los comedores y las organizaciones del vaso de leche, que en conjunto sumaban más de 150 mil mujeres en las principales ciudades. Estas experiencias autogestionarias fueron apoyadas por las Iglesias, y programas de alimentos internacionales primero, y, luego por los Municipios y las políticas públicas.  Allí se forjaron liderazgos de mujeres que destacaron en sus distritos y llegaron a ser autoridades municipales, como María Elena Moyano, en Villa el Salvador, negra, feminista y de izquierda asesinada por Sendero Luminoso.  Aunque las organizaciones de base se han debilitado y los comedores han disminuido, aún son un soporte significativo y solidario para la alimentación popular.

A nivel rural debemos destacar la participación de las mujeres en tareas agrícolas y pecuarias.  El 2012, las mujeres rurales ejecutaban entre el 25 y el 45% de las tareas agrícolas de campo y estaban a cargo del 50% de los terrenos de pastoreo. A la vez, tienen menos acceso a la propiedad de la tierra que sus pares; el año 2014, las mujeres productoras agropecuarias tienen, en promedio, 1,8 hectáreas de tierras agrícolas, mientras que los hombres productores agropecuarios tienen 3 hectáreas.

En las últimas décadas se han acortado las brechas de género en la educación, pero el 2015, entre las mujeres rurales sólo el 22.5% (mayores de 17 años) había completado la educación secundaria frente a 35.4 % de varones. Y, ese mismo año, el 9% del total de mujeres todavía eran consideradas analfabetas. En la educación superior la presencia de mujeres aumentó significativamente (de 23% en 2008 a 32% en 2018), luego del relativo estancamiento del período del conflicto armado y favorecido por el crecimiento de universidades en el interior del país. 

Nuevos contingentes de mujeres profesionales en las principales ciudades del país, tienen mayores márgenes de autonomía y disponibilidad para afirmar y reclamar sus derechos.  Estas ganancias encuentran resistencias a nivel local y nacional, agrupaciones civiles asociadas a sectores conservadores de las iglesias se oponen sistemáticamente a la incorporación de la perspectiva de género en la currícula escolar.  Este seguirá siendo un terreno de disputa, porque la educación como la cultura política son medios fundamentales para el cambio de actitudes generacional que se requiere en la construcción de ciudadanías, de masculinidades no tóxicas, de valorización del cuidado y la naturaleza, fundamentales para una convivencia sin discriminación ni violencia.

El acceso a la justicia como a la participación política son parte de las continuas demandas de los colectivos feministas y de derechos humanos.  Desde las elecciones municipales en 1998 cuando se adoptó la ley de cuotas, la participación de las mujeres ha aumentado, de modo irregular y no siempre con continuidad. A nivel local, donde se reproduce la marginación de las mujeres en las decisiones, se requiere también acciones afirmativas para los mecanismos de consulta como para la elección de autoridades. El 2019, la congresista Tania Pariona logró que se apruebe una cuota en las elecciones de las comunidades campesinas como mecanismo de acción afirmativa.
Aunque hay creciente conciencia de que la vida democrática requiere de políticas efectivas e inclusivas, y que en la producción de conocimiento, como en la toma de decisiones, se requiere el aporte de las mujeres y la perspectiva de género, no siempre se reconocen las intersecciones de etnicidad, procedencia social, diversidad sexual.  Una mayor presencia en la política no es garantía de una agenda de género, pero es necesario promover el diálogo y debate desde diversas miradas. Transformaciones radicales en la estructura productiva y redistributiva se requerirán para que las políticas de reconocimiento y de igualdad de oportunidades encuentren terreno favorable.

A lo largo de la historia no sólo quedaron invisibilizadas la vida de las mujeres sino también sus aportes a las ciencias como a las letras. Ad portas del Bicentenario debemos mencionar a pioneras, indigenistas y educadoras del siglo XX, pero también el papel de la crítica feminista, de los diversos círculos de feministas afro, decoloniales, así como la experiencia de lideresas sociales, defensoras del medio ambiente y activistas de derechos humanos en el siglo XXI. Y, con ellas, reconocer la vida y las voces de muchas más que, en el anonimato transitan el día a día en solidaridad, recuperando saberes locales, nutriendo la esperanza de un futuro mejor.
 

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