Salzburgo
Michael Zichy, Filósofo

De Michael Zichy

Portrait image of Michael Zichy in grayscale; he is wearing glasses and a checkered shirt © © Michael Zichy Michael Zichy © Michael Zichy

¿Qué imagen podría simbolizar para usted su situación actual o la de su país?

No una imagen, sino toda una catarata de imágenes podría representar la situación actual. Elijo tres: al comienzo de todo está la imagen surrealista de calles completamente vacías de ciudades siempre atestadas de turistas. Esta imagen estuvo acompañada de un suspiro de esperanza y alegría, un ingenuo agradecimiento por la pausa obligatoria en la ciega locura cotidiana. No mucho después, esta imagen fue tapada por la de los camiones militares que formando una columna llevaban a los crematorios a los muertos de Bérgamo.

Y por último, una imagen muy personal, el ícono de Whats-App de mi celular, que me muestra si hay noticias de mi mejor amigo que está luchando por su vida en la unidad de terapia intensiva. En esta imagen se refleja lo surreal, se hace palpable cómo deben sentir la crisis todos aquellos que perdieron su trabajo, ven amenazada su existencia, temen por su gente querida o incluso deben luchar por su vida. Esta imagen fue la que terminó de hacer entrar en mi cabeza la inmisericorde realidad de la enfermedad.

¿Cómo cree que la pandemia transformará el mundo? ¿Qué consecuencias ve a largo plazo?

Siempre es problemático dar diagnósticos de largo plazo, y más respecto a un acontecimiento único como la crisis del coronavirus. Pero asumiendo el riesgo de equivocarme por completo, pongo esto a consideración: la crisis del coronavirus puso en pausa el sistema económico global e interconectado, y así mostró su fragilidad, está empujando  a los Estados a deudas enormes y los vuelve a poner dentro de sus límites como nación y, no menos importante, lleva a los hombres a la incertidumbre,  a la miseria existencial y los expone a una presión psicológica extrema; pero también muestra con claridad que los estados y sociedades pueden reaccionar con acciones decididas y comunes. Como toda experiencia crucial, hará que las cosas no continúen como antes.

Es de suponer que –cuando la crisis haya pasado– se produzca, tras un período de trabajosa reconstrucción y de estrechar filas en el ámbito político, un aumento de los conflictos políticos y sociales y –no sería sorprendente – por qué no convulsiones más ásperas. Esto, al menos por tres motivos: en primer lugar, deben repartirse las cargas de los billonarios paquetes de salvataje que los gobiernos han adoptado en todo el mundo. Esto no se dará sin pelea. ¿Quién deberá pagar? ¿Quién no?

Quienes hasta ahora han escapado sin castigos mayores a su responsabilidad (impositiva) ya no podrán esperar indulgencia. En segundo lugar, se deberán reorganizar los sistemas económicos y de salud para aumentar su resistencia. ¿Qué estado se permitirá de ahora en más no estar preparado para la próxima crisis y depender de la importación de bienes imprescindibles? Aquí también habrá discusiones.  ¿Qué valor le da una sociedad al hecho de tener un sistema preparado para pandemias y otras catástrofes? Y en tercer lugar, la medidas cruciales con las que los estados de todo el mundo reaccionaron a la crisis del coronavirus muestran, en última instancia, todo lo que se puede hacer, en un sentido positivo y negativo: las personas respetan de modo disciplinado restricciones hasta hace poco impensables, se someten sin resistencia a las normas y celebran la vigilancia estatal, los aviones están en tierra, el aire de pronto se vuelve más limpio, la solidaridad se ejerce de un modo inopinado entre individuos y entre países, los estados distribuyen dinero sin condiciones a sus ciudadanos, democracias (inestables) se convierten en dictaduras, etc.

Todo esto despierta la conciencia de que lo que parecía inconcebible es posible. Y esto a su vez llevará a que las demandas políticas y sociales se defiendan con mayor radicalidad y las propuestas alternativas se planteen con mayor decisión y a que aumente la presión por transformaciones. Pues de aquí en más sonarán ridículas todas las excusas dilatorias con que se impidieron las transformaciones drásticas, entre estas, las medidas efectivas contra los azotes inminentes producto de la catástrofe climática, la destrucción del medio ambiente y la inequidad social: se decía que no eran implementables, que eran demasiado caras, que eran inaceptables, poco realistas.

Además, es de esperar que esta nueva conciencia de lo posible resulte enmarcada por la siguiente certeza: fue el estado el que nos sacó de la crisis, no el mercado. Así, por un tiempo estaría liquidado el dogma neoliberal, que en tantos países llevó a un vaciamiento del sistema de salud y funcionó como un catalizador de la crisis. Los nuevos tiempos apostarán al estado... esperemos que lo hagan con sensatez.

Por otro lado, es de esperar que esta nueva conciencia de lo posible resulte estar acoplada a lo que también la crisis produce: una nueva seriedad que ha barrido con el propagado hartazgo respecto a la política y ha permitido que las personas –ante una adversidad existencial– vean la política con otros ojos. Tal vez esto al final lleve a que por fin se reconozca a los populistas –hasta ahora el peligro mayor– como lo que son: mentirosos peligrosos y unos perfectos payasos.

¿Qué le da esperanza?

De hecho, la humanidad salió de algunas de sus crisis siendo más inteligente. Y esta crisis tiene tres características que aumentan la probabilidad de que aprendamos de ella.

  1. Es una experiencia colectiva mundial de una misma amenaza. Esto genera un sentimiento de pertenencia, posibilita la empatía y produce solidaridad.
  2. La crisis es disruptiva, destroza todas las rutinas cotidianas, vuelve inservibles los modelos de pensamiento tradicionales y estimula una nueva orientación en el pensar y el actuar
  3. En algún momento se controlará la crisis. Esto nos dará la sensación de haber logrado algo en común y puede sacarnos de nuestra pasividad y animarnos para afrontar en común desafíos aún mayores.
 

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